Ojos de dembow

Jorge André Hernández
Campos Elíseos
Published in
14 min readMar 31, 2024
Oksana Kryvonos
Cortesía: Oksana Kryvonos

La primera toma de una película: el primerísimo primer plano de dos pares de zapatos sobre un tapete de bienvenida y arrastrándolos para limpiar la suela. Unos pies más pequeños vestidos con zapatos blancos, unos tobillos asomándose hasta que cubre el pantalón. Los otros dos, más grandes que los anteriores, usaban unas botas cafés de caña media con suela roja que no deja ninguna área de piel a relucir. Dos pares de pies frente a una puerta.

Al otro lado del umbral se siente el retumbar de las vibraciones graves, como si el parlante estuviera apuntando al piso. Al abrir la puerta, una mujer con anteojos y pelo rizado, como el personaje excéntrico de una romcom, los recibe. “¡Fede, convenciste a Gaby para que venga!”, les dice en voz alta por la música desatada que antes estaba contenida por la puerta, mientras se abrazan y se besan en la mejilla.

Al momento de cerrar la puerta, la música se encerró con ellos para, apenas al percibir sus pulsaciones y escuchar levemente: “¡Pueden sentarse donde quieran y en la cocina están los tragos!”, y un imperceptible “¡Gracias, Sofi!”. Al mirarse, Gaby y Fede supieron qué hacer: ella busca un lugar para sentarse, un sitio donde la melodía del parlante se escuche con la posibilidad de hablar sin desgarrar las cuerdas vocales; mientras él lleva la botella de ron que compraron a la cocina y les hace un par de cubalibres, el cóctel básico que se aprende dentro del pénsum de la vida universitaria.

Una onza y cuarto de ron, un cuarto de jugo de limón, agrega hielo para llenar el vaso, tres oz. de gaseosa negra y repite el proceso para hacer otro. En ese momento de coctelería amateur, receta aprendida de alguna aplicación de celular, una mirada escanea el paso a paso de Fede. Al alzar la mirada se topa con dos ojos enmarcados por lentes, que sin temor lo miran desde el pasillo, afuera de la cocina.

Él sale con los dos cubalibres en las manos, mientras los ojos inmutables se fijan en los otros, como dos amortiguadores todoterreno que aguantan el desnivel para mantener la estabilidad de la mirada. Así se miraron fijamente hasta la salida de Fede de la cocina para buscar a Gaby. Momentos extraños de maniobras nunca antes realizadas. Fede estaba angustiado por la inercia total de sí mismo y la inmutabilidad de sus rostros.

Al encontrar a Gaby, los cubos de hielo habían perdido densidad y de opaco pasaron a transparente. Ella se había encontrado con Diego, otro compañero de la universidad que siempre estuvo babeando por ella. Es sencillo percibir el interés, sobre todo cuando uno está fuera del hechizo de la ficción que nos creamos en la cabeza. Fede se acercó con cuidado. Diego se levanta para saludarlo, después de haberle dado el vaso a Gaby.

“¿Le pusiste limón?”, pregunta Gaby viendo las burbujas golpearse con los hielos en el vaso.

“Claro, así se hace el cubalibre”, responde Fede sonriendo levemente para después tomar un sorbo.

“Ay, perdón señor bartender”, responde Gaby enviando señales en clave morse con los ojos: ‘P-E-N-D-E-J-O’.

“¿Ese tatuaje es nuevo?”, pregunta Diego a Fede mientras le señala los puntos de tinta que no cubre la camisa de manga corta, “¿Cuántos llevas?”

“Ahh, sí”, exclama Fede mientras ase arremanga la camisa, “es un lobo…”.

“Es un homenaje a su libro favorito”, le interrumpe Gaby sabiendo que a Fede le disgusta, que le roben las palabras.

“Sí, es en honor a mi libro favorito”, responde Fede mirándola mal, “y es el quinto tatuaje que me hago”.

“Ohh, yo la verdad no soy de tatuajes…”, iba a comentar Diego.

“También me tatué”, agrega Gaby señalando las finas líneas negras que le dibujaron en la clavícula.

“Como decía, no soy de tatuajes grandes, así de delicado se ven mucho mejor”, termina Diego mientras acerca sus ojos a la piel descubierta de Gaby, “¿Qué significa la ola? ¿Otro libro?”.

