Cartas de Frank a Barack

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6 min readMay 4, 2016
Imagen: Goliath.

Por: Javer Ortiz

1. El compañero Underwood

El Presidente de los Estados Unidos se baja de La Bestia y entra por las puertas al Gran Teatro de La Habana. Saluda al Presidente de Cuba y luego camina por los pasillos que le llevan al escenario. Bajo las banderas de la estrella solitaria y de la constelación de cincuenta, pronuncia otro de sus excelentes discursos. Convence a rivales y admiradores de que es un animal político difícil de cazar.

(Plano cerrado en Mr. Underwood) “He dejado claro que Estados Unidos no tiene ni la capacidad ni la intención… (Plano general) …de imponer el cambio en Cuba.” (Aplausos) El Presidente mira hacia la cuarta pared y le confiesa a la verdadera audiencia: “Seamos honestos. Si no creyera que mi Administración puede cambiar este país, no me habría tomado la molestia de ser fotografiado con un monumento del Che Guevara a mis espaldas”.

Al igual que Barack Obama, el actor Kevin Spacey almorzó en una paladar cubana, como descubrió el comediante Conan O’Brian cuando indagó en el mural con fotos de comensales famosos que exhibe con orgullo el propietario de La Guarida. El actor que encarna a Frank Underwood en la serie de Netflix House of Cards llegó mucho antes de la columna de políticos que empezó a hacer fila para viajar a la capital cubana después del 17 de diciembre de 2014.

Tras seducir por televisión a otros millones de incautos, Underwood sale por uno de los laterales sur del teatro, levanta la vista y contempla el Capitolio de La Habana: ¿Así que tienen uno de esos aquí? ¡Ahora sí me siento en casa!

Ahora visualicen a Kevin Spacey y Luis Pánfilo Silva compartiendo el mismo set.

2. El gobierno en la cuarta pared

Entretener a una audiencia contando la perversión en el camino hacia el poder es un recurso tan antiguo como el propio William Shakespeare. Imagínense el asombro de los londinenses isabelinos, viendo por primera vez Macbeth o Ricardo III, antihéroes sacados de la historia británica, aspirantes a reyes, gente importante sin escrúpulos. Entonces y ahora, el espectador se pregunta con ansiedad qué locura se le ocurrirá al antagonista durante su incómodo ascenso por los peldaños del trono.

En el formato de su tiempo, House of Cards sigue esa tradición: reflejar novelescamente lo que ocurre detrás del telón y del maquillaje de la comunicación política; en la intimidad, con lujuria y sin calzoncillos.

Desde el interior de la Casa Blanca, el presidente Barack Obama hizo lo que nadie le pidió a la reina Isabel: explicar en una sola frase la principal diferencia entre la realidad política de su país y la ficción: Underwood consigue lo que quiere. Sin spoilers: aparte de los jueces de la Corte Suprema, en el Washington de verdad los legisladores no son tan efectivos… ni siempre van a la caza de decisiones emocionantes, en especial si planean estar atrincherados en la colina del Capitolio.

House of Cards no sería extraordinaria si Obama tuviese la poderosa teatralidad que el actor Kevin Spacey trasmite en la pantalla o si Hillary Clinton alternara, en las noticias de la noche, su imagen de agradable candidata de la feminidad y la clase media con el animal político que seguramente palpita bajo su piel, capaz de abrirse paso hacia el poder de la mano de su esposo infiel.

Una serie audiovisual inspirada en los años de la Administración Obama no sería menos emocionante: veríamos cómo directivos de Google pasan a ocupar puestos claves relacionados con la informática y la tecnología en el ejecutivo estadounidense, después de haber hecho donaciones durante dos campañas presidenciales; de qué manera una empresaria multimillonaria de Chicago, la ciudad que vio nacer la estrella del Presidente, llega al puesto de Secretaria de Comercio; o por qué Jeffrey DeLaurentis, antiguo segundo al mando de una de sus principales asesores en política exterior, es enviado a La Habana como jefe diplomático en medio de conversaciones secretas para una normalización de las relaciones con Cuba.

