Días de angustia
El ataque a un caricaturista danés y la polémica por las mezquitas en Suiza muestran que hasta las sociedades más armónicas reaccionan mal al fundamentalismo islámico.
- Publicado el 30 de enero de 2010 en la edición 1448 de la revista Semana
- Por Camilo Jiménez Santofimio
Érase una vez el país más feliz de la Tierra. Se llamaba Dinamarca. Y en Aarhus, una tranquila y antigua población vikinga, las familias cada año celebraban la Navidad alrededor del árbol, cenaban y repartían regalos. Pero el pasado fin de año, un atacante rompió esa armonía.
El primero de enero un somalí de 28 años derribó con un hacha la puerta de la casa del caricaturista Kurt Westergaard en Aarhus e intentó destrozar la puerta del baño donde se escondía. La intervención oportuna de la Policía evitó la muerte de este hombre, uno de los 12 dibujantes amenazados de muerte desde 2005 por burlarse de Mahoma y el Islam. Pero la angustia se difundió rápidamente por el país, cuando se supo que el loco del hacha tenía contactos con Al Qaeda. Eso llevó a Westergaard a mudarse a una casa vigilada por los servicios de inteligencia.
Dinamarca ya no parece la sociedad más feliz del planeta, como habían mostrado diversos estudios sobre la satisfacción de los ciudadanos. Los inmigrantes musulmanes se quejan cada vez más de las arbitrariedades patrioteras del gobierno de centro-derecha de Lars Løkke Rasmussen. Es de anotar que el mundo islámico tiene a Copenhague bajo la mira desde septiembre de 2005 por cuenta de las polémicas caricaturas que publicó el diario Jyllands-Posten. Semanas después, miles de musulmanes protestaron en sus calles, los embajadores de países islámicos expresaron su indignación y finalmente, en febrero de 2006, llegó el “día de la ira”, cuando el planeta vio por televisión cómo quemaban banderas danesas en las capitales árabes. Copenhague se disculpó, pero rehusó violar la libertad de expresión, lo que dejó sus relaciones con el mundo musulmán por el suelo, mientras los autores de los dibujos se han visto obligados a vivir en la clandestinidad.
Más allá del temor real de una oleada de terrorismo, el malestar de los daneses consiste hoy en la controversial idea de que la incursión del fundamentalismo islámico a través de la inmigración dará al traste con las costumbres nacionales y con el orden establecido. En el mundo globalizado, la migración ha sabido acomodarse en las naciones más receptivas, lo que alimenta la angustia de los sectores más conservadores de la sociedad. Dinamarca se ha convertido en el emblema de un proceso que envuelve a algunas de las sociedades más avanzadas del mundo.
Suiza es otro buen ejemplo. Allí, en noviembre, el 60 por ciento de los ciudadanos respaldó en un referendo la propuesta del ultra-derechista Partido Popular Suizo a favor de prohibir la construcción de minaretes en las mezquitas. En un país con ciudades como Ginebra, donde la mitad de los habitantes son inmigrantes, la decisión fue recibida como una bofetada. Las críticas volvieron a llover desde el mundo árabe, pero esta vez eran las banderas suizas las que ardían. La prensa bautizó los resultados como “un regalo de Navidad para la derecha europea”. Y el jefe de la Cruz Roja, René Rhinow, describió a su país como “una sociedad cada vez más angustiada”.
No se trata de un giro a la derecha en el mundo civilizado, según algunos observadores, pues los motivos no son políticos.
Las avanzadas sociedades están experimentando, más bien, un giro hacia la irracionalidad, pues su motivo no es otro que la angustia. Y como consecuencia, ha resurgido el populismo. En Dinamarca, con la alianza del partido de gobierno y el ultranacionalismo del Partido Popular Danés. En Suiza, con el apoyo mayoritario a la derecha antiislámica y a titulares como el de Die Weltwoche: ‘Los extranjeros son un mal negocio’.
La zozobra ha llegado también a la multicultural Francia. Hace dos semanas, en París, a la dramaturga argelina ‘Rayhana’, quien actúa y dirige en una obra sobre la opresión de las mujeres en Argelia, la persiguieron e insultaron dos árabes, antes de arrojarle combustible sobre el cuerpo y tirarle el pucho encendido de un cigarrillo. Como el caricaturista Westergaard, la artista tuvo suerte y la gasolina no se encendió. Pero la comodidad y la seguridad parecen cosa del pasado.