Último día en la Tierra

Amigos en prisión

Enrique I. Castillo
CanCerbero
Published in
7 min readApr 27, 2023

--

La última vez que lo vi me pidió dos monedas. Ese día era su cumpleaños. Nunca supe, nuca supimos quienes éramos cercanos a él, si fue gradual o abrupto su descenso hacia la locura. Tal vez hubo alguna señal y no quisimos ver. Tal vez. Recuerdo algún atisbo mientras bebía con él una tarde. Dio un trago profundo a su vodka y después de unos instantes de silencio me dijo, con cierta preocupación, que algo no andaba bien con su vista, de repente se tornaba borrosa y había momentos en que veía o creía ver objetos y personas que no estaban ahí.

A Gonzalo Trinidad Valtierra le gustaba beber a la par de lo que le impulsaba la vida a escribir. Actividades indisolubles para él. Escribir también significaba hablar, contar historias. Inventarlas mientras los tragos sucedían. Por eso atribuí lo que dijo sobre su vista a que acompañaba la bebida con una narración. No supe qué más podía decirle, además de que era necesario que lo revisara un médico. Después le restó importancia al asunto y la charla derivó en otros temas.

Otra ocasión teníamos que encontrarnos para hablar de proyectos venideros. Como es usual en mí, llegue tarde. Él ya estaba sentado a la mesa con un trago en la mano. Mientras me acercaba escuché que hablaba en voz baja. No distinguí lo que decía. Tenía la vista fija hacia la nada y tardó varios segundos en notar mi presencia, aun cuando me senté frente a él. Sacudió la cabeza y fue como si despertara de repente. Parecía desorientado. Unos instantes después recobró el ánimo y bebimos y charlamos como si nada hubiera ocurrido.

Kathia, su novia, también comenzó a notar cambios en su conducta. Preocupada, a mí y a otros amigos nos contó que, en más de una ocasión, de repente, había interrumpido sus conversaciones, dejaba las frases a medio terminar y las intercambiaba por silencios incómodos, que los ojos de Gonzalo estaban fijos, observando un punto indefinido y que movía los labios, como si hablara, pero no emitía sonidos. Por más que ella había insistido, él minimizaba los episodios, atribuyéndolos al estrés laboral.

¿Debimos haber hecho algo más? Sin duda. Es más bien común cegarnos ante las dificultades que la vida nos arroja. Confiamos en que los problemas se resolverán por si solos. Esto ha sido el origen de más de una desgracia.

Gonzalo, Luis y yo celebrábamos la publicación de tres libros bajo el sello editorial de CanCerbero, ese proyecto literario que, sin saber bien cómo, habíamos logrado mantener a flote por varios años. La botella de ron (la que pensamos que sería la primera de la noche) estaba por acabarse cuando Gonzalo se levantó al baño. Nada parecía fuera de lugar hasta que escuchamos un alboroto procedente del fondo de la cantina.

Alcanzamos a ver a Gonzalo furioso, mientras repartía golpes a cuatro parroquianos. Nos acercamos con la intención de ayudarlo, pero vimos que en realidad debíamos contenerlo. Fue difícil. Estaba fuera de sí. Gritaba lo que parecían, a lo lejos y entre el ruido, incoherencias, sin embargo, una vez que se prestaba más atención, era posible tener más claridad:

¡Héctor! Ahora vas a saber con certeza en duelo singular

de qué clase son los paladines que hay entre los dánaos,

aun sin contar a Aquiles, rompedor de filas, de ánimo leonino.

Cierto que él en las corvas naves, surcadoras del ponto,

yace dando pábulo a su cólera contra Agamenón, pastor de huestes;

pero entre nosotros, los que contigo podemos enfrentarnos

somos muchos. Mas comienza ya la lucha y el combate.

No supimos qué desató su enojo ni por qué comenzó la pelea. Los comensales dijeron que sólo se acercó a ellos y sin razón comenzó gritar y golpearlos. Lo mejor era pagar y salir de ahí lo más pronto posible.

Una vez afuera, Gonzalo semejaba un borracho autómata, de los que al despertar en su cama no recuerdan cómo llegaron hasta ahí, con sus pertenecías y el poco dinero que les queda en la cartera intactos. La noche era fresca, pero decidimos caminar. Esperábamos que el paseo lo regresara a la normalidad. Anduvimos las calles sin rumbo fijo. Hablaba entre susurros, los puños tensos, la mirada perdida. Sus pasos parecían mecánicos. Hasta que, de un momento a otro, volvió en sí. Fue como si el Gonzalo que conocíamos regresara de algún lugar lejano.

Quisimos saber qué le había sucedido, pero dijo no recordar el altercado. Su rostro reflejaba tal desconcierto que dimos por terminada la noche. Lo acompañamos a casa.

Pasaron semanas y no tuvo otro episodio igual. Todo se debió al mucho estrés, quisimos convencernos de nuevo.

Hasta que una noche, él y Kathia estaban por cenar en una cantina, al amparo de unos tragos. Ella contó que todo iba de lo más normal, entre charla y risas, con el humor afable que lo caracterizaba. De repente algo cambió, no supo qué, sólo sintió que el Gonzalo que ella conocía del día a día se había transformado en otro, en su sombra.