Cualquier político de los Estados Unidos necesita ser encantador y convincente a lo Underwood. Vean lo importante que son los discursos políticos en la trama de House of Cards y el impacto que han tenido las palabras de Obama al pueblo de Cuba.

Pero solo en la ficción Macbeth y sus semejantes apartan la mirada del teleprompter, te miran directo a los ojos y se confiesan con una honestidad de pecho abierto.

3. El dinero es la raíz de todo mal

La percepción por parte del electorado de que sus gobernantes están corrompidos hasta la médula es el combustible que impulsa en 2016 las campañas de los candidatos presidenciales Bernie Sanders y de Donald Trump, el multimillonario que no le debe a nadie y hace su carrera hacia la presidencia recordándole a todo el mundo por qué no necesita pedir dinero.

House of Cards traduce en diálogos y dramatiza aquellos intereses especiales mencionados por Trump cuando explica sus razones para no aceptar los donativos (ni las condiciones) de la militancia financiera del Partido Republicano, los mismos que supuestamente lo abuchean desde la cuarta pared durante los debates televisados.

Uno de los ases en la campaña del xenófobo magnate inmobiliario es su independencia económica y su propio historial como donante con experiencia en “comprar políticos”, con una lista de adquisiciones donde figura hasta la mismísima Hillary Clinton.

Desde el campo demócrata y a medio metro a la izquierda de la dama presidenciable, el senador Bernie Sanders dice algo parecido, presentando con éxito la alternativa de postularse ignorando, y a la vez atacando, a los grandes poderes que engrasan con millones de dólares la maquinaría política estadounidense, como admitió el propio Presidente Obama en su discurso en el Gran Teatro de La Habana, antes de hacer un repaso de los candidatos más llamativos del ciclo electoral 2016 en su país (los cubanomericanos, la mujer y el freaky socialista demócrata) sin una alusión a Donald Trump.

Del otro lado del rechazo al dinero están casi todos los personajes de House of Cards y gente como Marco Rubio, quien en los primeros meses de 2016 recibió cheques de importantes afiliados financieros del Partido Republicano. Apostaron grandes sumas en su nombre cuando se convirtió en el favorito de la élite conservadora. Bloomberg hizo una conexión entre las tendencias de voto de Rubio en temas relacionados con la industria azucarera y su amistad con los hermanos José y Alfonso Fanjul, cubanoamericanos como él, magnates de ese negocio tan dulce y fuentes de generosas donaciones.

El dilema del dinero estuvo presente hasta en la propia fundación de Estados Unidos. Al punto que George Washington sugirió a sus colegas que los presidentes tuvieran un sueldo, para evitar que el cargo quedara solo en manos de los acaudalados como él.

La política estadounidense siempre ha estado acompañada de un hábito por revelar el mal olor, tal vez amparado por los hábitos de esa Primera Enmienda a la Constitución de 1789, un artículo que venden al resto del mundo como libertad de expresión. Uno puede conseguir un efecto similar a House of Cards leyendo The Golden Age de Gore Vidal –un intento de político que no ganó elecciones, pero sí premios literarios y llegó a ser uno de los escritores y guionistas más importantes del siglo XX norteamericano, testigo privilegiado de la vida interna del Congreso asistiendo a su abuelo, senador demócrata por Oklahoma.

El asunto va al campo de acción y sus reglas, no a la gente que cambian los electores y los límites de términos. Por eso los monólogos interiores de Frank Underwood pueden tener la misma mala leche de los comentarios escritos por Robert Gates en sus memorias políticas como ex Secretario de Defensa (cargo que ocupó durante cinco años, bajo las administraciones Bush junior y Obama).

En un ataque de honestidad, Gates llegó a poner por escrito que el vicepresidente Joe Biden estaba perdido en política exterior desde los años en que era senador… por allá por los setenta.

Los productores de Netflix no se basan en hechos reales. Le basta con las particularidades de un sistema político en extremo complejo, dinámico y con contradicciones que se complementan entre sí.

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