The Walking Dead, o cómo deconstruir el apocalipsis

Javier Montenegro Naranjo
Cachivache Media
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15 min readJun 13, 2016
Ilustración: Mayo Bous/Cachivache Media

El siguiente trabajo contiene niveles monstruosos de spoilers. Se recomienda haber visto la serie antes de leérselo.

Darle una oportunidad a The Walking Dead en un mundo saturado de obras relacionadas con lo zombi es difícil. Mucho más si no eres muy amante de los engendros de George Romero. Porque seamos sinceros, de todos los escenarios apocalípticos posibles, el de los muertos vivientes es el más absurdo, tonto y traído por los pelos. Piénselo: de un día para otro una enfermedad desconocida infecta a todos, no hay cura posible, los ejércitos se vuelven inútiles ante las hordas asesinas y la anarquía reina a sus anchas. No fue una guerra nuclear, no fue un asteroide gigante que golpeó a la Tierra, no fue una invasión alienígena, fue una simple enfermedad. Aun así, los otros escenarios, tan descabellados como el de los zombis, nos parecen más verosímiles.

Al tema. The Walking Dead tiene poco de muertos vivientes. Se centra más bien en el mundo postapocalíptico. La cuestión es cómo el hombre se comportaría en este escenario, y no cómo llegó hasta ahí. Por ese motivo los zombis son un comodín, un recurso a disposición de los guionistas para deshacerse de cualquier personaje o crear situaciones de tensión tan extremas como inverosímiles. Y claro, también se ven muy lindos como aderezo. Eso sería una buena sinopsis para la serie de Robert Kirkman, a quien debemos agradecer tanto el show emitido por la cadena AMC como el maravilloso cómic homónimo.

Con bastantes trabajos y la promesa de alienígenas en algún momento (que nunca llegó), Kirkman logró convencer a Image Comics para que le publicasen una historia sobre los benditos zombis. Así, en octubre de 2003 salió el primer número, y siete años después se emitió el primer episodio de la serie televisiva. A pesar de contar con un gran éxito de audiencia, no ha tenido mucha estabilidad en lo que a showrunner se refiere, debido a conflictos internos de la televisora. Por dicho motivo, quizás, ha dado bandazos en cuanto a formas de contar. También, sin motivo aparente, se ha cargado a personajes que, dado el grado de libertad de la serie con respecto al cómic y su popularidad, bien pudieron mantenerse unas cuantas temporadas más.

Portada del primer número de The Walking Dead.

Siempre es difícil no comparar dos obras de diferentes formatos cuando una se basa en la otra. En mi caso consumí primero el cómic y luego me acerqué a la serie. No considero que uno sea superior al otro, son muy diferentes, cada uno con sus aciertos y pifias. El cómic es trepidante, con un ritmo que apenas te permite recuperar el aliento. La serie apuesta por una forma más pausada, por cierta introspección de los personajes. Ambas tienen puntos de coincidencia en la idea que desean transmitir, pero toman caminos diferentes para hacerlo. Son dos universos semejantes, con los mismos personajes, pero en cada uno de estos la mariposa aleteó de forma diferente.

La única pifia que la serie comete con respecto al cómic es mantener a Judith (la hija de Rick) viva. Sí, sabemos cuán mojigatos son los americanos y el espanto que causaría su muerte en pantalla, pero ese bebé debió ser devorado hace mucho tiempo (no en cámara). Tal vez enriquezca a Carl y a Rick en lo que a complejidad se refiere, pero convierte las situaciones críticas del grupo en absurdos imposibles. Los niños no necesitan un motivo para llorar, pero esta chica mantiene su llanto a raya así falte agua, comida o lleve tres días sin cambiarse el pañal. De nada sirvió que Zack Snyder diese a luz a un bebé zombi en su maravillosa Dawn of the dead; en The Walking Dead ni siquiera son capaces de matar uno. Un error achacable a la necesidad de Kirkman de probar algunas ideas que no pudo desarrollar en el cómic.

