Cómo la humanidad traicionó al ADN (III)

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13 min readMar 10, 2017
Ilustración: istockphoto.com

Por: Julio Rodríguez

La singularidad del homo sapiens

Por si hubieran dudas acerca del carácter excepcional del ser humano, considérese el pulso evolutivo entre las especies enemigas.

En El relojero ciego, Dawkins define como enemigo de una especie a “las otras cosas vivas que trabajan para hacer difícil su supervivencia”. Los leopardos son rivales de las gacelas puesto que se las comen. Pero las gacelas también lo son de los leopardos porque se esfuerzan en no ser comidas. Si durante cientos de años ocurre un incremento en la velocidad de las presas, los depredadores deberán acelerar lo suyo en aras de no quedarse rezagados. Y a cada avance en la capacidad de estos, sus víctimas deben corresponder con un incremento evolutivo en su habilidad para no ser capturadas. Bajo ese sistema ningún contendiente adquiere una ventaja demasiado significativa; si el depredador se excede en la actualización podría exterminar las especies de las que se alimenta, y si a estas se les va la mano el depredador moriría de hambre. Eventos así no suelen ocurrir puesto que el mecanismo adaptativo no coloca en las especies mucho más de lo necesario para garantizarles la supervivencia.

En oposición a esto, el homo sapiens pareciera provenir de un enorme salto evolutivo. Para Charles Lyell, en su Principio de Geología, representamos una discontinuidad en la historia del planeta. Calcúlese por cuánta distancia aventajamos a nuestra competencia. De inicio nos hemos procurado una cantidad impresionante de especies enemigas y a todas las mantenemos a raya. Estamos tan holgados en ese sentido que a menudo dañamos masivamente a otros seres vivos, amparados por la que Bill Clinton considera la peor de las razones: solo porque podemos. Somos los nazis de los animales. En las últimas centurias la velocidad de extinción de las especies se ha multiplicado por mil a causa de nuestro temerario accionar, al tiempo que nos hemos convertido en los más numerosos entre los grandes animales (para colmo, el segundo lugar es gracias a nosotros: el ganado vacuno y porcino). Hoy el único rival que puede comprometer nuestra existencia es el mismo hombre.

Cada especie tiene un modo de sobrevivir condicionado por cómo son los lugares donde habita. El cuello largo de la jirafa funciona en las llanuras africanas, pero no habría valido en el polo. Los ojos del águila han sido sintonizados para la óptica del aire y difícilmente servirían bajo el mar… En la medida en que un ser está coordinado con características específicas de un sitio, restringe su capacidad para triunfar en otro. En el caso de los koalas esa especialización es exagerada: como sólo se alimentan de hojas de eucaliptos, mueren si se encuentran lejos de esos árboles. Otras especies menos escrupulosas, como las cucarachas, disfrutan más radio de acción.

¿Cómo ha de ser un animal para triunfar en infinidad de hábitats? ¿Acaso requeriría una piel gruesa que le proteja del frío y una delgada que le salve del calor; alas para situaciones de vuelo, aunque sustituibles por aletas donde corresponda nadar? ¿Sistema digestivo multipropósito, camuflaje intercambiable, pulmones anfibios…? Estamos hablando, en definitiva, de una navaja suiza biológica, una quimera inimaginable.

En lo que sigue veremos en qué principio se basó el homo sapiens para funcionar como tal quimera.

Charles Darwin

Toda ley de la naturaleza puede ser expresada en términos de “si ocurre A, entonces ocurre B”. Como en:

· Siempre que llueve escampa.

· Si en un punto de la Tierra amaneció en el momento T, volverá a amanecer en el momento T + 24 horas, aproximadamente.

· Y según la Ley de Gravitación Universal de Newton, si existen dos cuerpos con masas M1 y M2 separados por una distancia D, ambos se atraerán mutuamente con una fuerza igual a (M1 * M2)/(D²).

Incluso las leyes probabilísticas –como las meteorológicas y las cuánticas– son expresables en esos términos.

Los seres vivos son un reflejo de las leyes de la naturaleza tal como ellas se manifiestan a su alrededor. Si un avispado extraterrestre, aun desconociendo la Tierra, tuviera la oportunidad de analizar un pájaro, podría inferir algunas leyes del aire. Y luego de estudiar un oso polar, concluirá que está adaptado a un lugar blanco y frío. Siendo metafóricos, consideraremos que las especies han sido construidas por un diseñador cuyo conocimiento de las reglas de cada entorno puso al servicio de la adaptación de sus creaciones. La manera básica en que esto se logra fue explicada por Darwin en 1859 y es en esencia un procedimiento de prueba y error.

