… Pero se mueve

Cachivache
Cachivache Media
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6 min readApr 1, 2016
Ilustración: Mayo Bous/Cachivache Media

Por: Yudith Vargas Riverón

(O intento “frustrado” de comprender el erotismo en, entre, de, desde, para, por, según Cuba)

Es un mito: los cubanos no somos los más avezados en las artes amatorias. Nuestros hombres no ostentan las dimensiones más optimistas ni son nuestras mujeres Mata Haris reencarnadas. Si usted cree que en materia de sexo se las sabe todas no siga leyendo (este artículo evidentemente no satisfará sus expectativas, sino todo lo contrario). No obstante, si ya ha llegado hasta aquí significa que concuerda conmigo –o no– y será mi cómplice –o no– en mi intento frustrado de comprender el erotismo en, entre, de, desde, para, por, según Cuba… y los cubanos. Puesto que el tema que nos ocupa merece varias páginas reflexivas, hemos decidido dividir este trabajo en dos palos…o sea, en dos partes porque –en efecto– dos siempre es mejor que uno, al menos eso he escuchado.

Hace algunas semanas, debatíamos un grupo de periodistas y yo –que no soy periodista– acerca del fascinante mundo del Eros. Con la rápida vuelta de tortilla que caracteriza a la mayoría de las conversaciones de jóvenes, entusiastas, erómanos cubanos –café mediante– aterrizamos forzosamente en ese delicado fenómeno que es la pornografía. Específicamente, nos preguntábamos qué criterios aunaban la producción XXX que se consume en la actualidad en nuestro país, amén de la prohibición legal que penaliza su realización, distribución y consumo (¿eh? ¡Bah!).

Por supuesto, no existe en la Cuba post-revolucionaria una industria del cine porno (les recomiendo el artículo de Luciano Castillo, donde se expone la historia del cine cubano pornográfico antes de 1959)[1] no obstante, ello no ha impedido que determinados habitantes de la isla disfruten del cine sexualmente explícito.

Hasta ahora, nunca he podido ver un audiovisual cubano hecho con la franca intención de exacerbar la libido de la audiencia. Claro, el cine de Jorge Molina, si bien representa una de las muestras más transgresoras y originales del audiovisual made in Cuba, comporta un sinnúmero de valores, problemáticas, temas, aristas, fenómenos canalizados a través de lo sexual, sí, pero para él necesitaríamos otro artículo que no es este. (¡En la próxima aventura, Molina!).

De modo que me referiré exclusivamente a esas picantes escenas filmadas por amantes incautos; en la privacidad de sus cuartos, cocinas, baños, salas, comedores y terrazas –a los cubanos nos distingue el cambio de locación, parece–, cuya mala suerte ha dado al traste con el anonimato y han visto la luz pública de forma clandestina y no autorizada por sus protagonistas.

A propósito, estas eventualidades fatídicas ha provocado serios traumas a los involucrados, traumas que rebasan lo puramente psicológico y que trascienden las fronteras del núcleo familiar. Así, no solo las traviesas adolescentes retratadas en ropa interior –posando con la ingenuidad y el desparpajo propio de sus edades– han quedado estigmatizadas en el imaginario social, sino sus familiares cercanos, amigos y vecinos de alguna manera han sentido en carne propia la nunca grata vergüenza ajena. Me pregunto con qué derecho ese curioso vecino copió las imágenes de la computadora ajena, y por qué –mil veces por qué– las mostró a otros ojos igualmente indiscretos.

Para el adolescente, es absolutamente normal explorar su cuerpo, y sentirse orgulloso de él. Son comprensibles las inspecciones y miradas clandestinas al cuerpo del otro en la cotidianidad de los dormitorios de las becas, donde la privacidad es casi nula. Es común querer perpetuar la imagen juvenil en fotografías que nos alienten el Narciso interno cuando alcancemos la tercera edad y nuestras pieles, brazos, piernas, pechos nunca vuelvan a ser lo que fueron.

