Enemigos en la red

Cachivache
Cachivache Media
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8 min readAug 30, 2017
Ilustración: Mayo Bous / Cachivache Media.

Por Yadira Álvarez Betancourt

Facebook, Twitter, Whatsap, Instagram, Snapchat, Tinder y otros sitios y aplicaciones han incrementado el acceso de todo el mundo a información privada de todo el mundo, a pesar de los filtros, los controles de seguridad y el sentido común. Un acceso temerario y fluido tiene múltiples ventajas, pero con ellas vienen responsabilidades y consecuencias: ingresar a internet o a la telefonía móvil convierten al usuario en blanco de diferentes formas de localización, registro de información y recepción de todo tipo de mensajes y contenidos.

A la pérdida de privilegios financieros, la paralización de instituciones y la eliminación o difusión no autorizada de datos, se une el acoso cibernético como una de esas consecuencias indeseadas que tiene mayor impacto en la población de a pie. El correo electrónico, las aplicaciones móviles y las redes sociales constituyen un factor sustancial en el aumento de los hechos de acoso en el mundo de hoy. No significa esto que el factor tecnológico en sí haya incrementado el fenómeno, sino que es una de las herramientas más “seguras” y expeditas para acosar libremente al garantizar el acceso, anonimato e impunidad del acosador.

El ciberacoso (derivado del término en inglés cyberbullying) también denominado acoso virtual o acoso cibernético, es el uso de medios de comunicación digitales para acosar a una persona o grupo de personas mediante el insulto en red, la atención permanente e indeseada hacia el usuario o grupo acosado, la divulgación de información falsa o privada y los ataques públicos al prestigio personal o la integridad profesional o moral. Puede constituir un espacio de salida a tendencias discriminatorias (homofobia, racismo, xenofobia, sectarismo, machismo o moralismo exacerbados etc), a celos y obsesiones profesionales o personales, y una vía para coaccionar o manipular a un usuario vulnerable.

Al tratarse esta de una forma de acoso indirecto y no presencial, el agresor no tiene contacto con la víctima, no percibe en toda su extensión el alcance psicológico y el desgaste emocional que induce con el acto de acosar, de modo que la despersonalización del “otro” y el hecho de no reconocerse como victimario de una persona real le permite distanciarse de las consecuencias socioemocionales del acto. Él no está atacandoa un ser humano, sino a un avatar, a una metáfora de persona. Por ello puede autojustificarse y no tener una conciencia crítica del daño que provoca. El ciberacosador se siente en una posición de poder desde el anonimato percibido mientras está en línea, lo cual puede hacerle llegar a creer que sus actos no tendrán ninguna repercusión sobre su persona.

En casos que rebasan el enfrentamiento anónimo y ejecutan el ciberacoso como acción colateral en una estrategia de acorralamiento físico, todo se agrava con el factor del público como cómplice y espectador. Este es capaz de llevar un acto de acoso de carácter personal a espectáculo de telerrealidad, mucho más peligroso y violento en tanto genera esa atmósfera de linchamiento virtual que podría proyectarse a la realidad en el momento en que algunas partes empiecen a ejecutar acciones concretas sugeridas en la red.

Existen diferentes tipos de ciberacoso, este puede englobar por su alcance y métodos a varios tipos de acoso conocidos como grooming, mobbing y acoso sexual. A veces se acompaña de otras formas de acoso offline, pero especialistas y víctimas por igual concuerdan en que las consecuencias derivadas de esta forma de agresión afectan tanto la vida en la red como fuera de ella. Las víctimas del ciberacoso, como las de acoso offline, sufren problemas de ansiedad, depresión, ira, impotencia, distintos tipos de neurosis, pérdida de confianza en sí mismos y aislamiento social o abandono de sus actividades habituales. En algunos casos extremos se puede llegar al suicidio o a la violencia física defensiva.

Las víctimas pueden ser de cualquier edad, sexo, orientación sexual, profesión, etnia, credo religioso o país. Una tendencia revictimizadora entre las autoridades cuando se acude a buscar ayuda es la de culpabilizar a las personas por no controlar su información privada o por provocar de algún modo al acosador. La razón para el acoso no debe analizarse como una responsabilidad de la víctima, ya que las personas solo ejercen socialmente el papel que le dictan sus preferencias, carácter y creencias, y a veces sin un dominio adecuado de los recursos para mantenerse a salvo. Estas no son razones plausibles para ser atacado y que se vulneren los derechos a la integridad física y mental: la usual respuesta de “tú te lo buscaste” no se ajusta a esta realidad.

Una de las franjas poblacionales más vulnerables es la de los niños, niñas y adolescentes, todos aún en proceso de desarrollo socioemocional. Debido a ello no se encuentran preparados psicológicamente para enfrentar con éxito un asedio. Si a ese factor se une que su carácter de nativos digitales los convierte por definición en pobladores activos del ciberuniverso, entonces no es descabellado afirmar que constituyen población meta de acoso cibernético por pares o por adultos, y que entre ellos es factible encontrar víctimas, agresores o espectadores, a menudo los tres roles a la vez.

El ciberbullying, en dependencia de la experticia en el tema y de la flexibilidad de jurados, jueces y fiscales, puede ser probado y es objeto de condena por algunos estados. Pero al ser un delito vinculado con otras formas delictivas (delito informático, espionaje, manejo malicioso de la información privada y/o corporativa) puede recibir penas leves o incluso quedar excluido de las consideraciones penales al centrarse las condenas en el delito más grave y legalmente mejor identificado.