De hecho, mantener a Shane durante dos temporadas –a diferencia del cómic– es uno de los mayores aciertos de la serie. La evolución del personaje, una de las más aceleradas y verosímiles, mantiene en un inicio la tensión dentro del grupo y cierto conflicto ajeno a los caminantes. Los primeros veinticinco episodios de la serie funcionan como una introducción al nuevo mundo; todo gira alrededor de la sobrevivencia frente a los putrefactos; los seres humanos no son un enemigo, al menos no tan peligrosos. Llama la atención cómo en la primera temporada una comunidad de latinos, que posee una especie de cuartel general, evita entrar en conflictos con el grupo de Atlanta y luego se nos revelan como protectores de ancianos abandonados al inicio de la pandemia. Digo llama la atención porque los latinos se encuentran en el top ten de villanos televisivos.

Mantener a Shane durante la segunda temporada fue uno de los grandes aciertos de la serie. Imagen: bustle.com

En este primer tramo de la historia, solo Shane muestra cierto desequilibrio mental y cambio de personalidad. En un grupo lleno de conflictos y para nada perfecto –Daryl es un tipo difícil, Ed es egoísta, Lori duda, Hershel no acepta la realidad– todos buscan un fin común, excepto Shane. Es el primero en no ser capaz de manejarse a sí mismo en este nuevo mundo. El antiguo compañero de Rick funciona como obertura a la maldad que se nos presentará en breve. El detonante que los convertirá en sicópatas desequilibrados y desconfiados. Eso y la pequeña Sofía, la primera subtrama que se propone cambiar la forma de ser de los personajes. Y esa será la tónica de la serie: pequeñas historias que componen este mundo. Mariposas aleteando.

Pero en la segunda temporada algo falla. De repente pierden su humanidad, casi sin presión. Apenas un encuentro con otras personas en una ciudad basta para que demonicen a todos los sobrevivientes, e incluso se planteen sacrificar a un ser humano con tal de mantener oculta la localización de su refugio. Demasiado brusco, demasiado forzado. No dar oportunidades al resto de las personas cuando precisamente Hershel les permite a ellos quedarse en su granja… no hay forma de morder el anzuelo. Lo entendemos, la serie no aguantaba más con los zombis, un cambio radical era necesario, pero ciertas ideas deben plantarse con sutileza y dejar que se desarrollen en el subconsciente del espectador. Por increíble que parezca, la idea que hubieran podido desarrollar desde un inicio (porque esa es la tesis central en The Walking Dead) esperaron hasta la segunda temporada para hacerla vigente. Y para colmo les funciona a la perfección con el público. Así somos. Mientras más grande es la mentira, más posibilidades tiene de funcionar.

Si el cambio de mentalidad es brusco, la forma de cerrar la temporada ayuda muchísimo a disimularlo. The Walking Dead tiene capítulos muy malos, pero los cierres de temporadas –no solo los season finale– son joyitas, y la segunda no es excepción. Entre la muerte de Shane, la horda zombi que ataca a la granja, el incendio en el granero, conocer que todos están infectados, el left behind que sufre Andrea y con Rick diciendo “esto ya no es una democracia” la serie logra poner las expectativas bien altas. Una revolución de sucesos. Y si sumamos el “ocho meses después” del primer capítulo de la tercera temporada, todo el tema de la deshumanización queda en un páramo lleno de niebla, donde solo la muerte de Dale nos recuerda la pérdida de conciencia del grupo.

Y así entra la serie en el primer arco argumental donde solo importan los conflictos con los seres humanos. La confrontación en la cárcel con los prisioneros, el rechazo al grupo de Tyresse y la aparición del gobernador, un villano demasiado magnificado y simple, intentan convertir a The Walking Dead en algo más que una serie de zombis, pero se queda a medio camino. Trata de buscar un nuevo ritmo, profundizar más en los personajes, en sus cambios, en su crecimiento, en sus fortalezas, pero se vuelve demasiado monótona y asume una estructura repetitiva: capítulos anodinos con un punto de ruptura donde ocurren muchas acciones al unísono. Busca una nueva narrativa pero no la encuentra.

Poster promocional de la tercera temporada. Imagen: denofgeek.es

La conversión de Carol, la fortaleza de Maggie, el descalabro de Andrea, la reaparición de Merle, la presencia de Michone, y el gobernador como antagonista; son muchas las piezas que tienen los guionistas para jugar, pero no logran hacerlas encajar de manera correcta. La locura de Rick a causa de la muerte de Lori se les escapa de las manos (y además no explotan a fondo las llamadas telefónicas). No aprovechan las múltiples historias que pudieran contar de los habitantes de Woodbury; todo se limita al gobernador, un monstruo tan grande como inverosímil cuando intentan justificarlo a través de su sufrimiento. Luego están las escenas en el interior de la prisión, vacías como las celdas. Solo Merle se salva a nivel de microhistoria en su intento de redención, y la verdad, se debe más a la espectacular actuación de Michael Rooker que al trabajo de los guionistas.