Para los amantes aventureros con cámara en mano, filmarse mientras hacen el amor es una manera sana de despertar la libido, y muchos aseguran que los salvan de la rutina. Porque el sexo también puede ser rutinario, por supuesto. Ahora bien, ¿se puede llamar cine porno o películas porno a dichos metrajes filmados por aficionados sin un interés lucrativo? No, no en mi criterio. La industria porno necesita vender, ello asegura su perpetuidad y garantiza –entre otras cosas– las astronómicas tarifas que cobran los porn stars.

En Cuba no tenemos estrellas de este tipo de cine, si bien se han filtrado alguna que otra fotografía o filme de algún que otro –más o menos conocido– actor o actriz. En Cuba, no existen salas de cine especializadas y dirigidas al mercado del cine porno. No hay un mercado de juguetes sexuales asociado, no se realizan festivales de cine porno ni se le galardona a la mejor actriz por su desempeño dramático en la cama, sala, comedor, cocina, terraza… No tenemos acceso a la industria del sexo.

Industria que por añadidura forma parte del día a día de múltiples personas del orbe; industria que otorga empleos –no solo a los actores–, y satisface gustos de mercado. Industria que intenta –aunque no siempre lo consigue– no llegar a sectores menores de edad. Industria que forma parte del legado cultural de la humanidad como producto cultural que es.

Nosotros, que hemos aprendido a crecernos ante las dificultades, comprendemos los posibles usos de los más comunes objetos cotidianos durante la práctica amatoria. Hemos soportado estoicamente la ausencia de sex shops, o los precios en oro de condones de sabores y con trucaje incluido –texturas, colores, formas, diseños–, expresividad estética y conceptual en un único condón; hemos redescubierto el sabor de la mermelada de guayaba en otros contextos (a falta de crema batida…), desciframos hace tiempo que la pasta Perla no solo refresca la boca.

Entonces, ¿nuestros arriesgados experimentos nos hacen seres eróticos? ¿Seres gozadores de caricias, de miradas insinuadas, de roces memorados? ¿Disfrutamos más lo que se nos vela por encima de lo que se nos muestra a ultranza? ¿Nos conformamos solo con hablar, bien bajito, al oído de nuestro amante, las más locas ideas? ¿Es eso el erotismo cubano? ¿O más bien se nos identifica con el movimiento uniforme acelerado, el procaz lenguaje y las miradas de ojos en blanco y labios mordidos? ¿Los felinos gritos derivan del franco placer o es una puesta en escena?

¿Qué posturas prevalecen? ¿Por qué? ¿Cuán feministas son las mujeres cubanas en el sexo? ¿Cuán machistas los hombres? Algunas chicas se sienten disminuidas cuando asumen el rol pasivo, mientras que no pocos hombres se acomodan al vaivén caderil sin complejos y simplemente se dejan guiar. Y en cuanto al tamaño: ¿pan de flauta o croissant? La media fálica cubana está entre los 13–17 centímetros, según estadísticas. ¿Quién salió a la calle, cinta métrica en mano, a medir todas y cada una de las virilidades cubanas?

Hace algunas semanas, rodeada de periodistas, afirmé sin pudor alguno que los cubanos nos concentrábamos más en la zona genital que en el resto del cuerpo, que nos importaba más despertar e incrementar el placer precisamente en esa área –origen del mundo y la vida– muy por encima de sutilezas del lenguaje corporal, de una buena música de fondo o bien las incomprendidas maneras de Sade (¡no vean bajo ningún concepto Cincuenta sombras de Grey! Léanse los deliciosos cuentos del marqués durante sus años en prisión).

“Los cubanos somos más genitales que eróticos” dije a falta de otra palabra para designarnos. Es que perdemos rápido el interés en el detalle, en dar tanto como recibimos, somos egoístas o “genitaloístas”. Y si no me cree, pregúntele a su mejor amig@ qué tal le va en la cama con su(s) pareja(s) o vea una vez más, nuestras películas caseras. ¡Ah! Para las orgías, el swinging y el sexting dedicaremos otro artículo, ¡este es monógamo totalmente! ¡Y ortodoxo a conciencia!

NOTAS:

[1] Confróntese: Castillo, Luciano (2010). “El cine cubano en cueros”, La Gaceta de Cuba, pp. 20–25, La Habana, No. 2, marzo–abril.

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