Cuatro Estaciones, un Conde viejo y un Papa joven

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18 min readFeb 20, 2017
Las Cuatro Estaciones. Foto: Netflix.

Por: Berta Carricarte

Un hombre solo, en una calle oscura, se aproxima a una muchacha muy delgada, en short, dueña de un viejo almendrón que languidece parqueado frente a su vetusta casa. Al final de la escena la calle se llena de un humo tupido que se extiende sobre la noche tragándose a la ciudad. Con esa imagen rara y fascinante, empieza Vientos de Cuaresma, primer capítulo de la miniserie titulada Cuatro estaciones en La Habana, estrenada por Netflix, en los días finales de 2016.

Breve paréntesis: Un Papa americano

Jude Law en The Young Pope. Foto: Netflix.

En esta Cuba de “paquetes” y memorias flash, ningún producto se escapa a la avidez consumista de los cazadores de miniseries. Los gustos más sofisticados se inclinan esta vez ante El joven Papa (The Young Pope, Paolo Sorrentino, 2016) donde se cuenta la historia de un Papa demasiado joven para ser tan conservador, tan liberal y tan oportunista al mismo tiempo. Es difícil saber qué quiere y hacia dónde va este hombre que cada 15 minutos se acuerda que sus padres, hippies de época, lo entregaron a una institución de beneficencia cuando él tenía unos 7 u 8 años. Ese y otros traumas lo persiguen una y otra vez, en medio de chismes palaciegos y bajezas episcopales.

El joven Papa, vive en un universo que, al común de los cristianos, le cuesta imaginar. Por eso se torna atrayente verlo haciendo ejercicios, fumando, nadando; ver cómo se viste y desviste al son de LMFAO y su I’m sexy and I know it; ver qué come y dónde; a quién recibe en sus salones; qué piensa de lo humano y lo divino; cómo planta un soberano careo con el primer ministro italiano, etc. Su estilo va más con el de una estrella de cine americano que con el ideal asociado a tan magna figura. Claro, asistir al despliegue escenográfico que rodea al Sumo Pontífice, contemplar la Ciudad del Vaticano con todo y Basílica de San Pedro, Palacio Apostólico y Capilla Sixtina incluidos, es un bocado televisivo que promete una especial degustación. Pero todo este indiscutible gourmet visual sería un desperdicio si no estuviera allí, para darle un verdadero sentido, el inglesito de 44 años, Jude Law, quien encarna a Lenny Belardo, el Papa Pío XIII.

Detrás de El joven Papa hay mucho dinero invertido, mucho arte puesto en acción. Pero se trata de una obra donde el protagonista concentra la fuerza desencadenante; él es quien porta la varita mágica para hacer funcionar todo lo demás. Solo Jude Law en la piel de Lenny, es capaz de ordenar la noción de un drama donde la dirección de arte (sobre todo escenografía y vestuario) es la expresión y concreción de todos los sentimientos, los conflictos y las emociones que pretende movilizar Sorrentino. Lo demás es un problema de estilo, de picardía creativa, de capacidad para engatusar al espectador. Incluso, las elucubraciones sin fin, que podría plantearse un espectador crítico, derivadas de cada una de las acciones u omisiones del joven Papa, dependen en no poca medida del encanto interpretativo que destila el protagonista. De ahí la importancia de una acertada elección del casting, especialmente el rol principal.

Cuatro estaciones en una Habana furtiva

Filmación de la teleserie Las Cuatro Estaciones. Foto: EFE / IMDB.

Tres asesinatos y una desaparición constituyen los crímenes sobre los que se vuelca un detective cubano, iniciados los fatídicos años noventa del siglo pasado. Bajo el título Cuatro estaciones en La Habana, el director español Félix Viscarret, compendia los cuatro episodios independientes, derivados de la tetralogía novelesca del Premio Nacional de Literatura, Leonardo Padura: Vientos de cuaresma, Pasado Perfecto, Máscaras y Paisaje de Otoño.