“¿Libro? El adefesioso este que se tatúa libros”, responde Gaby sonriéndole a Fede que le miraba mal otra vez, “el tatuaje de la ola es por el mar. AMO la playa”.

El calor de una mirada traspasa el cuarto y calienta un costado de la nuca de Fede. La misma chica de anteojos lo mira de reojo entre lapsos breves, con la ingenua intención de que con quien hable no se dé cuenta de los puntos de fuga de sus ojos que apuntan de vez en cuando al otro lado del cuarto. Fede también comienza a mirarla sutilmente, pero Gaby reconoce su distracción cuando no reaccionó a su comentario sobre películas de superhéroes, y le pregunta: “¿Jugando a quién pestañea primero?”.

Fede se sacude ente la pregunta de Gaby. Como regresar al cuerpo después de haberse desdoblado. “¿Qué? ¿Cómo?”, le pregunta a ella sacudiéndose un poco para reaccionar.

“¿Quién es ella? “, reitera Gaby, con una mirada picarona parecida al de una caricatura.

“¿Quién?, responde Fede sin saber a qué se refiere.

“¡No te hagas el pendejo!”, dice para señalar a la chica de anteojos del fondo que parece haberse encontrado con un conocido, “Esa chica que te la pasaste mirando como baboso”.

“No sé, me comenzó a mirar desde que fui a hacer los tragos y bueno, fue algo hipnótico”, asegura Fede alzando los hombros, bajando los párpados y el vértice de sus labios.

“Creo que se gustan”, interrumpe Diego a la conversación, “mejor acércate, no te ahueves”.

Fede tambalea un poco sobre la silla. Como que quiere levantarse a acercarse a la chica que lo mira fijamente, como ciega mirando una pared; sin embargo, desiste ante la terrible e inminente posibilidad de un rechazo público. “Capaz me mira porque me vio en algún sitio”, murmura para Diego y Gaby, “a veces pasa, vemos personas y las topamos en otro lado”.

Gaby se desliza hasta donde está él, lo mira con sus ojos tiernos, esos anteojos que usa cuando quiere llegar al niño interno de Fede, y le dice: “¿No crees muy grande para estas tonteras? Ya no tienes 15 años”.

“¿Quién dice que el miedo tiene edad?”, responde Fede a la defensiva.

“Ay, no te me pongas así, no me des razón”, le contesta Gaby poniéndole una mano sobre su rodilla, “¿Qué puedes perder solo al acercarte y decirle hola? Nada, si le gustas sales feliz con esa sonrisa de bobo que tienes y si no, ya pues, la vida sigue, regresas y nos seguimos tomando esa botella de ron que por algo compramos”.

“No quiero que se rompa la magia”, dice Fede mirando el piso.

“¿Cómo?”.

“La magia. Esa historia que uno se cuenta de una posibilidad que nunca se concretó, pero te dices a ti mismo “Ahh perdí una oportunidad”; en vez de sentir la fea realidad de reconocer que simplemente no atraes ni electrones”.

“Insisto, no estás en edad de este tipo de inseguridades… Y sí, antes que me interrumpas, la inseguridad no tiene edad, pero eso no atrae a nadie, Fede, carajo. Así que no te me vengas con huevadas, te tomas otro cubalibre, porque el mío ya se acabó (y uno para mí, porfa, dice Diego que enseguida fue disparado por una mirada proyectil de Fede)… No jodas, Diego, y tú apenas te tomes otro, deja que el alcohol decida por ti. Háblale, capaz le gusta lo mismo que tú. Sácale a bailar, capaz fluye. Talvez no regresas a casa esta noche. No lo sabrás si no lo intentas”.

El sermón maternal de Gaby achicopaló a Fede. Lo dejó como un papel mojado. El corazón, en vez de resquebrajarse, se aguó y se puso blandito. Ella sabe como romper el hormigón y enternecerlo. Como dice esa frase anónima, los más grandes y bravos son los más dulces y tiernos.

