Los nuevos espejuelos de Yomil y el Dany

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Cachivache Media
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6 min readJan 13, 2017
Ilustración: Mayo Bous / Cachivache Media.

Por: Carlos Ávila Villamar

Partiendo de la feroz comercialización de la imagen de Che Guevara, símbolo de izquierda, Alejandro Rossi expuso hace años su teoría sobre la doma del símbolo. Cada cierto tiempo, gracias a un pacto entre la industria musical, textil, y cinematográfica, la moda se renueva a sí misma tomando prestados elementos que pertenecían a circuitos más estrechos. La imagen del Che, símbolo de izquierda, se expande a sectores que antes le eran privados, y con esto se despoja de su significación inmediata. Ya no solo la usan estudiantes insatisfechos, ahora también pertenece a músicos, a vendedores de artesanía, a muchachitas de clase alta que coquetean desde sus mansiones con todo aquello que le huela a gratuita rebeldía. Y al parecer no hay circuito social que se salve de la doma del símbolo. La ropa estrecha y colorida alguna vez perteneció a la comunidad gay, la joyería llena de motivos kitsch a los negros de Harlem, las barbas abundantes a los leñadores canadienses, y los espejuelos de pasta a los intelectuales.

Vale la pena mencionar que los símbolos domesticados rara vez son tomados al azar. Lo normal es que correspondan a circuitos de poder emergente, a circuitos que si bien no tienen un colosal número de afiliados, consiguen cada vez un mayor número de simpatizantes. Las guerrillas latinoamericanas, la comunidad gay, los negros de Harlem, y los radicales y retro leñadores canadienses, no aumentaban necesariamente en número cuando sus símbolos comenzaron a masificarse, pero su imagen, de una u otra forma, sí se correspondía a una época o a un sentir colectivo. La moda, lo queramos o no, es un vago y manipulado reflejo de la época, un ser más o menos domesticado, en el que negocian las distintas partes de la sociedad.

El caso de los espejuelos de pasta resulta curioso porque es en definitiva el préstamo de un préstamo. El sereno intelectual del siglo XX fumaba y usaba espejuelos de pasta. Los espejuelos de pasta se relacionaban, incluso, con el intelectual comprometido, es decir, interesado en los asuntos sociales. Luego hasta hace unos años era el hipster, el pequeño intelectual al margen, el bloguero obsesionado con el pasado y con todo lo dejado atrás por la sociedad de consumo, el que usaba los espejuelos de pasta. Un nuevo tipo de intelectual que disfrutaba los juegos de computadora y que a la vez se interesaba por la fotografía analógica.

En el presente las armaduras gruesas han ido invadiendo circuitos cada vez más inesperados. No es raro encontrar en nuestro país a un joven médico, a un estudiante de secundaria, al dependiente de un bar o un restaurante, con alegres espejuelos de pasta. Estas personas se ven muy normales por lo demás, pero algo nos están queriendo decir con su pequeña decisión. Nos están queriendo decir que no son simples médicos, estudiantes de secundaria o dependientes. En alguna medida todos ellos son pequeños intelectuales, que se tiran fotos en sepia, que escriben las ideas que se les ocurren ya no en su blog, sino en Facebook, que consumen a menudo música indie… el símbolo fue ganando terreno a medida que las características del pequeño intelectual hipster le fueron siendo más cercanas y atractivas a las personas. Los espejuelos de pasta se convirtieron en una marca de lo alternativo, de lo inteligente, y desde entonces todo el mundo quiso usarlos, porque (no hay duda) todo el mundo quiere ser alternativo e inteligente. Ser inteligente es atractivo hoy día. ¿Quién lo iba a decir? Pero la popularidad tiene un precio. El símbolo se domó de tal forma, que este mes en una de nuestras incipientes revistas de moda (el nombre me parece innecesario) me he encontrado nada más y nada menos que con una invaluable fotografía de Yomil y el Dany intelectualizados. En ella, ambos artistas aparecen sentados, reflexionando sobre la vida con sus espejuelos de pasta, como si los espejuelos fueran un instrumento del cerebro y no de la vista.

Debo decir que me parece una apropiación injusta (si se me permite la broma): un intelectual debe pasar largas jornadas de ejercicio para mantenerse en buen estado físico, mientras que a un cantante de reggaetón le basta ponerse un par de espejuelos para parecer inteligente. Claro que la broma tiene un fondo razonable, quiero decir, las marcas de uno u otro grupo (dígase los intelectuales) tienen la ventaja de ser fácilmente falsificables. Probar la intelectualidad al otro es más o menos arriesgado por medio de palabras, pero basta que nos pongamos los espejuelos para que se nos tome un poco más en serio.

Y he aquí el fenómeno que me interesa. ¿Qué sucede cuando el manifestante de izquierda ve que su símbolo está impreso en la ropa del burgués? ¿Qué sucede cuando el viejo intelectual ve que el intelectual novato se apropia de su marca, o cuando el intelectual novato ve que incluso el cantante de reggaetón puede parecer alternativo e inteligente? La popularidad es enemiga de la identidad. Tal vez en eso pensó el Borges que dijo que la fama era una incomprensión.

El problema de los espejuelos me había resultado lejano hasta que, por cuestiones prácticas, hace poco tuve que medirme la vista y mandarme a hacer un par (que no usaba desde que era niño). Mi gran fortuna, tras la medición y los extraños aparatos ópticos que en mi infancia se confundían con artefactos de magia, fue que las armaduras de pasta me quedaron horribles, y de antemano fueron descartadas por todo el mundo que me las vio puestas. Me libré así (a esa hora nadie tenía por qué saberlo) de una decisión incómoda.

¿Pero qué hubiera hecho si los espejuelos de pasta me hubieran quedado bien? En la pregunta se esconde el gran dilema de la identidad. ¿Somos para nosotros mismos o somos para el otro? Igual que una vez sirvieron de marca para reconocer a los intelectuales, los espejuelos de pasta ahora comienzan a usarse para reconocer a los aspirantes a intelectuales. Cada circuito aprende a reconocer al otro por medio de pistas rápidas, sacadas de la experiencia cotidiana, a veces de modo inconsciente. ¿Hubiera sido mi miedo a ser tomado por farsante demasiado intenso… quiero decir, demasiado intenso como para no dejarme elegir unos espejuelos que simplemente me hubieran gustado? Tal vez… y seré un poco más sincero: muy probablemente. Sé que es una falla enorme, pero ¿a quién puedo engañar? Eso no quita el hecho de que, si hubiera tenido los espejuelos de pasta desde antes de que se popularizaran, no los hubiera cambiado. Pero es una situación muy distinta. Podría decir a las personas: recuerden que yo los usaba desde antes, y mi honor quedaría a salvo.

Siempre el problema de la identidad… el tener que tomar decisiones al respecto (cuando graciosamente la identidad, como el color de los ojos, es algo sobre lo cual no se puede decidir). Ponerse una u otra prenda encima implica declarar cómo nos vemos a nosotros mismos, y no hay una sola prenda que no se encuentre cargada de significado. No hay una prenda que no constituya en mayor o menor medida una marca. No hay una frase o un gesto o una pose para una fotografía que no constituya una diminuta y secreta decisión. Una decisión sobre cómo nos vemos a nosotros mismos o (más bien) cómo queremos que la sociedad nos vea.

Porque recordemos una cosa: tal vez nos veamos a nosotros mismos como seres diferentes, inclasificables, auténticos, pero siempre vemos a los otros dentro de circuitos, de comunidades fácilmente reconocibles. Cometemos, pues, una fatal hipocresía al no querer ser juzgados como juzgamos a los demás.

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