Dios salve a Norteamérica

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8 min readJul 3, 2017
Imagen: wildhunts.org

“In God we trust”

(Frase acuñada en el billete de un dólar)

Por: Darío Alejandro Alemán

Cuando Neil Gaiman cruzó el Atlántico llevaba en su morral dos de las cosas que más pueden enorgullecer a un inglés: el rock y Shakespeare. Se fue de su Inglaterra natal a finales de la década de los 80 para seguirle los pasos a un coterráneo excéntrico y anarquista con un genio indiscutible para contar historias llamado Alan Moore. Con la facha de un rocanrolero y la imaginación preñada de sueños de noches de verano, Gaiman comenzó a trabajar para DC Comics como guionista y a hacerse de un nombre dentro de la industria de lo que algunos (y me incluyo) catalogan como el “noveno arte”.

De sus primeras obras surgió el universo de Sandman, el cual se extendería a lo largo de una exitosa serie de números que fueron alabados tanto por la crítica como por los lectores. La saga de Morfeo y sus seis hermanos eternos innovó la manera de hacer cómics y puso el listón muy alto para los historietistas del momento, incluyendo al mismo Gaiman, quien no ha podido superar todavía el impresionante inicio de su carrera.

A pesar de venir de una cultura de reinas y caballeros, donde el té se toma justo cuando el Big Ben apunta a las 3 de la tarde, Gaiman se adaptó sin problemas a la vida rápida e informal de los Estados Unidos. Tanto así que su obra comenzó a girar en torno al espíritu norteamericano, sus leyendas, sus ritos y sus miedos. Desde la mirada particular con la que todo hombre aprecia la tierra extraña que lo acoge, revolucionó el género fantástico que se consumía en Norteamérica.

Sus trabajos fueron, desde el inicio, una simbiosis perfecta y apasionante entre lo clásico y lo posmoderno, donde los personajes shakesperianos se juntaban con los ángeles y los demonios de la teología apócrifa de John Milton para tomar forma en la incredulidad de los tiempos actuales. Para Gaiman, la realidad es desafiada por la imaginación mientras la fe mueve los hilos de la mundana cotidianidad. Lo veraz nunca aparece en sus obras en estado puro, sino bajo una mezcla homogénea e indivisible con lo ficticio.

Con la fama que le precedía por guiones como The Sandman, en el 2001 publicó su novela American Gods, la cual no tardó en ganarse el sellito dorado de “best-seller” y obtener unos cuantos premios. A pesar de que el libro no logra superar la historia de Morfeo, sí resume la tesis de la obra “gaimaniana” e introduce a personajes que, de una u otra forma, ya habían aparecido en trabajos anteriores. Dieciséis años después, American Gods vuelve bajo el formato de una serie televisiva para ingresar en la larga lista de obras literarias que hoy se dividen más en episodios que en capítulos.

Doce episodios bien manejados bastaban para adaptar American Gods a la televisión, no obstante, Michael Green y Bryan Fuller decidieron hacer una primera temporada con la promesa de una segunda y, quién sabe, una tercera. Estirar tanto una trama bien estructurada y definida de antemano es una estrategia clásica comercial válida si no echa a perder la historia; pero resulta que el mismo Gaiman dio su aprobación para este ejercicio de elasticidad narrativa y el resultado valió la pena.

A los que han leído el libro les agradará saber que, si bien las subtramas han sido alteradas, la esencia de la obra no. De hecho, muchos de los personajes que aparecían efímeramente en las páginas de la novela han salido fortalecidos a lo largo esta primera temporada. Todo ello ha sido una muy buena jugada por parte de los directores (y de Neil Gaiman) ya que los retoques dados al argumento en la serie actualizaron en cierta medida la obra, por ejemplo, la introducción de las redes sociales y el desarrollo vertiginoso de la telefonía móvil, dos cosas no tan de moda en el 2001.

Hablar de las actuaciones sería hacer catarsis sobre rostros inexpresivos, excesos de histrionismo, mal casting e interpretaciones nada destacables. Solo valdría la pena mencionar el maravilloso papel de Ian McShane en la piel de Mr. Wednesday/Odín, pero ello tampoco merece tanto reconocimiento si tenemos en cuenta que Mr. Wednesday es el personaje estrella de American Gods y que McShane tiene todo un doctorado en villanía, avalado por representaciones como la del obispo Waleran, Al Swearengen, Barba Negra, Tai Lung… Un psicótico malvado con sentido del humor garantizará siempre más audiencia que la inocencia torpe de un héroe.

Puede que American Gods resulte ofensiva para algunos, y es que la serie se tomó la libertad de darle un poco de protagonismo al personaje de Jesús, quien en el libro es vagamente mencionado en un comentario. No obstante, en la edición especial por el décimo aniversario de la novela, Gaiman acepta que siempre quiso incluir al nazareno en la trama de manera directa. En uno de los episodios de la serie, vemos que no existe un Jesús, sino decenas y decenas de ellos. Vemos a un Cristo asiático, uno latino (cruzando la frontera de México a los Estados Unidos), uno infante, otro rubio, etc. La serie vuelve a tocar un tema que ya se había mencionado en The Sandman: la fe es una cuestión personal más que de masas. Dios está hecho a nuestra imagen y semejanza, no al revés.

