Mi reino por un villano

Cachivache
Cachivache Media
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13 min readAug 15, 2016
Ilustración: Mayo Bous / Cachivache Media.

Por Berta Carricarte Melgarez

De chiquita, muchas veces escuché en mi casa esta expresión: “Vamos, no seas cobarde, que de los cobardes no se ha escrito nada”. No podía entender el sentido de semejante réplica, pues mientras más leía y más cine consumía más cobardes conocía. Para mí siempre estuvo claro que cualquier héroe apunta contra un enemigo ruin, malhechor, cobarde. Es más, en la narrativa tradicional solo puede cantarse la gloria del protagonista en contraposición a su antagonista, actuando ambos, a la par, sobre el mismo tamiz. Sabiendo de uno se devela el otro: sus historias son la historia contada. De modo que héroe y villano constituyen un par indisoluble. El uno suele ser bueno, hermoso y valiente; el otro es diabólico, feo y cobarde, o sea, el malo de la película, el villano.

Según la RAE, villano procede del latín villanus, y este del vocablo villa, casa de campo. En la Edad Media se calificaba de tal al habitante de una villa o aldea; dado su origen humilde se le atribuía rudeza, hosquedad, vulgaridad, en contraste clasista con la nobleza. A la baja condición social del villano, obligado a ganarse el pan con el sudor de su frente, se le asociaba amoralidad, malevolencia, y perversidad, figuras opuestas a la hidalguía autoproclamada de la aristocracia dominante. En el imaginario romántico del siglo XIX, dado a celebrar nostálgico tributo al Medioevo, el villano se convertiría en foco de aversión dentro del cuento tradicional y folklórico fraguado en la vieja Europa.

Hablar de películas y decir villano es ir al encuentro de una figura de obligado magnetismo. Herencia cultural de la literatura, el villano comenzó a vivir su edad de oro en el celuloide a través de los estatutos simbólicos erigidos por Hollywood. Allí mora sobre todo en el cine de género, un dispositivo comercial destinado a crear un público estándar que responda a los imperativos de la taquilla.

El cine fabricado por la industria cultural norteamericana sobrevive a un reciclaje infinito de sus fórmulas, con un cierto barniz ético, bajo el cual se oculta su potencial ideológico verdadero. Es una suerte de bumerán urdido por el marketing del negocio más estable de Norteamérica. De tal suerte, el villano por antonomasia, se localiza en filmes clasificados bajo rubros muy concretos; con preferencia lo encontramos en el cine de aventuras, western, policíaco, terror, así como variantes del criminal: cine negro, suspense, thriller, gansteril y policíaco. Más raro suele ser hallarlo en su estado puro en el musical, la comedia o el drama sentimental.

Desde el punto de vista narrativo, la figura del villano se ubica en un esquema que define por contraposición un protagonista y un antagonista. En su Morfología del cuento, publicado en 1928, Vladimir Propp describió siete personajes principales, entre los cuales se distribuían las funciones narrativas que constituyen el esqueleto de un cuento modelo, en este caso, de tipo folklórico. Sin embargo, esa estructura puede ser discretamente aplicada al cine clásico norteamericano configurado a través de los géneros cinematográficos ya dichos, y por extensión a todo cine argumental que se atenga a las pautas tradicionales.

Pero eso no basta para estar en presencia de un villano, pues no se trata de un simple malhechor o antihéroe. La del villano es una entidad mucho más corrosiva, virulenta y morbosa. Sea porque se basa en la eterna lucha entre el bien y el mal, su concepción parte, con frecuencia, de un maniqueísmo infranqueable. El villano nace y muere villano. A diferencia del estatus de antagonista, que puede desplegarse en varios personajes en conflicto con el héroe, y que puede incluso aspirar a una reivindicación, una vez resuelto el problema, o puede así mismo sufrir una mutación como personaje, de lo negativo a lo positivo, el villano está condenado a serlo hasta morir. De hecho, el espectador solo experimenta un verdadero alivio cuando constata la desaparición física del malévolo personaje. Su exterminio es la única garantía al restablecimiento del orden y al fin del conflicto.

Algunas de las villanas más memorables del cine. Imagen: Cachivache Media.