Visto más de cerca comprobamos que este “diseñador” exige un único requisito para reconocer a una ley natural, y consiste en constatar que la secuencia A-B involucrada, se cumple al menos la mayoría de las veces. Por ejemplo, el ritmo circadiano presente en infinidad de organismos, consiste en oscilaciones de procesos biológicos internos que se repiten cada 24 horas. Se trata de un reconocimiento implícito de la regularidad de que los días duran esa cantidad de tiempo. Un aspecto a subrayar acerca de dicha manera de “descubrir” leyes, es que se desentiende por completo de las causas subyacentes; o lo que es lo mismo: no le importa “determinar” por qué esas supuestas reglas funcionan. Basta con que parezcan funcionar. Al mecanismo adaptativo, por ejemplo, en el transcurso de los millones de años durante los cuales fue consolidando el ciclo circadiano, le fue totalmente indiferente la cuestión de si la Tierra giraba alrededor del Sol, o viceversa, o incluso si nuestro planeta era redondo, cuadrado, o plano.

Secuencia del genoma humano. Foto: ethicsandsociety.org

David Hume

Cuando dos cosas suelen ocurrir juntas, la aparición de una traerá la otra a la mente.

Aristóteles

Buena muestra de la efectividad del mecanismo darwinista como productor de órganos biológicos maravillosos, fue el cerebro del escocés David Hume. En 1748, su Tratado del entendimiento humano puso en entredicho nada menos que el sustento lógico de las ciencias naturales. Se daba así uno de los pocos casos en que un filósofo, ejerciendo como tal, haya acertado en algo.

El blanco del ataque de Hume fue la “inducción”, que es la estrategia humana básica para desentrañar leyes naturales. Esta se apoya en el supuesto de que lo sucedido indica qué va a suceder. En la medida en que observamos más casos que en los que el suceso A viene siempre acompañado del suceso B, concluiremos la existencia de una regla inamovible que obliga a que ocurra de ese modo, por mucho que –al igual que sucede con el “diseñador natural” — ignoremos la causa subyacente.

Su impecable crítica contra la inducción giraba en torno a la pregunta: ¿por qué confiamos en ella? Lo hacemos porque hemos comprobado su funcionamiento infinidad de veces, dado lo cual concluimos (gracias a la propia inducción) que esta continuará funcionando al menos casi siempre. O sea que nuestra seguridad en el método inductivo se basa en el mismo método inductivo. Lo que me recuerda aquella idea, que alguna vez escuché, de que la Biblia es cierta porque la propia Biblia lo afirma. Ambas argumentaciones, en las que de muy cerca viene la recomendación, suponen un delito contra lógica tipificado bajo el nombre de “razonamiento circular”; de lo que cabe preguntarse si el crédito que concedemos a la inducción –y junto con ella a todas las ciencias naturales– proviene de un disparate lógico. ¿Será que nuestra confianza en la física nace de la fe?

A pesar de la popular idea de que las ciencias “explican” el mundo, en último término lo que hacen es describirlo. Newton nunca supo el porqué de la Ley de Gravedad, antes bien se limitó a describir mediante una fórmula matemática cómo se comportaba. Más tarde Einstein corrigió dicha ecuación postulando que la gravedad es la manera en que percibimos las deformaciones espaciotemporales motivadas a su vez por la presencia de masa. Pero ¿por qué la masa deforma el espaciotiempo? Se ignora. Cada respuesta genera más preguntas, dado lo cual siempre conservamos un completo desconocimiento acerca del mecanismo interno que hace funcionar el mundo. En última instancia todas las leyes naturales conocidas –incluidas las sociales– han sido descubiertas directa o indirectamente por vía inductiva, es decir, mediante la observación y generalización de patrones que se repiten, siempre desestimando o ignorando las causas subyacentes.

Este, el llamado “problema de la inducción” de Hume, constituye desde entonces un emplazamiento a encontrar mejor apoyo para el razonamiento inductivo y de paso para las ciencias naturales. Aunque muchos pensadores aceptaron el reto, nadie aún ha dado pie con bola.

El hipotético encuentro de Hume con Darwin

De Hume haber conocido la teoría darwiniana –para lo cual debía haber vivido 148 años– se habría percatado de que los seres humanos no son las primeras entidades inductoras que conoció la Tierra. La manera en que, como vimos, el diseñador natural “descubre” leyes, constituye en la práctica una exitosa máquina de inducir.

Uno de los mejores goles del tándem reproducción con azar + selección natural, fue precisamente haber elevado esa apuesta. Estamos refiriéndonos nada menos que a la implementación del mismo principio en un sistema nervioso. En específico, el de esa criatura perteneciente al “dominio eucaria, en el reino de los animales, en el filum de los cordados, en el subfilum de los vertebrados, en la clase de los mamíferos, en el orden de los primates, en la familia de los homínidos, en el género Homo, en la especie sapiens”, tal como lo categoriza Bill Bryson en Una breve historia acerca de casi todo. Valga subrayar que el ser humano como ser inductor no es más que una extensión de lo que hace eones venía triunfando, aunque ahora ejecutándose en un nivel superior y con un algoritmo inmune a las limitaciones del diseño natural. La cosa ya no ocurre en “la realidad” sino que es un software corriendo encima de un hardware. Resulta muchísimo más rápido y barato.