La figura escogida para encarnar a Mario Conde fue Jorge Perugorría, quien confiesa, llevaba 15 años esperando la oportunidad. A veces hay que hacerle caso al destino cuando nos pone zancadillas. A veces las advertencias vienen disfrazadas de contratiempos.

Para este Conde llevado a la pantalla, ser policía no constituye el centro de sus preocupaciones. Es lo que mejor sabe hacer para escapar a la frustración de no ser escritor. Por lo tanto, todo lo concerniente al mundo de la criminalística, constituye para él una especie de derrame en un proyecto de vida casi inexistente.

Conde prefiere ir por ahí con toda modestia diciendo que escribe, antes que identificarse como policía; porque la gente asocia al policía con el tipo bruto, inculto, de escasa espiritualidad. Conde vive queriendo ser quien no es. Su literatura es mala, mediocre como su vida. Y él vive luchando contra eso, pero ni modo, es un auténtico perdedor. Entre comer, beber y acometer embestidas sexuales lo mismo reales que oníricas, recicla su aburridísima e improductiva existencia. No quiere conformarse con ser un detective “inteligente”, con olfato policial, capacitado para descubrir crímenes de poca monta, a cuya solución el espectador llega mucho antes de que él se presente en el lugar de los hechos a tomar las primeras notas y hacer las preguntas de rigor. La serie es como su héroe, aburrida y soporífera. El escepticismo y la ironía esgrimidos por Mario, son máscaras justificatorias para no remontar el estancamiento en que vive. Su inmovilismo es su enfermedad crónica, que llega por contagio al producto audiovisual.

Ya este Mario Conde no es el trentipicón que describe Padura en Vientos de Cuaresma. La versión fílmica representa a un hombre cubano de entre 45 y 50 años. Una incipiente calvicie mal disimulada, y un maquillaje estentóreo no pueden aliviar el deterioro facial de este antiguo sex symbol de la latinidad cinematográfica, sobre-explotado y sobrevalorado como actor hasta el delirio. No era él quien podía salvar diálogos como: “Hace mil años que no entro en este lugar” (el pre de la Víbora) o “Sigan fumando que yo no soy profesor. Yo también vine a fumar; ¿quieren?” O “¡No te me mueras, coño!”.

Para colmo, y supongo que buscando “globalizar” los diálogos, se evadieron chistes y frases ingeniosas, propias de nuestra idiosincrasia. A la serie le falta gracejo, humor. Le falta carisma incluso a un tipo más sombrío que simpático, como el de marras. A Mario le filtraron la capacidad de reír, de improvisar un chiste, una ocurrencia, un dicharacho. Ni siquiera le han sido diseñados los tics que permiten la conexión identificadora del público con la singularidad del personaje. Aunque se intentó: Conde tiene la original manía de jugar con el bolígrafo cuando está tenso. También llegó a soltar alguna que otra frase simpática. Pero nada comparable con el “Oh, there’s just one more thing…” de Colombo (Columbo, 1968–2003).

Por cierto, Colombo, como Hércules Poirot, no era un hombre atractivo, ni podía hacer alarde de gallardía. Su gabardina raída, su desaliño general y su bizquera (debida a un ojo de cristal que el propio actor Peter Falk llevaba desde niño), hicieron de él un personaje irrepetible; pero no le arrebataron un carisma que se basaba, por una parte, en el aura que todo actor verdadero trasunta en la representación de su rol; y por otra, en la indiscutible perspicacia que el investigador mostraba en escena. De hecho, lo que importaba era ver cómo Colombo desarrollaba su estrategia de desvelamiento, y llegaba a descubrir al criminal, que ya era conocido por el espectador.