Con lo dicho hasta aquí es fácil suponer que el cine cubano (posterior a 1959) está casi carente de verdaderos villanos, en el sentido proppiano o en el sentido que lo postula el cine comercial estadounidense. En el espacio del “casi” intentaremos ahora buscar nuestros principales malhechores de la pantalla y trazar su mejor fenotipo.

Entre los primeros villanos en el cine de la Isla después de 1959, encontramos aquellos que representan los estamentos de poder gubernativo, durante la República neocolonial. Pueden ser latifundistas, soldados, oficiales, torturadores, alcaldes, concejales, politiqueros en general o miembros de la burguesía oligárquica. Tal es el caso de Las aventuras de Juan Quin Quin (Julio García Espinosa, 1967), con una pléyade de villanos encarnados por el inigualable Enrique Santiesteban (el alcalde, el apoderado, el militar) contra un buscavidas devenido héroe y guerrillero del Ejército Rebelde. La complejidad enunciativa y narrativa de este clásico del cine cubano, permitiría un enjundioso estudio de su estructura y de las dinámicas entre funciones y personajes, lo cual rebasa las modestas intenciones de este artículo.

Poco después Lucía (Humberto Solás, 1968), presenta al villano traidor (Rafael), quien curiosamente, encarna todas aquellas funciones que lo señalan como tal y que están descritas por Propp en relación con el cuento maravilloso, tipificando así el comportamiento de un auténtico villano que intenta obtener información para descubrir la ubicación de algo o de alguien; finge, disfraza sus intenciones para engañar a su víctima; consigue que el héroe se deje persuadir y sea víctima involuntaria del engaño; causa daño o perjuicio a un miembro de la familia; se enfrentan al héroe en combate directo y al final es vencido.

Veamos: Rafael corteja a Lucía y gana su confianza, se finge enamorado de ella; penetra en su círculo familiar; utiliza todo sus ardides amorosos para seducirla y lo consigue. En consecuencia, Lucía rebela el lugar en que se encuentra atrincherada la tropa mambisa donde combate su hermano. Rafael la traiciona, los mambises son aniquilados, el hermano de Lucía muere en esa acción; pero ella cobra venganza matando a su amante. La villanía mayor de Rafael no se nos revela sino hasta el último tercio de la historia, aunque ya se nos habían dado indicios de que no era un hombre franco. La verosimilitud y el realismo en el tratamiento del relato, unido a la recreación visual del contexto histórico, permiten que dramatúrgicamente el personaje resulte tan convincente y al mismo tiempo de una villanía fuera de clichés.

Un personaje real, alzado en las lomas del Escambray, aparece en El hombre de Maisinicú (Manuel Pérez Paredes, 1973) como uno de los villanos más potentes del cine cubano. En medio del antagonismo coral que representan los contrarrevolucionarios organizados en bandas guerrilleras, se destaca el villano mercenario Cheíto León. También aparece el héroe bajo la piel de un agente de la Seguridad del Estado que, como sabemos desde el inicio del filme, terminará siendo víctima del ensañamiento de sus verdugos. El asesinato del protagonista a manos del villano resulta un hecho tan atroz, que cumple cabalmente ciertas funciones dramáticas que, a su vez, redundan en los planteamientos ideológicos del filme. La muerte de Alberto Delgado y Delgado semeja el martirologio cristiano, pues ha sido colgado de un árbol (atado al madero) y mortificado hasta morir (por salvar a la humanidad, por una causa justa). El villano se trasviste en demonio, con lo que reafirma la maldad que representa en contraposición a los valores positivos encarnados en un héroe, cuya identificación con el público es absoluta. El reclamo de justicia y castigo para el villano, en este caso, queda resuelto al interior de la historia.

