Flores

Fernando Medina Fernández
Cachivache Media
Published in
4 min readAug 10, 2016

José Francisco Frómeta vive entre flores. La casa donde tiene establecido su negocio es un extraño jardín que combina belleza, destrucción y calma; y así lo ha sido durante años.

“Ha llovido tanto desde que comencé en esto… creo fue en el cambio de un siglo a otro”, me dice mientras prepara uno de los ramos encargado por uno de sus clientes.

José Francisco Frómeta recibe un cargamento de flores de mano de un intermediario.

Su licencia para ejercer como trabajador por cuenta propia tiene estampado: Fabricante. Vendedor. Coronas y Flores. Una definición demasiado vaga para describir su día a día y el de los cinco hombres a los que dirige en Centro Habana, en la casa marcada con el número 203.

En la primera imagen y de izquierda a derecha aparecen José Francisco Frómeta, Alien Ortega y Rudy Despaine. En la segunda imagen aparece Ransés Ramos.

A José Francisco Frómeta todos lo conocen por Frank. Natural de Guanabacoa, ha pasado la mayor parte de su vida en este negocio. Primero como vendedor ambulante y luego gestionando la florería más famosa de La Habana, como la califica uno de sus empleados.

Desde muy temprano en la mañana Frank y sus compañeros comienzan una faena que se extiende durante toda la semana, sin ningún día de descanso. Retiran la espinas de las rosas, recortan las azucenas, almacenan agua, preparan y diseñan los encargos, un ciclo interminable en donde todos tienen bien clara su parte.

Guillermo Izquierdo durante un día de trabajo.

En la florería unos trabajan dentro y otros fuera, todos con rutinas bien definidas: Frank y Ramsés decoran, Guillermo y Jorge cortan las flores, organizan y venden. En la calle, con bicicletas, Alien y Rudy también venden.

Girasoles, azucenas, nardos, mariposas, alpineas, elicornias, espadines y margaritas se combinan con arecas y hojas de malanga. El resultado son ramos para ofrecer a Oshún, Obatalá o Yemayá –deidades de la religión afrocubana –, de acuerdo al color correspondiente a cada santo.

Las flores entran y salen de la casa a cualquier hora. Llegan desde las fincas aledañas a la ciudad de la mano de intermediarios y en diferentes medios de transporte. Normalmente entre dos y tres veces por semana Frank recibe nuevos cargamentos.

Todo está lleno de contrastes, pero hay uno muy evidente: el color natural de las flores con el deterioro del inmueble, ambos de una belleza inexplicable.

Las flores inundan todas las habitaciones de la casa. Sus olores se respiran en cada rincón, se mezclan con lo antiguo, con lo cotidiano. Son un sustento, un modo de vida.

Frank tiene amigos como Rudy Despaine, con quien ha trabajado por más de 18 años. Graduado en Ingeniería Naval, Rudy ejerció como jefe de máquina en una lancha cohetera en algún momento de su vida.

Rudy Despaine ha trabajado por más de una década junto a Frank.

En la casa número 203 hay muchos pomos y cubos para almacenar agua, tijeras, periódicos para envolver las flores vendidas y muchas personas entrando, comprando y saliendo.

Si el inmueble está en mal estado es porque no es propiedad de Frank. Un amigo se lo prestó, por eso no la ha reparado, aunque lo ha pensado muchas veces.

“¿Repararla? Si hay chance se hará y si se cae el techo, seguiremos a la interperie”, sonríe Frank mientras sigue trabajando con sus flores.

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