El nuevo zar

Con Vladímir Putin como candidato a las próximas presidenciales en Rusia, él y Dmitri Medvédev dejan en claro que no están dispuestos a entregar el poder del país más extenso del planeta.

Camilo Jiménez Santofimio
camilojimenezsantofimio
6 min readMay 23, 2016

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Image: http://www.kremlin.ru/text/images/92555.shtml — Creative Commons
  • Publicado el 1 de octubre de 2011 en la edición 1535 de la revista Semana
  • Por Camilo Jiménez Santofimio

Quien pensaba que con la caída de la Cortina de Hierro la vieja Rusia imperialista había desaparecido probablemente quedó boquiabierto el sábado de la semana pasada. No acababan de sonar las doce en Moscú cuando el presidente ruso, Dmitri Medvédev, trepó al escenario del Palacio de los Deportes. Tenía lugar la plenaria del partido oficialista Rusia Unida, pero las luces y la decoración rimbombantes hacían pensar en un evento de mayor calibre. Y así era. Medvédev iba a hacer un anuncio que analistas y periodistas venían vaticinando por años. “Considero que sería correcto que el congreso apoye la candidatura del presidente del partido, Vladímir Putin, para la Presidencia de Rusia”, dijo. Los delegados estallaron en júbilo al mejor estilo soviético. Y a Putin, que prácticamente acababa de ser coronado zar de Rusia, no le quedó más remedio que sonreír satisfecho y abrazar a su amigo.

La noticia estremeció al mundo. Ante las cámaras de televisión, Medvédev acababa de hacer público que él y Vladímir Putin no están dispuestos a entregar el poder del país más extenso del planeta. En 2008, Putin le había dejado la Presidencia a su hombre de confianza y había seguido como primer ministro. Ahora, Putin regresa a su verdadero cargo y le deja el segundo al actual jefe de Estado. Nadie duda de que Putin arrasará en las elecciones del próximo 4 de marzo y será el próximo presidente de Rusia, y como seguramente tras seis años irá por una nueva reelección, podría gobernar hasta 2024. El Kremlin ha vuelto a ser testigo de un enroque político, y a la democracia rusa le ha llegado la hora de la verdad. Con la seudotoma del poder del sábado pasado, el dúo fuerte de Rusia lanza un mensaje al mundo: la prioridad no es la democracia, sino la conquista del poder global. El imperio contraataca.

Las reacciones no se hicieron esperar. Washington enfatizó que el acercamiento a Moscú continuará, pero en el interior de la Casa Blanca cunde la alarma. Barack Obama y Medvédev han sido los arquitectos del nuevo comienzo de las relaciones ruso-estadounidense y han dado un paso histórico al reducir sus arsenales nucleares. Sin embargo, nadie esperaba un regreso tan rápido y obvio de Putin, que tiene la mano más dura que Medvédev y nunca le ha temido a un reinicio de la Guerra Fría. Los planes estadounidenses de construir un escudo antimisiles en Europa serán el primer caballito de batalla con que Putin le medirá el pulso al mundo. Alemania, por su parte, la nación más potente en el vecindario europeo, se ahorró cualquier comentario oficial. Pero internamente hay frustración y se habla de un “estancamiento político” en Moscú.

En Rusia, las reacciones fueron más audaces, incluso en el propio gobierno. Un asesor de Medvédev intentó boicotear la función del sábado por Twitter: “El congreso del partido no ofrece una sola razón para alegrarse”. Y fue secundado por el ministro de Finanzas, Alexéi Kudrin, quien renunció. Pero fueron los únicos funcionarios que se atrevieron a protestar. Por su parte, la oposición rusa mostró desaliento. El ex viceprimer ministro Boris Nemtsov vaticinó “un escenario de terror”, con más burocracia y más corrupción. Ante la ola de críticas, la tarde del domingo un vocero de Putin salió a decir, desafiante: “Los que están prediciendo tiempos turbios no tienen ni idea”.

Con Putin a pocos meses de alcanzar la cima del poder, vale la pena preguntarse quién es el hombre fuerte de Rusia.