Fede se levanta con una ligereza que solo se puede obtener después de una ducha. Se dirige a la cocina y repite el proceso de los cubalibres, que aprendió de la amistad, una vez estrecha y ahora distante, con Kendrick, ese amigo que te acompaña a descubrir el abismo de los vicios y a sobrevivir. Regresa con tres vasos, incluso le hizo un trago a Diego para que no joda, y ahí se lo bebió con ellos, con una sonrisa escondida entre los efectos etílicos.

En un momento, Fede termina una discusión sobre por qué el binomio cuadrado perfecto le ha ayudado a muchas cosas hoy en día, mientras Gaby y Diego defienden la inutilidad de no solo de ese caso, sino de toda el álgebra y las matemáticas en su vida. Al ceder, él solo decide mirarle a Gaby, sonreírle, guiñarle un ojo y levantarse hacia donde está la chica con los ojos enmarcados.

Ella ya no se encontraba mirándolo, sino que hablaba con otras dos chicas y un chico le tocaba la espalda. Fede vio detalladamente cómo le acariciaban la espalda y el desánimo reventó en su rostro. De inmediato se desvía hacia la cocina, para evitar una actitud rara más notoria. Hace otro vaso para él, pero esta vez decide cambiar de trago, un mojito.

Agarra el ron y se da cuenta de que es café y el mojito es con ron blanco. Le importó un comino y arrojó 2 onzas en el vaso. Con un golpe se acuerda que necesita limón cortado y hierba buena. Asalta la refrigeradora y, por coincidencia, encuentra los dos ingredientes. Casi se olvida del azúcar, que encuentra escondido en una alacena junto al café. Lo machaca todo en el vaso, lo llena de hielo y vierte el agua tónica que le robó a los que trajeron el gin.

Sabe que algo hizo mal el mojito, pero desde usar el ron café toda la receta se transforma, así que no le importa. Igual, solo quiere beber. Solo quería cambiar el cubalibre, que le recordaba a todas las fiestas de la universidad, donde el miedo le invadió y le entumeció la boca y los pies. El cubalibre como el sinónimo de su inmadurez y de su ineptitud social. Sin embargo, Fede sabe que hay algo mágico en él, eso siente, eso percibe, como si debajo de tanto petróleo hay un diamante filoso que a veces es liberado.

“Hola”, escucha Fede, alza la mirada que tenía puesta en un vaso a medio llenar y encuentra a la chica con quien se miraba, “¿qué te hiciste?”.

“Ehh, hola”, Fede contesta sonrojado, “es un mojito”.

“¿Me puedes hacer uno?”, pregunta ella, “no tomo uno hace uff y estoy harta de la cerveza”.

“¿Harta de la cerveza? Pero si es tan buena, a menos que hayan traído esa que es más agua que cebada…”, contestó, “pero ahora te hago un mojito para ti”.

El mismo proceso hecho ya por segunda vez. La mirada de ella revisaba cada acto. En el momento de desenroscar la tapa de la botella, sus ojos giraron con el movimiento de la mano y su nariz sutilmente olfateó el olor a caña destilada del ron. Sonrió discretamente y al darse cuenta de que no dejaba a Fede continuar con la preparación del trago.

Un mojito más y chan chan, el espíritu se transporta a la orilla del mar con el ácido del limón contrapuesto con el dulzor del ron y la gaseosa. La yuxtaposición recreada en tantos años de borracheras. Así se ve ella mientras da el primer sorbo, como si Tito Puente dirigiera el ritmo de sus latidos y Willie Colón con la trompeta moviera sus pies. Apenas le mira directamente a los ojos, él entiende que quiere bailar.

“¿Vamos?”, Fede medio le grita cerca a sus orejas mientras un tumbao radioactivo comienza a sonar de una Fania All Universe del espacio exterior comienza a sonar del parlante y con los ojos a le apunto a ese espacio de la casa donde debía estar la sala y ahora es pista de baile. Ella toma un sorbo extendido. Le agarra la mano y con un vaivén de cadera guía a Fede hasta donde las luces se cruzan y el piso vibra, entre el zapateo y la música, cerca a los dos de magnitud en la Escala Richter.

