Un profundo malestar

A primera vista, poco tienen que ver los disturbios en Inglaterra con los movimientos en Europa y en el mundo árabe. En el fondo, sin embargo, los unen la decepción y la ira por el fracaso del Estado.

Camilo Jiménez Santofimio
camilojimenezsantofimio
6 min readMay 23, 2016

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  • Publicado el 13 de agosto de 2011 en la edición 1528 de la revista Semana
  • Por Camilo Jiménez Santofimio

Si algo queda claro después de cinco días de disturbios, saqueos, vehículos calcinados, cientos de arrestos y algunas muertes en las calles británicas es que hay dos Inglaterras. Una es aquella que se deleita con Shakespeare, toma el té a las cinco de la tarde y encarna la rica cultura que cada año millones de turistas quieren experimentar en carne propia.

La otra es un lugar desconocido. Uno al que el turista no entra, en el que la gente tiene apenas con qué comer y donde la juventud se alimenta de alcohol, drogas y resentimiento. Allí, las oportunidades de una vida cómoda son tan escasas como el éxito profesional. Es la Inglaterra de los barrios deprimidos de Londres, Liverpool y Manchester, una que no tiene trabajo o, si lo tiene, es mal pago y explotador.

Desde el sábado, el mundo ha empezado a conocer esta otra cara. Durante cinco días, miles de personas, en su mayoría jóvenes, se tomaron las calles de las ciudades principales para protestar, pero también para saquear y expresar su ira con violencia. fueron arrestadas 1.300 personas y cuatro murieron. “Algo anda mal en Inglaterra”, dijo el primer ministro, David Cameron, que debió cancelar sus vacaciones para afrontar la crisis y ordenar el despliegue de más de 16.000 policías armados de balas de goma y de tanquetas con cañones de agua.

Todo comenzó en el barrio londinense de Tottenham. Durante un operativo, una bala de la Policía le quitó la vida a Mark Duggan, un joven de 29 años presuntamente involucrado en negocios de droga. La noticia de su muerte se difundió por Twitter y pronto docenas de personas comenzaron a manifestar pacíficamente frente a una estación de Policía. Nadie imaginaba que la protesta terminaría en una ola de violencia que dejaría a Tottenham en llamas.

“Fue como en una guerra”, dijo un habitante.

El domingo volaban cocteles molotov por las calles y grupos organizados a través de redes sociales combatían a la Policía, rompían vitrinas y saqueaban almacenes. El lunes y martes, la turba alcanzó los barrios de Enfield y Brixton y ciudades como Manchester, Liverpool y Nottingham. Pronto, cayó abaleada la primera víctima. La noche del martes los disturbios se trasladaron a Birmingham, y allí la violencia alcanzó su clímax. Mientras protegían locales comerciales, la madrugada del miércoles, tres jóvenes musulmanes fueron asesinados por un coche que los embistió.

La calma regresó el jueves, cuando la lluvia y la Policía apaciguaron a la gente. Entre tanto, Cameron, llegado de urgencia de sus vacaciones, se encontró con un país con docenas de heridos, ciudades semidestruidas y grupos de autodefensa patrullando por los barrios afectados. Una cámara de seguridad captó a un joven malasio de 20 años, ensangrentado y choqueado, que acababa de recibir una paliza y tenía la mandíbula rota. Estaba tirado en el suelo, a plena luz del día, cuando un grupo de jóvenes se le acercó aparentemente para auxiliarlo, pero lo atracó.

Estas escenas, dignas del tercer mundo, conmovieron al propio Cameron: “Hay sectores de nuestra sociedad que no solo están en decadencia, sino que francamente están enfermos. (…) La crisis no es solo política, sino también moral”. Todos los bandos políticos se han unido para condenar la ola de violencia. Por ejemplo, el escritor y periodista Kenen Malik advirtió sobre el peligro de llamar “protestas” a lo que él calificó de “mezcla de rabia incoherente, de matonería de pandillas y de caos adolescente”.

