La última nevada del Eternauta

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Cachivache Media
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9 min readNov 14, 2016
El Eternauta. Foto: Fernando Medina / Cachivache Media.

Por: Rafael Grillo

Nunca me interesaron los superhombres

ni los héroes invencibles y todopoderosos.

Con ellos sólo pueden construirse malas historietas.

Prefiero los hombres comunes,

viviendo historias que quizá pueden ocurrirle al lector.

Héctor Germán Oesterheld

En la noche del 9 de julio de 2007, los porteños contemplaron asombrados la caída de nieve que pintaba de blanco su Buenos Aires querido. Algo así no ocurría en la capital argentina, según los datos de la realidad, desde el lejano 1918. Tres días después de la insólita nevada, la ciudad acogió la apertura de la muestra 50/30: 50 años con El Eternauta, 30 años sin Oesterheld.

Entre ambos sucesos, dispares en apariencia, hay, sin embargo, una conexión sublime, casi mágica. Puesto que, de darle crédito a los registros de la ficción, la última ocurrencia del fenómeno tuvo lugar justo cincuenta años antes, sólo que sobre una ciudad recreada por los trazos del dibujante Federico Solano López, y empujada por el desplante imaginativo del guionista Héctor German Oesterheld, en la historieta aparecida en la revista Hora Cero Semanal, víctima de la nevada de origen alienígena, asesina de sus habitantes y preludio de la invasión de los “Ellos”.

Más allá de la rareza meteorológica y la celebración del nacimiento de un hito mayúsculo del cómic argentino, esas fechas de 2007 serían evocación de una historia traumática. Así como su personaje Juan Salvo –hombre de familia y ser común, no superhéroe– enfrentó a los extraterrestres, Oesterheld plantó cara a las botas militares que se adueñaron del país.

Desde la clandestinidad, como militante montonero, tuvo que escribir los guiones de la segunda parte del Eternauta (salida en 1976), que ya le brotara con más sabor a manifiesto político que de ciencia ficción. Capturado en abril de 1977, Héctor Germán sufrió torturas y el turbio destino del “desaparecido”. Con los suyos se ensañó descomunalmente la tragedia: sus cuatro hijas fueron también ultimadas por la dictadura.

No sería Oesterheld el único de los intelectuales de valía condenado a suerte semejante en esa época tan nefasta para el país austral. Hay que agregar a Rodolfo Walsh, autor de Operación Masacre –la primera versión de ese magno reportaje sale en 1957, coincidiendo con El Eternauta–; Francisco Urondo, el poeta de Adolescer; y Haroldo Conti, el novelista de Mascaró, el cazador americano.

Acerca de todos ellos estaba escribiendo alguien en La Habana, durante ese propio año de 2007. Uno que recomponía la trama de sus vidas y sus muertes con las armas del periodismo literario. Alguien que es la misma persona que ahora se saca estas líneas y que, mientras nevaba en Buenos Aires, investigaba y redactaba, con tangos fatídicos y milonga sentimental como música de fondo inevitable, sobre Walsh, Urondo, Conti… Uno que a Oesterheld iba a dedicar la cuarta y última de sus crónicas.

Pero Manuel Rivas se le adelantó, con “El desaparecido HGO (una historia argentina)”, y le paralizó el impulso. Porque en la exquisita pieza periodística publicada en El País, el escritor gallego resumía lo que tocaba decir: “Cambió el perfil del héroe. El Eternauta, su principal creación, una estremecedora ficción premonitoria, atraviesa las fronteras políticas y de los géneros literarios y se erige en un clásico para mayor número de lectores cada día. Una obra homérica del cómic que interpela al género humano”.

Pero ¿no será desmesurado tanto elogio cuando El Eternauta, en principio, es simplemente una trama de ciencia ficción, asunto bastante trillado entre los confines de la historieta?

Pues incluso juzgada desde ese único ángulo sobresaldría como obra exquisita, por la soltura narrativa con que se entremezclan varios de los temas “clásicos”. Hay viajes en el tiempo y hay, también, la amenaza injerencista de una raza de superior desarrollo. Alrededor de este conflicto se despliegan ingeniosos artificios de exterminio (nieve venenosa, armas lanzarrayos, soldados artificiales operados a distancia con aspecto insectoide –llamados aquí “cascarudos”–, el uso de la manipulación mental y la conversión física de hombres en robots, extraterrestres de engañosa apariencia humana…). Todo ello dentro de un arquetípico escenario post-apocalíptico en el que se manifiesta la voluntad de supervivencia y el enfrentamiento al enemigo de un reducido grupo humano.