En el camino, Gaby mira a Fede de lejos, señalando el vaso vacío, pidiéndole otro cubalibre más. Él, con la sonrisa pícara del que cree que en la noche habrá lluvia de estrellas sobre sus sábanas, alza los hombros y con la nariz señala a Diego que se encuentra respirando y existiendo atrás suyo con la esperanza que ella le permita demostrarle que puede ser más que el que está detrás de ella. En la resignación de ver a su bartender privado irse al ritmo de los tambores y el roce de los pantalones, le pide a su Brainy personal que demuestre sus dotes en la preparación del alcohol.

Apenas Fede pudo ver a Gaby cuando le dio el vaso a Diego y él feliz se va a la cocina, de una, la idea de que se acabara el ron en un par de tragos se le viene a la cabeza. Sin embargo, ella se da la vuelta y comienza a sacudirse en la psicodelia de la selva de baldosa, donde brillan puntos de colores primarios y la preocupación se va con el olor que emana su cabello al pasearse frente a su rostro. Aroma de mango incandescente que embriaga y disocia, y ojos que le fija la mirada para seguir un dembow epiléptico de arena y mar.

El ritmo crea una coraza entre su piel y el aire caliente que vaporiza la luz. Entre la niebla electro-tropical de colores ultravioleta, sus ojos se enganchan con los de Fede.

Los ojos, objeto de estudio de oftalmólogos y poetas, presentan un gancho místico que supera la velocidad del sonido y se transforma en ondas imperceptibles o en un alumbrado alienígena. Existen miradas vagas, ojos taciturnos y ráfagas de luz provenientes de la intensidad del reflejo que existe en sus retinas.

Entre los flashes, que destruyen la realidad para que se vuelva a componer, junto con un bajo y tambores descontrolados, se hipnotizan los pies y caderas de los dos para entrar en un círculo de fuego destructivo a base de dembow. Los ojos de ella se fijan en los de Fede y el centro de gravedad se coloca en el medio del rostro de él para seguir mirándola: todo su cuerpo cede a la electricidad musical del ritmo, pero las pupilas no dejan de enfocar.

La mirada de ella, penetrante. Fija. Pupilas sobre estimuladas. Sin miedo. Entre intimidante y seductora, petrificando los músculos del rostro de Fede. Él observa su mínimo parpadeo marcado por el movimiento de sus brazos y pies. La contempla girar sobres tus caderas con la mirada fija, como si esperara algo.

Mirada de gato. Ojos felinos que ven fijamente la muerte pasar cerca de la córnea de él. Hechizo que empuja a Fede a ver su vida terminar. La futura destrucción por no evitar mirarla mientras no deja de bailar.

Entre el jugueteo y el alcohol, que al evaporarse creó una niebla a su alrededor, el tiempo voló. Las manecillas del reloj dejaron de sonar tic tac y el siseo de la arena dejó de emitirse. Fede no sabía cuanto tiempo pasó mientras bailó con ella. Se desconectó en el momento que ella dejó el vaso de mojito encima de una mesa cualquiera y sus brazos danzaron libremente entre sus caderas y los hombros de él.

En un momento las luces comenzaron a parpadear y el lugar comenzó a oscurecerse. La música comenzó a sonar expandida. La pista de baile se sentía menos apretada y las ondas de las vibraciones fueron más largas, denotando vacío. Los sonidos tropicanibales se dilatan en la sala y adornan la noche — ¿o madrugada? — con un reguetón fantasmagórico. El fantasma de un perreo sobrenatural y banda sonora del peligro innato donde hasta la humedad mata. Una fiesta de Halloween en pleno agosto, donde el aire del trópico circula y enfría el calor y la cachondez virulenta que salta de cuerpo en cuerpo.

Fede reacciona y mira alrededor suyo. La chica que le enredó entre sus brazos desapareció al frente suyo. La gente a su alrededor ya no estaba. Parecía ser el único en la casa. “¡¿Gaby?! ¡¿Sofi?! ¡¿Diego?!”, exclama y poco a poco alza poco a poco la voz en cada repetición.

En el fondo se escuchan varias explosiones. “Son fuegos artificiales, no una balacera”, piensa Fede mientras detecta la falta del timbre metálico en el estallido emitido a varias cuadras de ahí. En seco, paró la música. El giro hacia el parlante del tamaño de una pelota de fútbol americano, que solo había visto en películas y series gringas. De pronto, en un golpe suena la palpitación de una canción de reguetón, de las que escuchan los primos más jóvenes.