Lo explicaban Lorenzo Mejino y Mikel Madinabeitia en su blog del Diario Vasco: “La clave de la serie era tener oponentes dignos de enfrentarse a un actor como Peter Falk. En este sentido la serie tiraba la casa por la ventana, consiguiendo que grandes actores encarnaran al asesino y aceptaran jugar al gato y al ratón con Peter Falk. Así podemos recordar a insignes actores como Patrick McGoohan, Sir Laurence Harvey, Faye Dunaway o Anne Baxter, que, aunque centrados en el cine o el teatro, aceptaban el papel de villano, por el placer de enfrentarse a Peter Falk”.

En Cuatro estaciones… Conde no tiene grandes figuras que se le opongan. Más bien algunos personajes que lucen casi siempre más orgánicos que él. Por demás, no siempre consigue revestir de dignidad la imagen patética no ya del policía, sino del individuo. Ese instante en que el personaje pudiera resbalar o perder el rumbo, es cuando deben afincarse los atributos de fotogenia y performatividad escénica que poseen actores como Mads Mikkelsen, George Clooney, Kevin Space, Peter Falk, Jude Law, Javier Cámara y tantos otros.

Super Mario machista-leninista

Fotogramas de Las Cuatro Estaciones. Fotos: Netflix.

No obstante nuestro héroe tiene un acompañante, un alter ego, otro “yo”, o más bien, super “yo” o mejor, “super Mario”. El partenaire de Conde, Manuel Palacios (Carlos Enrique Almirante), es una versión 20 años más joven. Hay entre ellos una relación perfectamente armónica. Ni siquiera se complementan, sino que uno es la continuación mejorada del otro. Cuando hay que correr tras el ladrón, Mario es sustituido por Manuel, en quien el cigarrillo y el alcohol aún no han hecho estragos. También le toca a Manuel enredarse a puñetazos en el agua con un narcotraficante. Pichi no podría, quiero decir Conde. Ojo: Manuel no embiste sexualmente contra cualquier mujer que se le ponga a tiro, sino que tiene a Vilma, una mulata insaciablemente sexual, cuyas bondades anatómicas complementan el imaginario de la gitana tropical. En el libro se llama Adriana: “su novia de turno, una mulata con el culo más duro que había tocado en su vida, y unas tetas que te hincaban y una cara que, vaya, para qué contar”.

En ese sentido (y en muchos otros) el serial borbotea la más decadente representación de la mujer. Lo que pudo limarse en el serial, se remontó a su más flagrante enunciación. Tomemos el caso de Poli. No más el Conde le da una mínima señal, ella le ofrece su casa y su cuerpo, para consumar el encuentro sexual, como quien va a un gimnasio a quemar calorías con denuedo, después de un banquete impropio. Por otra parte, es muy raro que la canción de Silvio Rodríguez, Sueño con serpientes, transcurra mientras Mario se ducha, y Tamara se observa en el espejo corroborando lo bien que se conserva. Como si fuera obligación de toda mujer conservarse joven y bella, para tener derecho a ser tomada en cuenta. Pero el dato se dispara en la medida en que se va esfumando la canción sobre la figura de la mulata jinetera, Zuleica. Vuelva a ver ese fragmento, coteje imagen y sonido y dígame si no es condenatoriamente bíblico.

Alguna gente se queja de las injustificadas escenas de sexo. Pero veámoslo así: si Viscarret se hubiera propuesto hacer un serial porno, podía haber marcado un hito, una verdadera novedad en el género, con desarrollo dramático y todo. Solo tenía que reestructurar los diálogos para hacerlos verosímiles, reducir los vericuetos argumentales de una trama de por sí, aburrida y predecible, alargar las escenas de sexo, ampliando las tomas y diversificando un poco los planos; y, por último, matizar el liderazgo femenino, sumando y combinando múltiples variantes, para no caer en los estereotipos del porno más vulgar. Tenía a las actrices perfectas. No sé los varones.