Tampoco somos los únicos que llevamos programado el procedimiento en cuestión en nuestro sistema nervioso. Lo que puso a salivar a los perros de Pavlov fue haber inducido que “cuando suena la campana, hay comida”, con independencia de que se tratara de una conclusión consciente o no. Pero el hombre va más lejos. En nosotros todo el asunto se haya potenciado por un “módulo” de abstracción que nos permite lidiar mentalmente con varias capas de la realidad y del cual ni siquiera tiene idea el Einstein de los perros. Por la vía de ignorar a conveniencia detalles de un nivel inferior, solemos vislumbrar otros más altos con reglas distintas que terminamos induciendo también (en eso consiste, por ejemplo, el peldaño que va de la física a la química). De las nuevas capas ascendemos a otras, y así en lo sucesivo sin que haya un límite para las veces que podemos repetir el proceso. Nada nos impide recorrer el camino contrario hasta llegar al piso de lo conocido, que hoy es la mecánica cuántica y la física relativista. Por demás nuestra capacidad de abstracción es tal que no solo inducimos, sino que inducimos acerca de la inducción.

El dodo

Ya que los mencionamos, los perros son un linaje de lobo gris cuya respuesta evolutiva a la presencia del sapiens fue acercarse a él, ayudarle a cambio de comida, delegar en su dueño el esfuerzo de cazar. Mas constituyen una minoría los animales que participan en un negocio mutuamente beneficioso con nosotros. Por lo general frente al más formidable de los depredadores, la respuesta adaptativa correcta es huir… Pero qué iba a saber el dodo.

Por si alguno quiere reconocerla, el dodo es la simpática (y medio lenta) ave que aparecen en la película La Era de Hielo. Fotograma: Blue Sky Studios / 20th Century Fox.

El dodo era un ave no voladora habitante de la isla Mauricio, donde hasta el siglo XVI nunca fue agredida. Según Bill Bryson “millones de años de aislamiento pacífico no la habían preparado para la conducta errática y profundamente desquiciante de los seres humanos”. En otras palabras, como jamás había sido expuesta al sapiens, no pudo adecuarse a la regularidad de que este era un ser temible. Un ser que –de acuerdo con Steven Pinker en Cómo funciona la mente– disfruta “la injusta ventaja de atacar en esta vida, a organismos que solo pueden reforzar las defensas en otras subsiguientes”. En efecto, a partir del desembarco de personas en la isla, el proceso adaptativo de desarrollar los mecanismos de defensa y huída oportunos, le habría tomado al dodo algunas centurias o quién sabe cuánto. Sea cual sea la cifra, no dispuso de ese tiempo. Los hombres no tardaron un día en inducir la ley de que dicho animal era manso, y menos demoraron en actuar en consecuencia. Era una criatura condenada por la historia, un ave “cuyo carácter bobalicón (…) la convertía en un objetivo bastante irresistible para jóvenes marineros aburridos de permiso en la costa” explica Bryson. Dos siglos después, lo mejor que quedaba de la infortunada especie era un ejemplar disecado en un museo de Oxford, un despojo que naturalmente en 1755 el director mandó a quemar porque decidió que estaba mohoso.

Volviendo al problema de David Hume, si este hubiera conocido conceptos de nuestra época, podría haberse planteado en términos actuales algunas posibles restricciones del pensamiento humano. Tal vez sospecharía la existencia de una ley matemática –al estilo de las de Gödel o Turing– que impide a un hardware –en este caso el cerebro– teorizar en serio acerca determinados principios que le dieron origen y bajo los cuales le es inevitable funcionar. Acaso la elaboración de un teorema que justifique la inducción, sea para el hombre algo tan irrealizable como lo es para un robot positrónico violar las Leyes de Asimov.

El bicho memético

Hasta aquí hemos sugerido el papel de la capacidad de inducir y abstraerse como artífices de la metamorfosis del homo sapiens en el producto estrella del proceso darwinista. Mas, como sabemos, lo que le puso la tapa al pomo fue la cultura y la colaboración entre vastas cantidades de personas.

Que seamos un animal social significa que llevamos codificada en los genes la orden de lidiar con nuestros semejantes, comenzando por nuestra familia inmediata. Cada persona es, de fábrica, una pieza de lego social. Entre todos los cachorros mamíferos, el bebé humano es el que nace más indefenso, con un cerebro más inacabado, amén de ser el más cabezón proporcionalmente hablando. Nuestro diseño biológico cuenta con que lo mucho que ahí falta, va a ser incorporado por vía educativa.