El estreno en 1977 del filme De cierta manera (Sara Gómez), trajo consigo la presentación de un nuevo tipo de malhechor, el villano antisocial: Humberto, parásito proletario que se aprovecha de las bondades de la Revolución para su lucro personal, y cuyo modus operandi no se aviene a los modelos del villano clásico. Por otra parte el héroe (Mario) con el que libra contienda moral, tampoco responde al esquema propio del protagonista impoluto y certero. De hecho, sendos roles comparten ciertas características: ambos son machistas y provienen de entornos marginales. Pero mientras Humberto sigue el camino del lumpen, Mario va rumbo a cumplir las utopías del Hombre Nuevo. Mario ha sido un antihéroe, ha emprendido una ruta reivindicatoria que, paradójicamente lo hace sentirse así mismo como un villano traidor, pues aun no alcanza la madurez de conciencia necesaria para comprender su verdadero rol en una sociedad en trasformación.

De hecho, está emparentado con otro tipo de antihéroe, el villano machista, que aparece en el relato fílmico revolucionario como consecuencia del necesario cambio de enfoque en la sociedad socialista. Su primera aparición quizás haya sido en el tercer cuento de Lucía, bajo la piel de Tomás, un hombre revolucionario, trabajador, humilde y honesto, pero que ejerce una violencia física y simbólica contra su esposa, a tal extremo, que deviene uno de los más repugnantes modelos de falocentrismo denunciados en el cine cubano.

Adolfo Llauradó vuelve a encarnar esta figura ligeramente evolucionada en Retrato de Teresa (Pastor Vega, 1979), a través de Ramón, un técnico de televisión empeñado en limitar las oportunidades que su esposa reclama de incorporarse a la vida laboral y cultural. Este tipo de villano machista, no carente de valores positivos, vive así una dualidad en su perfil sicológico, rico y de polémica valoración como personaje y como referente de la realidad. Por otra parte, se opone en cierto punto a otra categoría de villano que sin dejar de ser machista, exhibe otros atributos funcionales mucho más determinantes. Es el caso Rosendo, el machista, déspota, que aparece en Los dioses rotos (Ernesto Daranas, 2008). Este está más cerca del prototipo de Mario (De cierta manera), y se caracteriza por ser un proxeneta, un tipo vulgar, y ejercer su falocentrismo tanto enfocado a la subordinación de la mujer, como a la lucha territorial contra los miembros varoniles de su especie. O sea, como todo macho man, padece una masculinidad conflictiva y beligerante.

Algunos de los villanos más memorables del cine. Imagen: Cachivache Media.

Otro de los antagonistas recurrentes en el cine cubano, es el déspota, autócrata, tirano que se constata en filmes como Ecos (Tomás Piard, 1987), La última cena (Tomás Gutiérrez Alea, 1976), Alicia en el pueblo de Maravillas (Daniel Díaz Torres, 1990) y Papeles Secundarios (Orlando Rojas, 1989). Todos ellos tienen en común la satrapía en el ejercicio del poder.

El mismo tono de maldad identifica al colono y terrateniente de Ecos, violador y abusador que muere a manos de la esclava vengadora, en relación con el perverso e hipócrita conde de La última cena, que invita a 12 de sus esclavos a un banquete el jueves santo. Este último, al propio tiempo, se desdobla en su no menos ruin mayoral, epítome del villano en los filmes sobre la esclavitud en Cuba; recuérdese al carnicero mercenario interpretado por Reynaldo Miravalles (Rancheador, Sergio Giral, 1976).

A Miravalles le tocaría encarnar también al no menos despreciable autócrata, jefe del pueblo de los tronados en Alicia…, antagonista a quien la heroína ejecuta de modo singular. En este caso, no obstante su apariencia y presencia física, es, a todas luces, una entidad simbólica, que personifica los males criticados y denunciados a lo largo del filme. Los problemas descritos allí en tono de comedia campeaban en la sociedad cubana, que por aquellos años vivía la llamada “rectificación de errores”, estrategia de combate lanzada por la máxima instancia de gobierno contra las irregularidades y desviaciones del proceso socialista. Nada al margen de este panorama, Rosita Fornés daría esplendor histriónico a la tiranía ejercida por una funcionaria sobre los miembros de una compañía de teatro, mostrando a un personaje físicamente femenino, pero ideológicamente patriarcal, en función de villano déspota, en el filme Papeles Secundarios.