No obstante, la relación entre Conde y Karina es de lo mejor que viene en el guión (también por obra y gracia de Leonardo Padura, con ayuda de Lucía López Coll). La actriz colombiana Juana Acosta lo ha definido de modo inmejorable: “Yo creo que Karina está en un momento en su vida muy particular donde tiene una gran necesidad de sentirse deseada, sentirse mujer y volver a conectar con su poder femenino. Coincide con Conde justo en ese momento de su vida. En primera instancia podría parecer que no tienen mucho en común, pero, realmente, lo que conecta a estos dos seres son las vocaciones frustradas, ese amor por la literatura de él y ese amor por la música de ella, sus partes más sensibles. Luego, cuando ya han traspasado ese primer filtro de interés mutuo, lo que surge entre ellos es una pasión loca”.

Es una relación interesante en la medida en que él va buscando el amor pleno, la mujer que ponga orden sentimental, erótico y doméstico en su vida; mientras ella busca la aventura amorosa, la expansión del deseo instintivo, la lujuria, el orgasmo, el instante, la melodía y el poema. Nada más. Karina cumple con elegancia sus propósitos y queda satisfecha. Ese primer capítulo por lo menos sirve para enseñarle a cierta gente que cuando el amor se acaba, se acabó, y uno se retira a llorar su desilusión, su tristeza, el tiempo que le lleve comprender la vida va más allá de un desengaño amoroso. Porque sentir dolor y llorar, es bien humano, da igual si eres hombre o mujer.

Tu imagen divina…

Juana Acosta en Las Cuatro Estaciones. Foto: Netflix.

A decir verdad, si algo tiene de interesante Cuatro estaciones en La Habana, es la imagen que logra de la capital. En cierto modo es una imagen ajena por completo a la ciudad misma. Es la visión de un extraterrestre que de repente fija su mirada en un espacio urbano polifónico, donde la silueta nocturna del edificio Focsa se cruza misteriosamente con el Capitolio, el malecón, el Hotel Nacional, la bahía de siempre, pero distinta (la bahía y todo lo demás), de otro color, de otra textura, como si Tim Burton hubiera pasado la mano sobre rotoscopias habaneras de Linklater. De pronto la cámara se pasea por el malecón en un limpio amanecer citadino, con un cielo parcialmente nublado, en correspondencia con la atmósfera que exige el tratamiento del tema. No llega a ser jamás la visualidad del cine negro clásico, ni lo necesita; sino que propone al espectador una belleza sórdida, llena de agudísimos contrastes. Como mínimo hay que decir que la labor del fotógrafo español Pedro J. Márquez ha sido genial.

A veces nos presenta la calle de un barrio popular, con su maraña de cables eléctricos tendidos de poste a poste, como una fuga en perspectiva hacia un horizonte imposible de vislumbrar. Casas modestas, de muros compartidos y de personas que caminan en una sola dirección. En contraste, aparecen las vistas de barrios residenciales, poblados de árboles cuya sombra invita a la contemplación de mansiones independientes, de pródigos jardines, amplias fachadas y orgullosos portales.

De vez en vez la cámara panea sobre los techos de La Habana, para componer un tetris de misteriosa urdimbre. Remite así a la solución de un puzle, pues develar el enigma, es lo propio de los filmes policíacos. Vista como desde un zepelín, la ciudad muestra sus intersticios. Y al propio tiempo se plastifica en una dimensión extraña y seductora, con una lindura caprichosa que el lente arrebata a una historia por fuerza lúgubre, de reiterados escarnios ideológicos, de intrigas, de crímenes y corrupción, ocultos en el marasmo de la urbe misma.

Otros momentos hacen justicia a La ciudad de las columnas de la que hablara Alejo Carpentier, columnas en peligro de extinción por derrumbe. Pero, aun así, despierta la admiración hacia un capitel todavía ufano o hacia un trabajo de herrería ejemplar, en puertas, ventanas o balcones. Es una Habana de pecadora belleza, pese a lo que relata Padura en Vientos de Cuaresma: “Desde aquel 4to piso de Santos Suárez tenía una vista privilegiada de una ciudad que a pesar de la altura parecía más decrépita, más sucia, más inasequible y hostil”.