Tal disposición de las piezas argumentales favorece el tributo de otros géneros ficcionales como el de aventuras, en la cuerda de “los Robinsones” –toda vez que la historia se centra en el núcleo conformado por el personaje Juan Salvo, su mujer e hija, y sus amigos, interactuando en un ambiente hostil– y el melodrama de ambiente familiar; junto al drama bélico, matizado con el toque entrañable de “color local” que aporta la utilización del emblemático estadio Monumental, cancha del club de fútbol River Plate, como teatro de operaciones para la crucial batalla entre el precario ejército local y su rival todopoderoso.

Más loable aún es que Oesterheld se atreva a lo que, en su momento, era innovación en la técnica narrativa, por el empleo del recurso metaficticio de exponer cara y pellejo propio en el lugar de un personaje. Si bien en la primera parte no trasgredirá todavía la vieja norma de brindarse el autor escasamente para un papel de receptor o escucha pasiva de un relato ajeno, cuyas peripecias después trascriba; ya en El Eternauta II dará el paso adelante, cuando haga que su alter ego camine y sufra al lado de Salvo dentro de las viñetas de la ficción recreada.

Existen, al igual que Manuel Rivas, muchas personas que especulan acerca de otro valor añadido de El Eternauta. “¿Qué hacer? ¿Qué hacer para evitar tanto horror?”: es pregunta desgarradora escuchada al interior de una de las páginas escritas en 1957. Una pregunta con ribetes de augurio, a la que Oesterheld brindó respuesta con el ofrecimiento de su misma vida. Había nacido el 23 de julio de 1919; pero la fecha y circunstancias de su muerte –ya se ha dicho– permanecen en la oscuridad. Sólo “Ellos” saben.

Foto: Fernando Medina / Cachivache Media.

La historieta es mala cuando se la hace mal. Negarla en conjunto, condenarla en globo, es tan irracional como negar el cine en conjunto porque hay películas malas. O condenar la literatura porque hay libros malos (Oesterheld).

El apunte de que Argentina festeje su Día de la Historieta el 4 de septiembre, por ser la fecha de arrancada de Hora Cero, revista fundada por HGO; y que a este autor lo consideren una suerte de inventor del oficio de guionista de cómic, no darían idea cabal sobre la importancia de Oesterheld en el ámbito de esta manifestación creativa a nivel mundial, sin antes registrar el papel jugado por ese país como pionero en toda América Latina y una de las tradiciones más consolidadas e influyentes, casi a la par de las anglosajona, franco-belga y japonesa, que suelen ser las más reconocidas.

Anótese que los orígenes de la historieta argentina se remontan a los finales del siglo XIX en la revista Caras y Caretas, y que hacia las primeras décadas del XX tendría a ilustres precursores: Arturo Lanteri, Dante Quiterno, González Fossat, Lino Palacio, José Luis Salinas… Vivió entre los años cuarenta-sesenta su período autóctono de furor de las revistas especializadas, con Patoruzito, Intervalo, Misterix, Rico Tipo, y las Frontera y Hora Cero creadas por Oesterheld. Sedujo en los cincuenta a artistas del extranjero, como los italianos Dino Battaglia y Hugo Pratt (famoso creador del personaje Corto Maltés), que vinieron a Buenos Aires para trabajar en alianza con los locales. Produjo obras significativas en los más variados subgéneros: cómico (Quino y su Mafalda, Roberto Fontanarrosa y su Inodoro Pereyra), fantástico (Las puertitas del señor López, de Carlos Trillo –guion– y Horacio Altuna –dibujo–), ciencia ficción (El Eternauta), histórico (La vida del Che Guevara, del tándem Oesterheld-Alberto Breccia)…

Anótese que fue Argentina, en octubre de 1968, la sede de la Primera Bienal Mundial de la Historieta, que atrajo participación de todas las grandes potencias (Estados Unidos, Japón, Francia, Italia, España). A pesar de las horas bajas llegadas con los setenta, todavía nacería la revista Skorpio (1974–1996), donde el escritor Guillermo Saccomano comenzó un balance crítico sobre el comic nacional, y en la que se publicó una tercera parte del Eternauta, (en 1981, ya sin HGO, una reinvención a cuenta del dúo Ongaro-Oswal).