Un paréntesis para la muerte de Lori, otro de los puntos altos de la serie al convertir a Carl en uno de los personajes más maduros y que más rápido asume este nuevo mundo. El mejor recuerdo de nuestros seres queridos es no verlos nunca convertidos. Solo Carl aprende esa lección.

Quizás la mejor forma de resumir la tercera temporada sea a través de Andrea, un personaje que tiene una muerte justificada, pero absurda. Las ideas son buenas pero no saben cómo llevarlas a cabo.

Una aclaración necesaria a la altura de la tercera página. Como mi formación es humanista, para mi juicio lo principal en esta obra es la historia contada. The Walking Dead tiene otros problemas no relacionados con su narrativa que me son indiferentes. Como buen consumidor del peor cine, he aceptado bien rápido las fallas de realización debido a los exiguos recursos con que cuentan los realizadores.

Así llegamos a la cuarta temporada. The Walking Dead nos planteó qué quería dejar de ser y en qué pretendía convertirse. Pero decidió tomarse unos capítulos de vacaciones. Con un final donde Rick volvía a confiar en los sobrevivientes del apocalipsis, y muchos apoyaban su decisión para redimir sus propios pecados, el pase de una temporada a otra nos deparaba muchas historias con esa prisión llena de nuevos habitantes. Pero no. La cuarta temporada es de espíritu ochentero, con personajes duros y vacíos, en el mejor sentido posible. Quizás el punto más alto del inicio de temporada sea el cambio sufrido por el gobernador. La locura lo lleva a una aparente estabilidad, pero cuando encuentra un nuevo grupo, el poder lo embriaga. Es un líder nato y el nuevo mundo le permite explotar esta característica que desconocía. Así, entran a la serie Tara y su novia de turno, Mitch Dolgen, y una retahíla de personajes que apenas aparecen unos minutos en pantalla para justificar el nuevo ejército del gobernador, quienes solo necesitan la típica escena de motivación de toda buena action-movie para atacar una prisión.

Del otro lado está Rick. Perdido, sin motivación, buscando la paz en la agricultura. Ya no desea ser el guerrero. Ha superado las llamas de Lori. Quiere una nueva vida. Típico de cualquier cinta de los ochenta: el héroe busca iniciar una vida diferente que le permita olvidar sus acciones pasadas. En la prisión ahora hay niños, una comunidad, personas trabajando para crear un hogar. El peligro se olvida, y pocos recuerdan la amenaza que entraña el gobernador. Solo Beth con su repentino crecimiento y Michone en su búsqueda incesante parecen recordar de qué está hecho el mundo. Con esa sensación de seguridad, la cena está servida para una masacre.

Primero la crisis dentro de la crisis: una epidemia afecta a los sobrevivientes y comienza a diezmarlos. Luego Carol se carga a la pareja de Tyresse porque está infectada y nuevos conflictos afloran entre los protagonistas. Carol es desterrada por Rick. Las rejas comienzan a ceder debido a la cantidad de caminantes que se acumulan alrededor de la prisión. La tensión crece. Todo eso hasta el quinto capítulo, cuando reaparece el gobernador, y se detiene la historia de la prisión.

Comienza ahí otra historia, la de un superviviente. Después de alcanzar un pináculo de locura al cierre de la tercera, el gobernador ahora se muestra afable, tranquilo, un ser humano diferente por completo al asesino sanguinario que enfrenta a Rick y su grupo. Comienza un nuevo arco, el resurgimiento de un fénix diabólico. Como si de un sacerdote se tratase, en apenas unos días Phillip tiene a sus órdenes un ejército y un tanque. Detrás de todas sus supuestas buenas intenciones solo hay un motivo: vengarse de Rick. Y llega el enfrentamiento.