Se aprovechan muy bien los espacios arquitectónicos, como apoyatura de la narración, y en el completamiento de los perfiles sicológicos de cada personaje. Los ambientes son realistas y altamente expresivos. La ambientación coopera con una atmósfera que debe trasmitir no solo el morbo de las circunstancias, sino también el imaginario caleidoscópico de una Habana post-revolucionaria en tiempos de crisis. Por eso chocan ciertos detalles, como el radio soviético Selena, que parece ir de locación en locación marcando una fidelidad epocal a ultranza. O el espejo deteriorado y sucio de la casa de Morin, que no tiene nada que ver con el resto del confort lógico de la residencia. Los objetos pueden ayudar a contar una historia, pero también tienen el poder de desvirtuarla.

Otra forma de indicar la desigualdad social consiste en que los delitos que persigue Conde involucran a sectores empoderados, gente blanca, con un cierto status social y económico: empresarios, diplomáticos, funcionarios. En cambio, los negros aparecen vinculados a delitos de narcotráfico, jineterismo e inmersos en un ambiente de solar: El Jardinero, Candito El rojo. Son gente sin nombre, pero con alias. Algunos tienen conflictos existenciales de alto perfil, por ejemplo, Candito se mueve entre el bajo mundo, el mal ambiente y los rezos dominicales en la Iglesia o los cantos exaltados de un templo de adventistas. Y sin embargo, por obra y gracia del guion, uno personaje de los más complejos es trabajado con un tratamiento muy plano.

Beber, comer y otros datos no estadísticos

La permanente apología al alcohol que cunde en el libro, es trasladada a la pantalla, junto a la insaciabilidad gastronómica del Conde y sus amigos. Reunidos bajo el techo protector del Flaco y Josefina, veremos desfilar platos inimaginables en los duros años a inicios del Periodo Especial. Aunque se menciona, como de paso, la dificultad de conseguir alimentos en esa época, lo cierto es que harían falta diez temporadas de diez capítulos cada una, para contar las ilegalidades cometidas en aquella casa para organizar semejantes banquetes. De veras.

Los datos físicos predominan sobre los sicológicos, manquedad que hereda del texto literario; por eso Perugorría no supo a ciencia cierta, acerca de las tribulaciones internas de Mario Conde, ni de sus presentimientos e intuiciones, ni de sus borracheras y eyaculaciones furtivas en vaginas de paso. Pura externalidad la de este Conde, casi siempre ausente de sí mismo. Veamos cómo describe el autor en la novela: “Dagmar tenía unos treinta años, pero conservaba la levedad de una adolescente que todavía no ha ajustado sus proporciones: la boca grande y los dientes como en pleno crecimiento, las cejas pobladas hacia el puente de la nariz y una cierta incongruencia de brazos y piernas demasiado largas para el tórax escuálido y mal tetado”. Toda esta retórica para decir que es una mujer fea, y que por tanto, no puede competir en belleza con Adriana-Vilma, Karina, Tamara o Miriam. Las mujeres, según las presenta el autor, o son viejas, o son feas, o son jóvenes bonitas y sensuales.

A Conde tampoco le da tregua, porque en la cultura de llevar los pantalones los hombres no tienen que ser lindos: “Y ahora, cuando se miró en el espejo, se alegró de que ella no lo viera así: las ojeras le caían como cascadas sucias y el color de sus ojos era de un anaranjado feroz. Además, parecía un poco más calvo que el día anterior y, aunque no fuera tan evidente, estaba convencido de que el hígado ya debía llegarle a las rodillas”. Este pasaje, tal cual, lo ofrece Viscarret en el primer capítulo.