Por su parte, un filme como Clandestinos (Fernando Pérez, 1987), donde su director ensaya algunas fórmulas propias del cine de acción clásico norteamericano, presenta un villano cuya maldad se sobredimensiona en la medida que vamos creando lazos cada vez más empáticos con el protagonista. El capitán Miralles es un esbirro, un sicario batistiano, un torturador, una bestia asesina. Hostiga al grupo de jóvenes revolucionarios, hasta que logra desarticularlo y asesinar al héroe, Ernesto.

Se ha dado también en nuestro cine un tipo de villano testaferro, corrupto y oportunista, asociado a la llamada seudo-república o república mediatizada, dado el entreguismo pro-yanqui que caracterizó a los gobiernos de la etapa pre-revolucionaria. Un hombre de éxito (Humberto Solás, 1986), presentó a Javier, un politiquero ambicioso y deshonesto; papel que volvería a interpretar César Évora, en una pincelada de La Bella del Alhambra (E. Pineda Barnet, 1989).

El siglo XXI trae consigo una revolución tecnológica para el cine, que ha permitido, por un lado abaratar los costos de producción y sofisticar sus modos de exhibición. Y por otro lado, democratizar la realización y el consumo de las imágenes audiovisuales. Paralelamente, la construcción y los enfoques del relato se han abierto de manera tal que se habla de dramaturgia postmoderna, de cine postclásico, incluso de desdramatización.

De cualquier forma, lo cierto es que la villanía ha mutado en los últimos tiempos, en virtud de aproximaciones menos complacientes, desde el punto de vista de la complejidad sicológica del par protagonista-antagonista: la ambigüedad empática que provoca en el espectador el simulacro declarativo de Verbal (interpretado por Kevin Spacey, en Sospechosos habituales, 1995), nos produce un asombro similar al descubrimiento del culpable en El asesinato del Roger Ackroyd, novela irrepetible que bastaría para inmortalizar a Agatha Christie. Sin contar con la imposibilidad de declarar un verdadero antagonista, malhechor o villano en filmes como: Pulp Fiction, Oldboy, Anticristo, Nymphomaniac, La piel que habito, El secreto de tus ojos, por solo mencionar algunos. Mientras, en Cuba, con la apertura hacia géneros antiguamente estigmatizados (el policíaco, la ciencia ficción), han aparecidos villanos de vieja estirpe bajo nueva aureola (en Omerta, Pavel Giroud, 2008, Bailando con Margot, Arturo Santana, 2015; La cosa humana, Gerardo Chijona, 2015; Omega 3, Eduardo del Llano, 2014), y otras variantes rara vez ensayadas por nuestros cineastas.

Todavía bajo el ropaje de funcionario prevaricador, aparece en Vestido de novia (Marilyn Solaya, 2014), el villano oportunista, corrupto, traidor y abusador (interpretado por Jorge Perugorría), de quien dije en otro texto: “ese tiene pasaporte permanente en la sociedad cubana: explota y se reproduce como el ave fénix en plan aura tiñosa; no tiene doble moral sino una amoralidad construida sobre el discurso demagógico y excluyente, manipulador, testaferro. Va del miedo a perder sus prebendas a la presión sobre sus secuaces para cultivar su burocrática hegemonía. De modo extraordinario este personaje encarna todas las facetas del falocentrismo imperante en nuestros días: ordena y manda, es cabeza de familia y proveedor material, interviene en la construcción de patrones simbólicos que se reproducen en su seno familiar, es adúltero inconfeso, modelo de traidor viajando en primera clase. Y Pichy dio con eficacia ese rostro, esos gestos, esa malicia morbosa, la violencia, la lascivia, el estupor, el miedo. Por su parte Mario Guerra, explaya en Roberto su papel de tipo malo; ciertamente se ha convertido en el rostro de la perversión, la traición y la maldad rastrera en el cine cubano. Tan bien lo hace, que repugna. Por raro que suene, ¿cabe elogio mayor?”.

Mario Guerra se ha convertido en uno de los rosotros de villano por excelencia en el cine cubano. Imagen: vestidodenovialapelicula.com

En El acompañante (Pavel Giroud, 2015) encontramos otra vez ese tipo de villano oportunista, corrupto, traidor y abusador: el médico sinvergüenza (a cargo de Jazz Vilá), canalla donde los hubo, es el típico malo de la película y figura clave en el desenlace de los acontecimientos.