Pero no son el enfrentamiento en sí ni sus consecuencias lo maravilloso, sino todo el preludio, la construcción del momento del gran combate. La espera de lo que todos sabemos será una masacre. Ahí The Walking Dead se lleva un premio inmenso al prolongar el punto de inflexión, el momento donde la serie dejará de ser y se convertirá en algo más, una triste reflexión sobre seres humanos despreciables.

Y luego viene la segunda parte de la temporada, donde los personajes quedan desperdigados. Minihistorias. Pequeños relatos. Todos viajan en una misma dirección, en busca de Terminus, el santuario soñado. Carol se reincorpora de su pequeño destierro y protagoniza junto a Tyresse una de las historias más espectaculares, emotivas y crudas, que termina por convertir a Carol en un monstruo al asumir el sacrificio de una niña por un bien mayor sin muchos remordimientos. Entran Abraham, Rosita y Eugene, tres personajes con muchísima fuerza y que abre aún más el abanico de historias por el que termina apostando The Walking Dead. Y la posible existencia de una cura a todos los males. Por otro lado, Beth y Daryl establecen una de las relaciones más lindas de la serie, al punto que de haber nacido una historia de amor, o haber tenido sexo, hubiese quedado perfecto, pero la serie no está para historias de amor.

El viaje a Terminus como motivo para que los personajes enfrenten sus propios demonios. Fotograma de la serie.

Todo este peregrinaje a Terminus funciona como un viaje espiritual del grupo, donde cada uno enfrenta sus demonios, y evoluciona hacia una actitud diferente al desconocer quiénes sobrevivieron. Al final, justo antes de llegar al infierno que es en realidad el santuario, solo Carol y Rick han cruzado la línea que los convierte en sicópatas asesinos. La primera por no ser capaz de controlarse a sí misma y terminar convirtiéndose en uno de los seres más egoístas y despiadados de la serie. El segundo por el temor de perder a su familia. Rick desarrolla un complejo de líder del grupo que le lleva por un camino de autoflagelación y autodestrucción. Por eso se convierte en un policía de gatillo fácil.

De Terminus es válido destacar cómo los creadores logran que uno establezca cierta empatía con estos caníbales. Llegas a sentir pena por este grupo de asesinos cuando conoces los motivos por los que se convirtieron en estos monstruos. Eso es muy difícil lograrlo con apenas un capítulo dedicado a contar un instante de la vida de estos hombres y mujeres. Es otra muestra de cómo la serie crece y asume ciertas elipsis y otras formas de contar, para dejar el resto a la imaginación de los espectadores.

Al iniciar la quinta temporada el mensaje es claro: el grupo de Rick está en la cúspide de la supervivencia; nada puede detenerlos. Son los putos amos del nuevo mundo.

A pesar de estar el grupo unido, la serie vuelve a apostar por las historias internas de cada personaje. Abraham y su grupo funcionan como un ente disociativo y separan a Maggie, Glenn y Tara del grupo principal para ir rumbo a Washington y salvar el mundo. Abraham y Tara buscan redimirse a través de una acción por el bien de la humanidad. Glenn y Maggie les acompañan porque consideran es lo que debe hacerse. Algo raro a estas alturas: personajes que actúan según un principio ético. Glenn se ha convertido en el nuevo Dale del grupo, la nueva conciencia. Rick, por su parte, no comprende cómo su familia desea separarse y tomar un rumbo diferente, no esperar al resto de los compañeros.

Entre todos estos conflictos llegamos a otro de los grandes relatos de The Walking Dead: la muerte de Beth. Una vez más la narración principal se detiene para contarnos una historia secundaria que poco aportará al grupo. Otro de los grandes aciertos de la serie es cómo recrea escenarios donde los seres humanos asumen diferentes actitudes ante el holocausto. En este caso se trata de una suerte de esclavistas que abusan de su poder y hacen creer a sus prisioneros que le deben algo. Con pocos capítulos, sin muchas explicaciones, numerosas luchas de poder internas, y un final impactante, la serie se deshace de uno de los personajes que más fuerzas había adquirido y que se mantuvo por varios capítulos en incógnita. Un cliffhanger que no termina con un final feliz pero sí con una solución aceptable.