¿Inverosimilitudes? En verdad pocas; pero que alguien me explique cómo Conde se pone a hablar a plena luz, en un bar de esquina, con su amigo informante, casi en las narices de un delincuente (Tony). No pienso decir ni pío de las prostitutas y los travestis ofreciéndose a pleno día en una calle supercéntrica de la Habana Vieja. ¡Ay, Leal! Otra cosa son las disquisiciones metafísicas que en realidad suenan antinaturales, como el recitativo de Miriam sobre la calle 8 de Miami, o el panegírico enumerativo de Poli sobre los asistentes a la fiesta gay. Tal vez sea más un problema de dirección de actores (de actrices), que no logran alcanzar la suficiente credibilidad en sus textos.

Actores y actores; Directores y directores

Solo los grandes artistas son capaces de reconstruir diálogos insinceros en medio de un sinfín de notas forzadas. De ese talante mayor son Patricio Wood, Héctor Noas, Luis Alberto García (que tuvo que haber reinventado cada uno de sus parlamentos; o habría sido, y me remito a uno de sus bocadillos, “la cagástrofe”), y Enrique Molina, maestro de maestros, alquimista mayor de la frase y del verbo, privilegio y vanagloria de la actuación en Cuba. Más sobre lo convencional se proyectan Carlos Enrique Almirante y Laura Ramos (Tamara). De citar lo mejorcito, escojo a Patricio Wood (encarnando al profesor del pre). Ya había impresionado con su papel en Últimos días en La Habana (Fernando Pérez, 2016). El interrogatorio que sufre a manos de Mario Conde y su colega es una delicia: su control de la voz, su dicción perfecta y natural, el tono nervioso que sube, baja, acoplándose a la emoción que transpira su personaje. Nadie sino Wood pudo lucir mejor entre aquellas cuatro paredes grises. Pero otros lucieron bien mal, “Lázaro Serov”, por ejemplo.

Félix Viscarret ha incursionado en miniseries televisivas, cortometrajes, y Vientos de La Habana, (primer capítulo de la serie convertido en filme), constituye su segundo largometraje. Él mismo ha confesado su fascinación por la ciudad, en la que vio riqueza de posibilidades para desarrollar tales tramas detectivescas. Por otra parte denuncia claras pretensiones artísticas, verdadero interés por trascender el entretenimiento: por eso encontraremos alusiones a True detective (serie norteamericana estrenada por HBO en 2014), no en la oposición irrepetible entre los dos compañeros de pesquisas, fabulosamente interpretados por Matthew McConaughey y Woody Harrelson, sino en el interrogatorio al que es sometido Manuel, a raíz de una investigación abierta por el alto mando, que intentaba descubrir procedimientos irregulares o prácticas dudosas en el ejercicio profesional de los policías. Sin contar que coinciden también en las constantes alusiones al sabotaje de la investigación policial por parte de fuerzas superiores, probablemente corruptas.

Asimismo, hay apropiaciones de formas resolutivas del discurso fílmico empleadas por Lars von Trier, cuando para cerrar Dogville (2003) y Manderlay (2005), utiliza la canción de David Bowie Young American, mientras desfilan los créditos finales, mostrando una serie de fotos de sujetos y familias estadounidenses en paupérrimas condiciones de vida. Viscarret, en este caso, ilustra con fotos de niños que juegan en las calles, jóvenes, adolescentes que asisten a la escuela o que se toman un receso entre clase y clase. Mientras, la música, en principio asociada al casete que el grupo de amigos escucha en casa del Flaco, nos deleita con la pieza Rolling on the river interpretada por la banda de rock Creedence Clear Water Revival. En el tercer capítulo repite la fórmula, ahora presentando ciertas instantáneas del mundo de homosexuales y travestis, acompañadas de un bolero.

