Años de hotel

La vida nómada de Joseph Roth

Enrique I. Castillo
CanCerbero
Published in
11 min readSep 28, 2022

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Fotografía en blanco y negro de los escritores Stefan Zweig y Joseph Roth
Los escritores Stefan Zweig y Joseph Roth

I

Al comienzo de la Gran Guerra, con veinte años de edad, Joseph Roth se enlistó en el cuerpo de voluntarios. Estuvo en el frente durante ocho meses y formó parte de las fuerzas de ocupación en Ucrania. Después de ser apresado y pasar un tiempo en la cárcel logró escapar y viajó a Viena. Ahí comenzaría la vida errante de Roth.

Después de la guerra estableció su hogar en Berlín y se casó con Friederiche Reichler. Al dejar las armas trabajó como periodista en varios medios alemanes, lo que le llevó a estar mucho tiempo de viaje.

Joseph Roth entendió que con el fin de la guerra no comenzaba un periodo de paz y esplendor par Europa, lo que veía en las calles lo convenció de que se acercaba un periodo oscuro. Un día mientras recorría las calles de la Viena azotada por la miseria de la posguerra, fue testigo de una escena que era el signo de aquellos días:

Un hombre que combatió en la guerra, con la columna vertebral destrozada y que apenas podía moverse, tan encorvado que parecía andar a cuatro patas, recorría las calles de Viena y vendía periódicos. En su pecho colgaba una condecoración. Todo el que tiene la condecoración de las tropas del emperador Carlos es una víctima, apuntó Roth. La guerra no le dejó honores ni medios para subsistir; lo dejó inválido y condenado a casi reptar por las calles para buscarse el sustento.

Como si no fuera suficiente con esa imagen brutal, un perro iba montado en la espalda de aquel hombre. Era su forma de protegerse de quienes quisieran robarle periódicos o las monedas que obtenía por ellos.

Pero es un signo de los nuevos tiempos, en que perros cabalgan sobre hombres para protegerlos de otros hombres. Una reminiscencia de aquellos grandes tiempos en que se adiestraba a los hombres como perros y, con una simpática combinación de conceptos, los llamaban «perros cerdos» u otras cosas parecidasquienes eran perros sabuesos (aunque más valía no llamarlos así).

Antes había perros pastores que cuidaban rebaños de ovejas, perros guardianes que vigilaban las casas. Hoy hay perros lazarillos que tienen que cuidar de los inválidos, perros lazarillos que son la consecuencia lógica de los hombres perros.

El patriotismo de quienes combatieron en las trincheras sólo les dejó una vida de miseria. Los ganadores sólo fueron un puñado y, como sucede en casi cualquier guerra, quienes estuvieron lejos de la acción. La gente común sólo era carne de cañón.

Pocas personas vivían en un mundo ajeno a aquella realidad. Viajantes acompañados de gran cantidad de equipaje, dispuestos a dilapidar una fortuna en lujos, mientras una criatura hombre-perro recorre las calles en la búsqueda de un poco de dinero que le permita subsistir. Lo constata Roth sobre todo en los hoteles, de los cuales conoció y habitó muchos.

A veces tan solo gustaba de quedarse en alguno para observar a los huéspedes y sentirse también un poquito millonario. Se apropiaba de algún sillón amplio y extendía las piernas. Complacido miraba la raya marcada de sus pantalones, los que, por otra parte, eran su único par, pero nadie más sabía eso, y así se burlaba de sí mismo y de los pudientes.

La tarde transcurría mientras bebía tres o cuatro o cinco tragos. El botones y el camarero tenían que hacer un rodeo cuando pasaban cerca de él porque no recogía las piernas, las mantenía extendidas, no como si fuera un huésped pudiente y regular, sino como fuera el dueño del hotel.

Desde su lugar veía como en el vestíbulo del hotel se ofrece desde cocaína y azúcar hasta sistemas políticos, golpes de Estado y mujeres. Un príncipe ruso considera la conquista de Kronstadt. Un comerciante de alfombras negocia entregas con un individuo que se ha convertido en «señor» recientemente. Un abogado recibe media docena de pasaportes de una familia rusa. «Lo lograremos», parece querer decir con un parpadeo. Se ajusta los quevedos en la nariz y cierra con súbita decisión la cartera. Se inclina tres veces, alejándose de cara al patriarca ruso, que lo despide paternalmente.

Portada del libro Años de hotel de Joseph Roth, editorial Acantilado
Portada del libro Años de hotel de Joseph Roth, editorial Acantilado

Ante los ojos y la pluma de Joseph Roth también transitan las vicisitudes de los judíos emigrados. Él mismo, hijo de un austriaco y una rusa judíos, tiene una gran sensibilidad ante el devenir de sus correligionarios. En contraste con los equipajes y vestimentas lujosas de los que fue testigo en los vestíbulos de los grandes hoteles, en esta ocasión la miseria queda en evidencia por los objetos que llevan consigo aquellos judíos rusos, con rostros más surcados que los campos, almohadones cosidos a viejos sacos, fardos atados y cestos resguardados con candados.

