Una generación de víctimas

Los que sufrieron la Violencia de los años cincuenta nunca pudieron integrarse a la sociedad. ¿Podrán hacerlo los sobrevivientes del conflicto actual? Este es otro gran desafío que enfrenta Colombia.

Camilo Jiménez Santofimio
camilojimenezsantofimio
5 min readOct 27, 2016

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  • Publicado el 3 de junio de 2013 en la edición 1622 de Semana
  • Por Camilo Jiménez Santofimio

El cuarto está vacío. La cama, limpia y tendida. Hay algunas sillas y una ventana que deja ver una grama verde y una construcción de ladrillo y cemento. El cielo está gris.

Cientos de familias han pasado por estas alcobas, por estos corredores y por las puertas grandes y pesadas del Centro Integral de Rehabilitación de Colombia (Cirec), en el occidente de Bogotá. Han llegado aquí aterrorizadas, implorando para que un médico le salve la vida a alguno de sus integrantes, y han salido con un trozo de esperanza: conscientes de haber sobrevivido a la guerra.

¿Pero qué sigue? Aida Lucía Martínez conoce esta historia y esta pregunta muy bien, pero ignora la respuesta. Ella, una mujer inteligente, despierta y de gestos suaves, coordina el área de medicina del Cirec desde hace 17 años. “Todos los días quedo conmovida”, dice. Martínez es una de las primeras personas que las víctimas ven después de advertir que siguen con vida. Muchas veces, ella debe explicarles que ahora la realidad será más compleja de lo que parece.

El Cirec existe desde hace 36 años y es uno de los lugares adonde llegan quienes han podido esquivar la muerte. Tras cerca de 30 años, el conflicto deja hoy casi seis millones de víctimas: menores reclutados, mujeres violadas, miles de extorsionados, desplazados, secuestrados, torturados, heridos por las bombas, las granadas, las minas antipersonal y las masacres. Y la mayoría eran aún niños o jóvenes cuando la guerra irrumpió en sus días. De cada cinco víctimas una es menor de 12 años, es decir, un total de 1'163.218. Todos han tenido que reconstruir sus vidas. ¿Qué ha sido de ellos? ¿Cómo se sienten, cómo viven quienes integran esa generación?

Para este reportaje, SEMANA se preguntó qué significa sobrevivir. Y tras conversar con expertos, terapeutas, activistas, protectores y con las mismas víctimas, llegó a una conclusión dolorosa: en la mayoría de los casos, la vida no ha sido un regalo sino un castigo, una lucha permanente y cruel contra las dificultades. No solo por los efectos psicológicos y materiales propios de la violencia, sino también por la incapacidad del Estado, el sector privado y la sociedad de lidiar con las víctimas, repararlas y darles una vida digna. Algunos enfrentan el nuevo capítulo con bravura, pero otros se rinden con rapidez. Algunos tienen suerte: trabajan y construyen una nueva existencia. Otros, en cambio, nunca se libran del peso de llamarse víctimas: sucumben a nuevas intimidaciones, a la hostilidad y las balas y reviven el pasado.

En su libro Violencia pública en Colombia, el académico Marco Palacio recuerda que en Colombia ha habido dos oleadas de violencia, una en los años cincuenta, y otra más recientemente. En ambas, miles de jóvenes y menores fueron victimizados. En la primera nunca hubo una resocialización… ¿Y en la segunda? Esa pregunta está abierta hoy. Demasiadas víctimas de la guerra han sido menores de edad. ¿Cómo integrarlos? ¿Cómo ayudarles a vivir, a perdonar, a reconciliarse?

Aida Lucía Martínez tiene en sus manos las viejas fotos de niños mutilados que esta revista publicó hace diez años, cuando llegaron al Cirec. Las mira, señala con un dedo y dice: “A este lo recuerdo… a este también”. Pero ella no sabe qué ha sido de ellos desde que dejaron su institución. Algunos han vuelto solo un par de veces para hacerse ver las prótesis. Otros, como un niño guambiano de 10 años, dijeron adiós para siempre: no aguantaron la ciudad y una vida nueva y distinta. “Mi papel es limitado y eso me da dolor porque sé que allá afuera la vida es dura”, dice Martínez.