En los medios circulan los clásicos atributos. Lo comparan con los zares, con déspotas ilustrados como Pedro I el Grande y Catalina II. Y un vistazo a la historia basta para saber que eso no es exagerado. Putin proviene de la Rusia predemocrática, de aquel país retratado en las novelas de León Tolstói y Fiódor Dostoyevski: una sociedad constituida por clanes, por círculos de influencia y por el poder del primogénito y del padrino, orientada hacia conseguir y conservar un estatus social. Pilar de esta tradición es Pedro I el Grande, que hace 300 años le dio a la nación estatus mundial. Erigió palacetes sobre los pantanos de San Petersburgo, no por someterse a la cultura de Occidente, sino para dejar claro que Rusia está presente en la Tierra.

En el despacho de Putin cuelga una pintura de Pedro el Grande. De ahí las viejas bromas sobre sus ínfulas zaristas, que desde el sábado pasado se han convertido en una verdad amarga. Putin cumple 59 años. Quien lo ha visto en persona, sin embargo, podría decir que tiene apenas 40. Es un tipo atlético, su rostro parece de acero y habla seca y rápidamente. Además, es el político más popular de la historia reciente de Rusia. Su antecesor, Borís Yeltsin, nunca pudo deshacerse de la imagen de borrachín. Además, les dejó a muchos rusos la impresión de que democracia era igual a decadencia. Durante sus dos periodos como presidente, Putin alzó la moral, rescató el orgullo patrio y encarnó la figura del líder supremo. El mundo lo ha visto cabalgando en las regiones fronterizas con Mongolia, cazando ballenas con un arpón en Kamchatka o pescando en Siberia con el pecho al descubierto.

Como presidente, Putin también recobró fuerza geopolítica. En 2006 organizó la Cumbre del G-8 en San Petersburgo y recibió a sus huéspedes en un castillo, con la noticia de que la economía rusa había tenido un crecimiento récord de 6,8 por ciento anual. Gazprom, la compañía más valiosa del mundo, es el distribuidor de gas más grande del planeta y usa todos los medios, incluida la fuerza, para extender su poder. La empresa, que también está presente en los sectores del petróleo, la aviación, los medios, el fútbol, la banca y la construcción, se ha convertido en un instrumento de presión política, al cerrarles la llave del gas a las democracias progresistas de Europa del Este que se niegan a arrodillarse. Putin, que se doctoró en temas energéticos, sabe lo importante que es el gas para Rusia. “Es la palanca fundamental de nuestra influencia global”, dijo una vez. No extraña que le haya mandado construir a la empresa una torre de vidrio de 77 pisos en San Petersburgo, valorada en dos millones de dólares.

Este es el hombre que pondrá a temblar al mundo a partir del próximo año.

Llegará con la fuerza de quien sacó a Rusia de la bancarrota moral y política del poscomunismo a gobernar un territorio que cobija 142 millones de habitantes y cubre 11 zonas horarias, rico en gas y minerales. Vladímir Putin es un organizador empedernido, que, siguiendo la tradición rusa, se ha rodeado de familiares, amigos de infancia y confidentes en la cima de un enorme aparato burocrático. Al fin y al cabo, Putin trabajó 16 años en la KGB, el servicio de espionaje de la Unión Soviética, y fue acusado durante su gobierno de instalar un Estado policial. En una investigación de 2007 titulada ‘La creación de un Estado KGB’, The Economist describió cómo Putin les usurpaba el poder a las élites económicas tradicionales para ponerlo en manos del nuevo servicio secreto FSB.

Esta no es la única acusación grave. Putin ha sido férreo a la hora de perseguir a los insurgentes chechenos, enemigos declarados de Moscú, pero ni él ni Medvédev han podido dar con los asesinos de docenas de políticos de oposición, de periodistas y defensores de derechos humanos. El caso del polémico multimillonario Mijaíl Jodorkovski ha puesto al descubierto la captura del poder Judicial por el Ejecutivo y la arbitrariedad de los hombres fuertes del Kremlin. Como si estuviera en pleno siglo XVIII, Jodorkovski está encarcelado en Siberia y condenado a trabajo forzoso. No por sus pecados del pasado, sino por haberle dado a su emporio petrolero un ímpetu democrático. El índice de corrupción de Transparency International ubica a Rusia en el puesto 154, detrás de dictaduras como Zimbabue o de países tan pobres como Haití.

Con la alianza Medvédev-Putin, el mundo no está presenciando el nacimiento de un nuevo imperio. El viejo imperio, más bien, había estado hibernando en el subsuelo de Moscú y acaba de despertar.

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