Aprovecho para destacar la excelente banda sonora, donde se manejó el sonido con todo detalle, y con un fuerte sentido de fidelidad acústica. La música –a cargo de Mikel Salas– ocupa un lugar discreto, incidental, de elegante sobriedad, y varía muy bien, en dependencia de la situación dramática que acompaña. A veces opta por un estilo jazzístico, ajustado a un tono melancólico de corte convencional. Otras, prefiere la grandilocuencia coral, en virtud de las imágenes épicas sacadas de archivos fílmicos, como sucede en los créditos iniciales del tercer capítulo. Por último, el tema musical, presente a partir de la segunda entrega, es sencillo, escuálido y conmovedor.

Réquiem

Las Cuatro Estaciones. Foto: Netflix.

Llegué al Padura escritor a través de La novela de mi vida y de El hombre que amaba a los perros; dos obras de inestimable valor en su prolijidad histórica. Esa arista la disfruté a plenitud, no así la parte en que se conectan con el presente. Pero aquello bastó para que, acompañada de un comportamiento de lectora responsable frente al hecho literario, me obligara a llegar al final de Vientos de cuaresma. Y me di por satisfecha: puedo imaginarme los tres restantes, me dije.

Cuatro estaciones… no es el retrato de una generación decadente, sino la mirada decadente sobre una generación que, en parte, se desesperanzó, se obliteró, se sentó a esperar un milagro, o colgó los guantes. Treinte años después del triunfo de la Revolución, mucha gente se entregó al “triunfo” del Periodo Especial, nuestra Edad Media. Pero igual que en aquel periodo “oscuro” de la humanidad occidental, hubo un pensamiento subterráneo, una corriente de poder y de querer, un reacomodo de expectativas y proyectos, sin los cuales cualquier renacimiento sería imposible.

Acercarse a un retrato de aquel periodo de estancamiento y cambio de valores de toda índole y en todas las esferas, no sería lo esperado en un serial de cuatro capítulos, con un enfoque restringido a cierto ámbito de la criminalidad. Hay muchas versiones del Periodo especial en Cuba, como es lógico. Fernando Pérez en Madagascar (1994), dio la suya; magnífica, pero igualmente parcial, a pesar de su grandeza metafórica, donde cupieron los come-coles, los bicicleteros y hasta los diez negritos. Sin embargo, en el imaginario ofrecido por Félix Viscarret, hay un acento extraño, como en las poses y las alocuciones de la actriz colombiana Juana Acosta al interpretar a una ingeniera cubana.

En conclusión, es la falta de fluidez y armonía histriónica del personaje de Mario Conde lo que más me incomoda. No le creo casi nunca. Sé lo que va a decir, y me restalla en los oídos lo mal que lo dice, que lo “lee”. Un detective puede ser tan feo, tan vulgarote o tan plebeyo como el espadachín Shintaru Katsu o el mafioso Takeshi Kitano. Pero cuando sale tiene que levantar al auditorio en peso. En lo personal, me confunde la amargura en Mario Conde, demasiada para mi gusto, tomando en cuenta incluso, el momento histórico que refleja. Lo siento, no me gusta la desesperanza, a menos que venga de la pujanza insuperable, diabólica, fantástica y cósmica de Lars von Trier. Artista sin límites que todo lo que crea lo contamina de eufórica belleza.

En las postrimerías del cuarto episodio, al Conde le sobreviene una epifanía detectivesca mientras inicia una acometida erótica con Tamara. La abandona (¡pobre Tamara!) en medio del espectacular calentón y corre a resolver su último caso antes de recibir su baja como policía. Las estaciones terminan con la llegada de un huracán que preside el final apocalíptico y redentor; valga exaltar este colofón apropiado y hermoso. Por su parte, al final de la primera temporada de El Joven Papa, Pío XIII regala a la multitud concentrada en la Piazza San Pietro, su homilía sobre el poder divino de una sonrisa. Final conciliador y profético. Un tanto cursi. La diferencia es que ya no habrá otra oportunidad para el Conde, mientras al joven Papa le quedan mucho más que cuatro estaciones.

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