Inglaterra está estremecida. En un país que ha sufrido los estragos del terrorismo, que se prepara para los Olímpicos de 2012 y que es famoso porque en cada esquina hay una cámara, las masas salen sin miedo a la calle, agreden a policías y roban almacenes. En la nación de Oxford y Cambridge parece haber estallado una olla social conocida por muchos, pero ignorada por años. ¿Acaba de presenciar el mundo una réplica inglesa de los movimientos de los países árabes, de España y de Francia? ¿O, como afirma la Policía británica, se trata de acciones en serie del crimen organizado?

La opinión pública está dividida. Sectores cercanos al gobierno no admiten un transfondo político y hablan de “insurrectos sin causa”, de “criminalidad” y de “’hooliganismo’”. En los días más críticos, llegaron a exigir la entrada del Ejército. Siguiendo esta línea, un corresponsal alemán escribió: “Hay que entender que a diferencia del resto de Europa y el mundo árabe, a los saqueadores de Londres nada les importa. No luchan en nombre de las comunidades pobres. Lo que hacen es, más bien, destruirlas”.

En efecto, hay razones para ver con ojos críticos a los insurgentes ingleses. Según Scotland Yard, no todos son tan jóvenes, ni desempleados, ni están tan indignados. Hubo también criminales profesionales escondidos detrás de las protestas o personas que “cayeron en la tentación de cometer crímenes”.

Esto último, sin embargo, habla más a favor de una crisis de autoridad que de un ‘hooliganismo’ espontáneo.

En los barrios donde se desató la violencia reinan las clases bajas y el Estado siempre ha sido débil. “¿Quién gobierna a Inglaterra?”, rezaba el título de un reportaje de 2005 sobre los extramuros de Londres. Si bien las pandillas encontraron en los disturbios una ocasión para actuar, el problema no es nuevo. En esas zonas, el 60 por ciento de los niños crece sin padre y la educación es limitada. Se vive en la miseria y el olvido. Vistos así, los disturbios podrían ser el capítulo inglés de los violentos enfrentamientos entre los habitantes de los suburbios pobres de París y la Policía en 2005.

Pero se puede ir más allá. Algunos analistas defienden la tesis de que la causa de los disturbios y los saqueos radica en las fallas de la política, la decepción juvenil y la decadencia del Estado. Culpan a Cameron de haber olvidado el lema de su predecesor, Tony Blair, según el cual el gobierno debe ser “duro con el crimen, pero también duro con las causas del crimen”. Cameron ha dispuesto recortes en la seguridad ciudadana y la inversión social. El alcalde de Londres, Boris Johnson, posible contendor de Cameron en las próximas elecciones, se refirió a los hechos como una “explosión social” y una “insurrección de los niños de la calle”. Y Richard Sennet, sociólogo del London School of Economics, culpó al Ejecutivo de “aislar a los jóvenes para, después, criminalizarlos”.

Para comentaristas cercanos a esta interpretación, existe -en Inglaterra, así como en Europa continental- un malestar en la cultura. Las nuevas generaciones se sienten excluidas de los procesos políticos, extrañan un sentido de comunidad y necesitan manifestarse. En España y Francia, la élite intelectual conocida como Indignados protesta pacífica pero impetuosamente. En Israel, la juventud no quiere más inversiones militares e intenta forzar un giro político hacia los problemas del israelí normal. En Alemania, bajo el nombre de Wutbürger (ciudadanos iracundos), miles de jóvenes obligaron al gobierno a abandonar la energía nuclear tras la tragedia de Fukushima y los habitantes de la conservadora Stuttgart bloquearon la construcción de una superestación de trenes.

En Inglaterra se ha alzado la clase baja, que es agresiva por instinto y carece de educación. Y sin poder darle un foco ideológico ni político a la rabia causada por la desigualdad y la falta de oportunidades, terminó por salir a las calles a saquear y prender fuego. Esto, sin embargo, no la aleja de las protestas generalizadas tanto como se podría pensar. El malestar es profundo, porque los Estados se han olvidado de la gente.

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