Un grupo de amigos estaba en la mesa de al lado. Mientras se abandonaban a los efectos del alcohol y la compañía, grababan con sus celulares sus ocurrencias. Gonzalo perdió el control. Aquello quedó bien registrado, desde varios ángulos. El relato de Kathia se complementó con los videos, que después circularon por todas partes. A grandes voces, más como si fuera un canto que meros gritos, Gonzalo entonó:

También mis inaferrables manos alrededor del asta ahora

arden en ansia, la furia se me ha desatado y los pies debajo

ya están lanzados. Tengo ganas de ir a luchar, aunque sea solo,

contra Héctor Priámida, a pesar de su desmedida furia.

La botella de la que ambos bebían estaba casi llena, apenas un par de tragos se habían servido y aún reposaban en los vasos. En un movimiento que parecía estudiado, Gonzalo apartó con una mano la silla y con la otra sujetó la botella por el cuello. De un golpe certero quebró la cabeza del que tenía más cerca. Sangre y alcohol se mezclaron. La botella se rompió por la mitad, dejando un filo presto para continuar el asedio.

El siguiente recibió una estocada en la garganta. En un parpadeo comenzó a ahogarse con su propia sangre. Gonzalo retiró el vidrio y entonces el hombre se convirtió en una fuente de aguas bermejas y espesas. Quiso contener con sus manos la vida que se le escapaba con rapidez, pero fue inútil.

La sorpresa y la violencia dejaron sin reacción a varios de los testigos, con los pies anclados al suelo presenciaron el horror sin poder moverse. Otros, los menos, al instante corrieron para ponerse a salvo. Hubo una tercera víctima. Gonzalo, esgrimiendo el filo ensangrentado alcanzó a una mujer. Apuñaló uno de sus ojos y giró su arma improvisada, como si se tratara de un sacacorchos, hasta llegar a lo más profundo del cráneo. Lo mismo hizo con el otro ojo. Ella perdió la vida entre sus propios gritos.

Alguna persona sensata llamó a la policía. Entre cuatro lo contuvieron, pero aun así no quedaron sin alguna herida. Mientras lo subían a la patrulla, Gonzalo parecía estar en estado catatónico, cubierto de la sangre de sus víctimas.

Una vez en el Ministerio Público respondía a lo que le mandaban hacer, pero no a las preguntas de los interrogatorios. Sólo silencio. Todo el proceso lo llevó sin palabras. Tampoco respondió ante familiares, su novia y sus amigos. A pesar de las protestas de los familiares de las víctimas, y de las ganas que esas mismas personas tenían de matarlo, una evaluación psiquiátrica lo salvó de ir a prisión. En cambio, fue recluido en un manicomio.

Después de meses de ingerir pastillas y rehabilitación volvió a hablar. No mucho. Decía lo indispensable. Pude visitarlo. El hospital tenía un gran jardín y él pasaba horas enteras ahí sentado, sin hacer más. Daba la impresión de un ser entumecido, como desconectado de sí mismo y del mundo que lo rodeaba. Por breves momentos parecía volver, aunque ya no era el mismo. Una tarde, al despedirme, reaccionó y me dijo algo que me dejó desconcertado.

– Bueno, carnal, tengo que irme, pero vuelvo pronto.– Le dije al final de la tarde.

– Me da pena por ti y por los que vienen a verme. Ustedes están encerrados, yo no.

– De alguna forma, todo estamos encerrados, ¿o no?

– No entiendes. No entiendes. Yo estoy libre.– Fue lo último que dijo y volvió a su mutismo.

Regresé casi un mes después, el 26 de abril, día de su cumpleaños. Tuvo varias visitas así que sólo pude verlo pocos minutos. Apenas me senté a su lado me dijo:

– Hoy es mi último día en la Tierra.

Aun conociendo sus condiciones, me tomó por sorpresa. Le dije que no, que todavía le quedaban muchos días más, y que una vez que se sintiera repuesto lo esperaban varios proyectos. Libros por escribir, libros por leer. Por respuesta sólo me dijo que necesitaba dos monedas.

– ¿Dos monedas? ¿Para qué las necesitas aquí?

– No son para mí, son para el barquero.

Revolví entre la bolsa de mi pantalón y saqué las monedas que llevaba. Él tomó dos. Me dio las gracias, se levantó y caminó hacia su habitación.

Fue, tal vez, la seguridad en su voz, o que su mirada era de nuevo la del Gonzalo que no había visto en mucho tiempo. Puede ser que ya me hubiera arrastrado hacia ese mundo que ahora habitaba. Por la razón que fuera, le creí que aquel iba a ser su último día con nosotros.

No me sorprendió cuando, al día siguiente, recibí una llamada de Kathia que, angustiada, me dijo que Gonzalo ya no estaba el hospital y que nadie del personal se había dado cuenta de su ausencia hasta que ella llegó a visitarlo. Que saldrían a buscarlo en los alrededores, no podía estar muy lejos. No quise decirle que yo estaba convencido de que no volveríamos a verlo.

Imagen de la pintura titulada La barca de Caronte, obra del artista José Beinllure y Gil, realizada en 1909.
La barca de Caronte, José Beinllure y Gil, 1909.

--

--