“¡Somos sobrevivientes!”

Al otro lado de Bogotá, en un salón del Club El Nogal, Lina Marcela Ortiz exclama: “¡No somos víctimas, somos sobrevivientes!”. Esta joven asesora de una empresa multinacional perdió a sus 13 años una pierna después de que unos milicianos de las Farc lanzaran una granada desde una moto. Fue un día después de Navidad, que ella, que entonces era una niña, pasaba con su padre, un policía, en una estación en el sur del Huila. Sobrevivió, logró recuperarse y salir adelante. Pero como la experta del Cirec, también ella sabe que su caso es excepcional.

Por eso hoy está acá. Junto a Ortiz hay expertos y activistas, que conocen como pocos las vicisitudes de las víctimas y que se reunieron con SEMANA por iniciativa de Actívate Colombia para hablar del tema que más los preocupa: la supervivencia. “Hay que combatir la estela de lástima y comenzar por el lenguaje: en vez de víctimas, hablemos de sobrevivientes”, dice un joven que se mueve con agilidad sobre una silla de ruedas. Es Juan Pablo Salazar, director de la Fundación Arcángeles. Quedó discapacitado tras un accidente y ha trabajado con docenas de sobrevivientes y dirigido campañas como Remángate, dedicada a las víctimas de minas antipersonal.

Todos los expertos consultados por esta revista coinciden en que la estigmatización, hoy incluso inconsciente, predomina en el trato de los sobrevivientes del conflicto. “Hay que cambiar el ‘chip’ y no victimizar”, dice Ana Arizabaleta de la organización Colombianitos. “No podemos mantener separadas a las víctimas del resto de la sociedad”, dijo la activista Claudia Caballero. “Hay que integrar a los sobrevivientes y guiarlos enseñándoles a tener autonomía”, dijo Gladys Sanmiguel, de la Corporación Matamoros.

El Estado colombiano no ha sido del todo ciego ante las penas de los sobrevivientes. Por primera vez, reconoce a las víctimas e intenta una reparación a gran escala, lo que empieza ya a crear una percepción que antes brillaba por su ausencia: ‘Yo le importo al Estado’.

Y sin embargo, ser sobreviviente en Colombia significa en la mayoría de los casos vivir en medio de la inequidad y la pobreza. Y mientras estas circunstancias no cambien, la posibilidad de una vida verdaderamente nueva es lejana. Los tratamientos de rehabilitación son caros y limitados. Liliana Iriarte, de United for Colombia, ha atendido a 58 niños con grandes esfuerzos. “Es muy costoso”, dice. Además, la sociedad colombiana no parece preparada para aceptar y convivir con los sobrevivientes. Según la más reciente encuesta Mundial de Valores, la gente no sólo rechaza la idea de ser vecino de un paramilitar o un guerrillero desmovilizado, sino también de un sobreviviente.

Nadie puede remediar lo que ya les pasó a los millones de víctimas. Pero para superar el pasado hay que procesarlo dentro de un presente distinto, más amable y comprensivo, que estribe en la acción afirmativa: no solo del gobierno de turno y las instituciones del Estado, sino también del sector privado y la sociedad civil.

Este es quizás el gran desafío que enfrenta Colombia. Si se pone fin al conflicto armado e incluso si se logra enfrentar peligros de seguridad como las bandas criminales y el narcotráfico que se ciernen sobre el posconflicto, el país entero todavía estará en mora de advertir que alberga, literalmente, una generación de víctimas: millones de colombianos que no solo merecen una reparación plena, sino que deben integrarse en la sociedad. Ese es un requisito indispensable para construir una nación viable y en paz.

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