Un boom frío tras otro confluyen con el tupa-tupa cálido creando un huracán en la sala sin que haya nadie. La voz de un cantante, que parece que le faltase movilidad en la mandíbula y más fuerza en las cuerdas vocales, comienza a toser “Y dime qué quieres beber, es que tú eres mi bebé”. La canción hizo que Fede recuerde su última fiesta antes de cumplir 30 años: el alcohol, el corazón adormecido, la soledad y a Gaby que lloraba en silencio mientras todos bailaban a su alrededor.

En varios movimientos violentos, él siente como le agarran las extremidades mientras le tapan la boca y la nariz. Al inicio cree que puede con sus captores. No siente mucha fuerza en sus manos y brazos; sin embargo, su cerebro comienza a apagarse y cae mientras mira varios zapatos que lo rodean y suena otro tupa-tupa intenso y veloz.

Un corazón cuasi palpitante es sostenido con una mano vestida con un guante de látex celeste, mientras otra mano empuña un bisturí que va cortando profundamente el miocardio. Hacen cuatro cortes con una curva poco pronunciada en los ventrículos y aurículas, para facilitar la visión interna de las cuatro cavidades. Además, rasga la vena cava y la arteria aorta para extender las cañerías y revisar cada espacio del motor biológico.

“¿Te demoras?”, dice una voz familiar, un poco quebrada, “Ya quiero terminar con esto”.

“Esto no es sencillo”, responde la otra mujer que se encarga de disección, “Si corto mal, no podré ver bien las marcas”.

“Mi estómago se revuelve”, contesta con la voz más quebradiza aún, “Era mi amigo”.

“No jodas, Gaby”, contesta con fuerza, “tú sabías qué sucedería”.

“¿Pero debía ser él?”.

“Sí, de los otros nombres, nadie más calificaba”.

“¿Segura?”, pregunta Gaby mientras aspira algo acuoso, “Podía ser Diego, a ese podían agarrarlo, no tengo conflicto”.

“No, a Fede lo investigamos”, le alza la voz agotada de la conversación, “Parecía ser un hombre de buen corazón, ninguna mujer tuvo una queja así como densa”.

“Por eso, era un hombre bueno”, responde Gaby con la voz apagándose, “¿Para qué matar alguien así?

“Yo no soy la que hace las reglas”, responde con entonaciones agudas y respiración profunda.

El corazón comienza a limpiarse profundamente. Con un pequeño chorro de agua, para no arruinar la búsqueda, comienzan a sacar los coágulos que quedan pegados al músculo después de tener escurriendo el órgano.

La misma mujer que cortó cada área agarra una lupa y comienza a recorrer cada fibra. Gaby se encuentra atrás sin poder mirar. De vez en cuando ojea las manos de esta persona que agarró el corazón de su amigo, después de que lo apuñalaran con un golpe seco. “Es parte del sacrificio que todos debemos hacer”, le había dicho la chica que sacó a bailar a Fede. Ella no entendía qué debió hacer, por qué tenían que hacerlo.

“Mmm”, masculló.

“¿Qué?”, preguntó Gaby con una voz más nítida, “¿Qué encontraste?”.

La mujer se aleja del corazón desarmado. Deambula alrededor de la mesa donde el órgano dejó de palpitar. Ella se detiene frente a Gaby y la mira con temor. “No nos sirve”, balbucea.

“¿Cómo?”, pregunta Gaby alzando la ceja.

“Fede no nos sirve para la ceremonia”, contesta dando un paso atrás.

“¡¿Qué dices?!”, vuelve a preguntar más alterada.

“Aunque parecía que todo estaría bien, su corazón estaba dañándose”.

“¡Qué me estás diciendo?!”, pregunta con una mirada penetrante, “Más te vale decirme algo que justifique todo esto”.

“Mejor me retiro”, contesta mientras da varios pasos hacia la puerta, “No te extralimites, es difícil encontrar alguien así de puro”. Se va y deja a Gaby sola frente al fantasma de su amigo. Ella se atraganta con las palabras y no sabe qué decir, pero con un solo grito dice: “¡Hijas de puta!”.

Canción para leer:

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