En Juan de los muertos (Alejandro Brugués, 2011), thriller tropical, un policía interroga a la pandilla de Juan: “¿Ustedes quiénes son?”, y Lázaro (Jorge Molina) responde: “Somos altruistas”, cuando en realidad son villanos cínicos, antihéroes opuestos a la villanía coral de los zombies. Ahora bien, uno de los principios fundamentales del villano clásico es manifestar la voluntad de ser malo, y un zombi carece de voluntad, no puede hacer otra cosa que comportarse como tal, no hay una maldad razonada, porque no hay posibilidad de elección. Sin embargo, el equipo encabezado por Juan se constituye en confesa villanía, (a la manera de Travis Bickle en Taxi driver), sobre todo por la ausencia de una motivación ética, de una moral humanista; son delincuentes antes y durante la invasión zombi, cobran por hacer el bien, y matan sin escrúpulo a todo aquel que resulte una amenaza, incluso por diversión. Son asesinos natos que han encontrado la circunstancia de explayar sus malquerencias.

¿Y qué decir de las chicas peligrosas? El cine oficial (ICAIC), levantado en su mayor parte sobre los preceptos esencialistas de la mujer sexo débil, abnegada, entregada a las tareas del hogar, o a lo sumo, ejemplar revolucionaria, siempre sensible y tierna cual dulce flor, deja poco espacio para verla villana. Prefiero guardar silencio ante los recientes ejemplos de cine oficial en que aparecen mujeres villanas, con tal grado de masculinización que no cabe mencionarlas aquí.

Pero me da gusto referir un caso excepcional, el largometraje independiente Espejuelos oscuros (Jessica Rodríguez, 2015), donde aparece una psicópata, Esperanza; dos antivillanas vengativas, Marlene y Dulce; y una villana pasional, legítima femme fatal, Adela. Les acompañan un villano antisocial, (Mario); un testaferro, corrupto y oportunista (Inocencio); un sicario (Sargento Acosta) y un machista, lumpen, oportunista y vengativo (Manuel). Este filme por fin consigue desmontar la visión edulcorada y paternalista (por patriarcal) de la mujer, así como transformar la imagen de objeto de fascinación masculina, de las mujeres que allí aparecen.

Añádase que la cinta propone una repostulación de los roles que el marcaje genérico ha reservado a la mujer incluso desde la propia división clasista de la sociedad. La voluntad de reescritura de los paradigmas históricamente asignados al sexo femenino, permite a la joven realizadora Jessica Rodríguez, trascender una interpretación banal de la condición femenina a través de tres momentos cruciales de nuestra historia: los años setenta del pasado siglo, 1957 y 1897, con un cierre a modo de broche dorado, que clausura la historia principal. A diferencia de la Lucía que asesinaba a Rafael, cumpliendo un programa de venganza derivado de su amor traicionado, su hermano muerto y de un compromiso ético con la independencia de Cuba, estas mujeres de Espejuelos Oscuros, cumplen una misión personal, que si no las convierte en villanas, al menos les otorga una condición simbólica de equidad frente a lo masculino.

Por último vale recordar la importancia que tienen los actores y actrices que encarnan personajes negativos. De la credibilidad de su performance depende el éxito de totalidad de la historia; porque para encarnar el mal, sin que los estereotipos obstaculicen su potencial de seducción, es necesario recurrir al diseño más preciosista de la gestualidad, a la sutileza de los ademanes, a la elegancia verbal y física. De lo contrario estaríamos frente a caricaturas que apenas nos harían reír por tedio y descreimiento, sin un real efecto comunicativo hacia el público, y mucho menos una reflexión valedera. Enrique Santiesteban, Miguel Gutiérrez, Reynaldo Miravalles, Mario Limonta, Adolfo Llauradó, Mario Guerra, Rosa Fornés y Laura de la Uz, con la maestría y virtuosismo de sus interpretaciones, son de los excepcionales casos que han hecho brillar la inolvidable maldad de los mejores antihéroes en el cine cubano.

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