Como escribí antes, no somos el único animal social ni cultural. Aunque la singular manera en que lo somos es inédita en la Tierra, y se implementa con una calidad que sería inimaginable sin un lenguaje que soporta infinitas combinaciones de palabras e ilimitados niveles de abstracción. Como parece haber demostrado Noam Chomsky, si bien cada idioma es un producto cultural, la orden y la capacidad de aprender un lenguaje en los primeros años de vida, vienen codificadas genéticamente. De hecho, si no se nos enseña un idioma, puede que lo inventemos, aspecto evidenciado por el célebre caso del lenguaje de señas de los niños mudos nicaragüenses.

La cultura nos da la ventaja de que, por lo general, no tengamos mucho que redescubrir ni reinventar. Nadie parte de cero. Lo que uno aprende lo comunica a otro en un proceso acumulativo, estimulante y barato que se ha tornado cada vez más acelerado con el invento de la escritura, la navegación, la imprenta, el motor de vapor, la radio, el avión, la televisión e internet.

Las prácticas del sapiens han transformado la faz de la Tierra, y esto es literal puesto que se nota desde el cosmos. Antes de nuestra llegada, cambios de tal magnitud solían requerir cientos de miles de años. En la actualidad, sin embargo, algunos expertos opinan que la faena humana de los últimos siglos hubo de colocar al planeta en una nueva época geológica a la que llaman “antropoceno”. Ha sido la cultura humana –soportada por un hardware que la promueve– la que permitió que en “un microsegundo” hayamos pasado de ser “un centenar de miles de personas armadas de hachas, a más de cuatro mil millones con bombas, cohetes, ciudades, televisores y ordenadores… y todo esto sin ningún cambio genético sustancial”. Hoy, a solo 37 años de que lo anterior fuera escrito por Stephen Jay Gould, la cantidad de habitantes de la Tierra casi duplica ese número.

El bicho científico y tecnológico

Desde cierto ángulo pertenecemos a una especie endeble. Atendiendo a Bryson “somos inútiles en un grado bastante asombroso”. “De la pequeña porción de la superficie del planeta que está lo bastante seca para poder apoyarse en ella, una cantidad sorprendentemente grande es demasiado cálida, fría, seca, empinada o elevada para servirnos de gran cosa”. Stephen Jay Gould es más conciso: el cuerpo humano no es el Rolls Royce de los mamíferos. Así y todo, el hombre ha infestado todo “el conjunto de la tierra habitable y el Canadá”, si nos guiamos por la definición de Ambrose Bierce en el Diccionario del diablo.

Queda claro que la ventaja del sapiens no proviene tanto de su anatomía –ni siquiera de sus manos o de su postura erguida– como de la manera acertada en que la utiliza. Una vez más la cuestión no está en “el tamaño” sino en el comportamiento. Donde unos seres biológicos ocuparon el nicho del uso de la energía solar para efectuar fotosíntesis, otros el del aire para volar, y los de más allá el control de la temperatura corporal, el hombre ocupó una zona casi inexplorada: el “nicho cognitivo”. Es decir, la tríada formada por la cultura y la colaboración; más el recurso de la inducción –complementado por la deducción– como guías para sus acciones, en particular las relacionadas con la factura y uso de herramientas como extensiones que compensan su relativa inutilidad física.

Aunque tampoco poseemos la exclusiva en la creación de utensilios, en realidad lo hacemos a un grado antes desconocido. Somos los únicos, por ejemplo, que disfrutamos la capacidad de previsión necesaria para construir meta-herramientas, léase herramientas destinadas a fabricar herramientas. A nadie se le escapa la importancia que tiene para la tecnología, su base ideológica que es la ciencia.

No necesitamos ninguna mística para explicar nuestro triunfo evolutivo. Como vimos, la naturaleza fue afín a la inducción durante cuatro mil millones de años. Más tarde, hace unos cientos de miles, su apuesta se elevó al crear el bicho inductor, sin dudas una jugada técnicamente acertada. El siguiente paso viene ejecutándose con éxito desde hace unos pocos siglos por un reducidísimo grupo de personas, casi una secta, que son los científicos. De esta manera, con todo lo que está de moda vilipendiar al ser humano como antítesis de la naturaleza, y a la ciencia como el extremo de ese pecado, lo cierto es que ambos –el sapiens y más aún la ciencia– constituyen la suprema concreción de una antiquísima y fructífera estrategia natural. No es casualidad que fuera el hombre como científico, el único que ha sido capaz de añadir montones de páginas a nuestro siempre inacabado, inexacto e imprescindible manual de usuario del universo.

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