Aunque terminara exportando varias figuras al mercado internacional –es el caso de José Muñoz-Carlos Sampayo, creadores de Alack Sinner, prestigioso título en la corriente hard-boiled, y de Enrique Risso, reconocido por sus dibujos acompañantes del guionista Brian Azzarello en 100 Balas, para la línea Vértigo de DC Comics–, con el fin de la dictadura habría un despertar, protagonizado por el lanzamiento de Fierro bajo la dirección de Juan Sasturain, ganadora en 1985 del premio a la mejor revista de historietas en el 5º Salón del Cómic de Barcelona, y en donde germinaron herederos como el dibujante Max Cachimba y el guionista Pablo de Santis.

Pero en el centro de esa lustrosa cronología del noveno arte en la tierra del tango, refulge Oesterheld. Y no sólo por El Eternauta, cuya popularidad ha opacado al resto de su copiosa producción como guionista. Además, ideó las historias del Oeste protagonizadas por el Sargento Kirk y las del corresponsal de guerra Ernie Pike, ambas dibujadas por el italiano Pratt. Con la complicidad de Breccia, en Sherlock Time entrecruzó el homenaje a dos de sus escritores favoritos: Julio Verne y Conan Doyle. Y como el aplicado discípulo del novelista inglés Herbert G. Wells que ya se revelaba en su obra cumbre, retomó el asunto de los viajes en el tiempo en Mort Cinder (otro “clásico”, y de nuevo al lado de Breccia) y el de las invasiones extraterrestres en La Guerra de los Antartes, pieza con la resonancia antiimperialista que solía imprimir a sus creaciones.

Treinta años haciendo guiones para cerca de 150 series de historietas, en las que fue escoltado por medio centenar de dibujantes. Expresiones cuantitativas que adquieren su significado máximo al arroparlas con esa autoexigencia cualitativa de Oesterheld, claramente manifiesta en las frases de su credo personal: “La buena literatura es imperecedera y en ella están los grandes temas del hombre. En definitiva se trata, guardando las distancias, de reflejar en las aventuras de la historieta esos mismos temas”.

HGO escribía historietas porque renegaba de prejuicios elitistas y discriminaciones entre alta y baja cultura. Él quería llegar a la masa variopinta de los lectores de cómics; aunque hubiera podido, sin embargo, ceñirse la casaca mejor reputada del autor literario. Hasta se dice que el mismísimo Borges lo admiraba.

Y ese otro HGO, casi desconocido para el público de la actualidad, salió a la luz en 2014 tras la publicación del volumen Más allá de GELO. La antología preparada por el escritor Martin Hadis y el investigador Mariano Chinelli –curador del Archivo Histórico de Oesterheld y organizador de la mencionada muestra de 2007– reveló que la muerte del ocasional articulista de divulgación científica y con una inconclusa formación en Geología, frustró la culminación de un proyecto de libro donde iba a reunir los cuentos suyos más logrados, inéditos algunos y otros publicados en revistas de modo disperso.

Foto: Fernando Medina / Cachivache Media.

En ese puñado de relatos, sea los de mayor extensión (“Dos muertes”, “Paraíso”, “Paria espacial”…) o aquellos que llamaba “supercortos”, da Oesterheld rienda suelta al favoritismo por la ciencia ficción, desde su peculiar perspectiva, nada enfocada en el deslumbramiento por un futuro de alta tecnología, sino que, al decir de Chinelli, “la mayoría de sus obras apuntan al núcleo de nuestra humanidad: hablan del amor y del odio, de la vida y la muerte, de la esclavitud y la esperanza; en suma, de las virtudes y los defectos, y de las experiencias comunes a toda la especie humana”. Sirva este ejemplo para comprobar la destreza del maestro en el ámbito estrictamente narrativo.

CIENCIA

En algún lugar de los vastos arenales de Marte hay un cristal muy pequeño y muy extraño.

Si alzas el cristal y miras a través de él, verás el hueso detrás de tu ojo, y más adentro luces que se encienden y se apagan, luces enfermas que no consiguen arder, son tus pensamientos. Si oprimes entonces el cristal en el sentido del eje medio, tus pensamientos adquirirán claridad y justeza deslumbrantes, descubrirás de un golpe la clave del Universo lodo, sabrás por fin contestar hasta el último porqué.

En algún lugar de Marte se halla ese cristal.

Para encontrarlo hay que examinar grano por grano los inacabables arenales.

Sabemos, también, que, cuando lo encontremos y tratemos de recogerlo, el cristal se disgregará, sólo nos quedará un poco de polvo entre los dedos.

Sabemos todo eso, pero lo buscamos igual.

(Tomado de Más allá de GELO)

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