A menos que el acosador haya incurrido en violencia física indudable contra el acosado o contra sus allegados, haya destruido propiedad privada o cometido delitos sexuales contra menores, el acto de acoso en sí, si no es insultante, repetitivo o vejatorio de forma indudable y probada, puede que no sea tipificado como delito. La subjetividad de los que condenan y controlan juega un papel determinante en calificarlo o no como acoso. En resumen: el acosador en red común, el aparentemente menos agresivo, suele quedar impune, lo que podría provocar reincidencia, cuando no un efecto de escalada en la gravedad de sus embestidas.

En Cuba con la introducción del internet, ahora con un mayor alcance relativo para la población, se eleva el riesgo de sufrir ciberacoso. Si a él unimos la alta disponibilidad de aplicaciones móviles que promueven el flujo de informaciónde dispositivo a dispositivo y la mensajería instantánea, y si incluimos la puesta en órbita de redes subterráneas como SNet y otras, estamos ante un panorama preocupante en términos de proyección futura.

No existe una conciencia social o individual de riesgo en el uso de las nuevas opciones tecnológicas. Nuestra población, exceptuando los casos de personas que ya poseen una cultura informática y recursos para mantener a salvo su información personal y de trabajo, suele manejar de forma poco cauta sus dispositivos y perfiles, y compartir descuidadamente opiniones, mensajes, datos y archivos.

Muestra de esto han sido las no pocas distribuciones masivas de carpetas con fotografías y videos sexualmente explícitos, cuyos protagonistas nunca tuvieron la intención de convertirse en los sex-symbols del momento en las PCs de todo el mundo. Más de una catástrofe personal y/o profesional se ha derivado de estos “accidentes”. Pero no hay a quien culpar o cómo procesar a los esquivos culpables cuando se detectan: no se tuvo cuidado, falló el sentido común y el regalo para el novio o la novia (o el amante del momento) como gratificación adicional en el sexting regresó convertido en problema por un diabólico efecto bumerang.

Particularmente en el caso de los adolescentes y jóvenes, la práctica del sexting ha sido la puerta a la difusión de este tipo de imágenes y al acoso en línea y en la vida offline por exparejas, compañeros de estudio o de trabajo y desconocidos. Esta ha sido señalada como una actividad que puede exponer a los menores de edad al grooming y al ciberacoso como medios de presión y ridiculización. A lo largo de la historia de los sistemas de comunicación, siempre se han intercambiado mensajes con contenido sexual. No obstante el hecho de que los nuevos recursos permitan la comunicación mediante imágenes y vídeos, intrínsecamente más explícitos y con mayor impacto, implica que ese material puede ser difundido de forma muy fácil y amplia, de manera que el remitente inicial pierde el control sobre la difusión de dichos contenidos. Este es un efecto colateral del uso incauto de la tecnología, de la falta de educación informática y de métodos legales y tecnológicos de control de información.

Asimismo se manejan públicamente informaciones privadas de otra naturaleza, archivos como fotos personales y familiares, productos de trabajo y creación, direcciones, ubicaciones en tiempo real, correos y números telefónicos que deberían estar bajo siete llaves y ofrecerse estrictamente a personas confiables. Sin embargo corren por la red y son material para el uso potencial de acosadores, quienes tienen la posibilidad de acceder a informaciones vitales para perturbar y asustar con argumento.

A la problemática real de la falta de educación en la selección de destinatarios y contenidos, control informático y seguridad, se une la aún insuficiente legislación sobre la información privada y profesional. En el código de nuestro país no se contemplan figuras penales concretas sobre el control informático y de las redes efímeras de los dispositivos móviles, a lo sumo regulaciones locales y resoluciones como la Resolución 127/2007 que norman específicamente el tráfico y la mensajería en las redes institucionales. Estas regulaciones se centran más bien en penar la práctica del spaming y, en cierta medida, el espionaje y el fraude cibernéticos. El ciberacoso no está siquiera lejos de entrar en estas resoluciones. Es ubicuo, difícil de probar y subjetivo y, por si fuera poco, no existe como figura penal. ¿Qué hacer? La respuesta no es otra que educar y legislar en el tema.

Educar en el uso de la tecnología y en el control de la información. Formar usuarios y moderadores con mejores criterios acerca de qué compartir y con quién, y cómo moderar la participación y el acceso. Promover una cultura de la empatía y el derecho, siempre necesaria en la vida offline pero urgente en entornos online donde es tan fácil perder la perspectiva de la existencia de “otros” ante la ausencia física de las demás personas. Potenciar los mecanismos de seguridad existentes y crear otros. Legislar el uso de la tecnología y especificar leyes concretas, sanciones y figuras penales para los usos malintencionados de informaciones privadas, profesionales y corporativas. Todo ello sin caer en pánico, censuras ni cacerías de brujas.

El milenial y los que le siguen en la secuencia generacional han de convertirse no solo en consumidores, difusores, críticos y productores de información, sino en activistas de esta educación a partir de su propio movimiento en las redes y de la exigencia que hagan a las autoridades pertinentes sobre la seguridad que requiere en ese, su entorno natural y campo de trabajo.

Si han quedado suficientemente asustados, ese era el objetivo. La oportunidad para el ensayo piloto y para calibrarlo todo es ahora: el momento en que todavía un porciento sustancial de la población permanece offline. Cuando al fin los cubanos podamos convertirnos en usuarios con derechos menos limitados de tráfico en internet y otras redes (mañana, el mes que viene, el año que viene o dentro de diez años) se acordarán de esto que leyeron hoy.

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