Que haya sido la cadena Starz quien apostó por adaptar la novela de Gaiman trae consigo no pocas consecuencias. Tenemos, por ejemplo, una escenografía y unos efectos visuales construidos a la manera de 300 –con tonos oscuros y pieles brillosas como si se utilizasen filtros de Instagram–, algo que ya se había sobreexplotado en Spartacus. Debemos sumarle a ello la indiscutible fórmula de éxito de Starz, la cual algunos consideran “su estilo”: sangre y sexo.

Si bien American Gods (en su formato original) maneja un contenido bastante subido de tono para menores de 13 años, Starz lo hiperboliza a niveles insuperables. Las hemorragias sobredimensionadas, las muertes violentas y el sexo explícito ocupan en la serie una sobrada cantidad de minutos. Pero la televisión se trata de vender, así que bienvenidas sean las orgías y los desmembramientos. Siempre hay quien lo agradece.

Al bajar de la montaña, Zaratustra se dedicó a pregonar por la tierra que “Dios ha muerto”. Tras el profeta, un desquiciado bigotudo firmaba el acta de defunción con el nombre de Friedrich Nietzsche. La muerte de Dios era, en realidad, el fin de la superstición y de la adoración, el inicio de la real independencia del hombre. Al menos para el genial filósofo teutón.

Pero Nietzsche no fue el primero. Ya algunos se habían planteado la idea de tomar los cielos por asalto y otros afirmaban que Dios (entendido como la religión en general) era una psicosis de masas. Como sea, todos se equivocaron. La impiedad de la era posmoderna resultó ser una farsa al derribar los santuarios celestiales para levantarle un panteón al consumismo y a lo material. El hombre actual rinde culto a lo que Neil Gaiman cataloga en American Gods como dioses modernos.

Los dioses modernos no vienen a la tierra a engendrar guerreros legendarios, más bien riegan la semilla de la idiotez por todas partes. No pretenden que les ofrezcamos cabras ni palomas por sacrificio, tan solo piden nuestro tiempo. Estas deidades electrónicas no necesitan templos en Jerusalén o en la colina Capitolina porque tienen un altar en cada hogar y en cada bolsillo. A ellos nos encomendamos hoy para que nos faciliten la vida, y les rogamos que no se queden sin cobertura, que tengan buena conectividad y transmitan nuestros reality shows favoritos. Es completamente entendible que los viejos dioses –hechos de fe, esperanza y temor– estén enojados.

Todo esto es American Gods, una lucha entre lo viejo y lo nuevo que toma forma en las deidades de múltiples religiones y en los dioses modernos. En medio del conflicto está Shadow Moon, un hombre común que termina por entender la tesis que constantemente plantea el libro: las ideas son poderosas y todo cuanto creemos cierto, de alguna forma, lo es. La historia de los dioses es la perspectiva supraterrenal de la historia del hombre. Cada creencia, cada rito, es una manera de explicarnos a nosotros mismos qué somos, aunque algunos solo han querido ver en ello una justificación a lo que no entendemos del mundo que nos rodea.

Gaiman ubica su novela pagana en los Estados Unidos a través de viajes en carreteras porque, como él dice, “las carreteras son los lugares más sagrados de Norteamérica”. La elección del escenario no pudo ser otra.

Todos los pueblos, de una u otra manera, se creen “el pueblo elegido” aunque algunos excedan un poco su chovinismo. Para alcanzar este nivel narcisista de masas es necesario fundamentarlo en un absoluto, casi siempre Dios.

Pensémoslo por un instante, no hay nación como los Estados Unidos que hayan bebido más de la cultura de los millones de emigrantes que han arribado a sus tierras. Totalmente multiétnico, nutre sus raíces del indio, el inglés, el irlandés, el italiano, el latino…, y se dibuja a sí mismo como un paraíso terrenal donde todos pueden alcanzar el famoso “sueño americano”. Norteamérica es la versión moderna de Shangri-La, El Dorado y la Atlantis, solo que real. Pero en sus adentros, preñado de cristiandad y paganismo, también convive como en ningún otro lugar el culto a los dioses modernos. Solo un país politeísta, donde una iglesia puede estar en medio de Silicon Valley sin comenzar una cruzada, puede inspirar el derroche de fantasías de Neil Gaiman.

American Gods es, en resumen, una herejía novelada. Su encantadora apostasía parece decir que cuando Dios creó los Estados Unidos, y vio que era bueno, decidió quedarse ahí para abrirse una cuenta en Facebook mientras disfrutaba de un Starbuks.

Curiosidades:

  • Además de American Gods, otras novelas de Gaiman han sido adaptadas audiovisualmente. Por ejemplo, Stardust (en el 2007) y Coraline (en el 2009).
  • Inicialmente la novela se iba a llamar Magic America por la canción del grupo de rock británico Blur. Después iba a titularse King of America, por el álbum homónimo de Elvis Costello. Finalmente no le convencieron ninguno de estos nombres.
  • Al igual que los nombres de días de la semana en español se deben a los dioses latinos, en inglés se deben a los dioses nórdicos. Por ejemplo, Wednesday a Odín (Woden u Óðinn), Thursday a Thor y Friday a Frigg.
  • No existe ninguna prueba de que Cristo naciera el 25 de diciembre. De hecho, fue el papa Julio I quien, 300 años después de la muerte de Jesús, proclamó que este día iniciaba la Navidad. Coincidentemente, esta fecha era festiva para muchas religiones paganas porque marcaba el solsticio de invierno.

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