Por otro lado, la confesión de Eugene de que todo acerca de la cura es mentira también lleva a otro personaje al borde del precipicio. Abraham cae en un agujero donde sus pecados ya no podrán ser purgados, y no sabe cómo encontrar paz interna. Son estos dos hechos, la muerte de Beth y la confesión de Eugene, lo que une una vez más al grupo y los convierte en una masa al parecer indestructible (por el momento al menos).

Hasta ahí la serie coloca todas las cartas posibles sobre la mesa y los cambios son mínimos. Tyresse muere posteriormente en una especie de metáfora donde no hay lugar para los débiles en el grupo. La nueva incorporación del grupo es Gabriel, uno de los personajes más oscuros de esta familia. Pero la filosofía de Rick ha cambiado un poco, y a veces no le importa sumar números si estos son capaces de aportar algo. Y eso es lo curioso, Gabriel no aporta nada, es un lastre, pero aun así lo aceptan. Su error al juzgar a Carol, de cómo la desterró y luego es ella quien los salva de Terminus le ha vuelto más flexible en cuanto a olvidar pecados pasados. Gabriel no se siente uno de ellos, hasta que casi al final de la sexta temporada comprende que solo tiene una opción: unirse a la familia de Rick o morir solo.

Llegan a Alexandria, toman el control con el liderazgo de Rick y The Walking Dead vuelve a entrar en un marasmo, esta vez soportable. Conflictos internos, repetición de errores, los muertos vivientes vuelven a adquirir cierto protagonismo, toda una serie de reiteraciones que permiten afianzar al grupo y mostrarlos aún más fuerte, capaz esta vez de no bajar la guardia ante los viejos placeres del mundo. ¿Novedades? La reaparición de Morgan como nueva conciencia del grupo, como vínculo más cercano a la humanidad que Rick y el resto parecen haber perdido.

Pero en la sexta temporada la serie vuelve a cambiar el rumbo. Aparecen personajes secundarios sin mucha importancia, o que reiteran las maneras de actuar de alguno de los principales, como la esposa abusada o el líder incapaz. Quizás pueda salvarse la lucha de Nicholas con sus propios demonios, un personaje del que se deshacen con demasiada rapidez y provoca que el centro de todo se mantenga alrededor del grupo que llegó a Alexandría. ¿Por qué? Para repetir lo que ya hicieron en la cuarta temporada. Postergar el encuentro, la aparición un nuevo antagonista.

Buena parte de la quinta y sexta temporada lo dedican a magnificar al grupo de Rick, a cada uno de sus integrantes, para luego bajarlos a la tierra y recordarles que ellos no son los únicos monstruos de este mundo. Una nueva postergación de lo inevitable, la aparición de un villano más fuerte que ellos y sin aparentes debilidades: Negan. Ahí cierra la sexta temporada. Con todo un nuevo arco por contar.

Negan. Fotograma de la serie.

The Walking Dead no es perfecta. Muertes estúpidas. Decisiones absurdas. Pero vale la pena dedicarle un tiempo. En el fondo, una y otra vez ponen a prueba nuestra moral a través de los conflictos de la serie.

Quizás su mayor carencia sea la ausencia de tensión sexual entre sus personajes. No es hasta la sexta temporada que los protagonistas, el grueso del grupo, los que llevan conviviendo casi dos años, comienzan a desarrollar sentimientos entre ellos. Al parecer los realizadores (no ocurre así en el cómic) olvidaron que un grupo de personas bajo un nivel de estrés tan alto tienen muchas posibilidades de terminar enrollándose unos con otros, constantemente. O al menos intentarían buscar refugio en personajes que los complementen. O como mínimo, en aquellos que le recordasen los seres queridos que perdieron. La ausencia de tensión sexual en The Walking Dead es bochornosa.

Tal vez no querían que su historia de zombis se les convirtiese en un culebrón, tal vez no quisieron complicarse con las relaciones interpersonales, tal vez fue solo mojigatería. Tal vez solo es otro de los cambios deliberados de Kirkman, que llegada la sexta temporada prefirió rectificar y darle un espacio a las relaciones amorosas. Aunque todos sabemos qué hubiera pasado si The Walking Dead hubiese sido llevada a la televisión por HBO. Más sexo y (muchísimos) menos zombis.

Bonus Track:

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Javier Montenegro Naranjo
Cachivache Media

Amante de los videojuegos, pelis clase Z y especialista en caso de apocalipsis zombie.