Desde hace siglos emigra esa población de judíos orientales, de campesinos pobres, hacia el oeste, dejando su patria, buscando su patria. De ellos emana una gran tristeza: de sus barbas grises, de sus rostros surcados, de sus conmovedores fardos toscos.

También Joseph Roth es un judío errante en busca de su patria. Sus constantes traslados lo llevan a convencerse de que es un ciudadano del hotel y que es el hotel su patria. Si su vida de periodista le demandaba estar en perpetuo viaje, su vida nómada se acrecentó cuando el nacionalismo exacerbado comenzó a permear en la vida política alemana.

En varios de sus artículos muestra su preocupación por la juventud alemana violenta, que ataca a quienes no comulgan con sus ideas. Aquí y allá aparecen pintas y banderas que ensalzan la esvástica, como un signo ominoso de lo que estaba por ocurrir en Europa y que afectará al mundo entero. Un mal presentimiento que tuvo Roth y que pocas personas compartieron con él. A la distancia de los años sabemos lo que ocurrió.

Friederiche, la esposa de Joseph, padecía esquizofrenia, por lo que en 1929 tuvo que ser internada en diferentes sanatorios para ser atendida. Para ese momento, Roth era reconocido no sólo como un buen periodista, ya había publicado algunos libros y también gozaba de fama como un escritor importante. Esto le redituaba económicamente, pero al tener que internar a su esposa sufrió una crisis financiera, a la que se sumó el padecimiento emocional que tuvo al no sentirse capaz de cuidarla mejor y estar con ella a causa de sus constantes viajes. Su refugio fue el alcohol.

Con la llegada del Tercer Reich, en 1933 abandonó Alemania para residir en Francia, a una casa en la que rara vez estaba porque su vida se hizo en los hoteles y sus textos los escribió en las mesas de diversos cafés en esa vieja Europa. Mientras en la Alemania nazi sus libros eran quemados, él denunciaba al régimen y cómo forzaba a que varios escritores, como Kurt Tucholsky y Jacob Wasserman tuvieran que exiliarse, ante la perspectiva de una muerte segura.

Los escritores alemanes han dejado de ser dueños de sí mismos. Ya no están seguros de si en cualquier momento del día o de la noche tendrán que sufrir la visita de alguna comisión. Como la literatura, al igual que el amor, es siempre un poco cuestión de nervios, me pregunto cómo podrán las personas que sean algo nerviosas seguir dedicándose en Alemania a alguna de esas dos ocupaciones.

Para Joseph Roth, esa Alemania de nacionalismo extremo se convirtió en La filial del infierno en la Tierra. En diversos artículos denunció que el régimen nazi estaba interesado en ocultar la realidad de lo que ocurría dentro de sus fronteras. Ante la opresión sufrida, la única forma de revolución, consideraba él, eran las letras siempre acalladas dentro del Tercer Reich, y en ellas encontró su frente de batalla. Desde hace diecisiete meses nos hemos acostumbrado a que en Alemania se vierta más sangre que tinta emplean los periódicos para informar sobre esa sangre, escribió Roth en julio de 1934.

La mentira era la mayor de las políticas de Hitler y de su ministro de Propaganda: Si hay que reconocer a Goebbels alguna obra genial, sería la de haber sido capaz de hacer que la verdad oficial cojeara tanto como él. La guerra contra la estulticia está de antemano perdida. Eso lo sabía Roth sin duda, a pesar de lo cual no dejó de levantar la voz a través de sus textos.

II

Lejos de Viena, exiliado de Alemania, refugiado en París y en el alcohol, Joseph Roth llevó una vida nómada. Transcurrieron sus días entre hoteles y trenes. No tuvo verdaderas raíces en ningún sitio. Con su esposa internada en el sanatorio, sus amigos lejos de él, lo más cercano que tuvo a una familia fueron el conserje, el camarero anciano, el chef de la cocina, Madame Annette (una especie de ama de llaves, joven y bella de la que Roth se enamoró) y el gerente del hotel, quienes lo reconocían cada vez que llegaba y lo recibían con efusividad y a quienes les dedicó entrañables textos.

Lejos de las comodidades que ofrecían trenes como el Orient-Express (el tren que por varias décadas fue el símbolo del transporte en Europa) y del romanticismo con el que solemos revestir tiempos pasados, Roth tenía que trasladarse en vagones incómodos, con compartimentos que asemejaban cajas de cerillos, sin espacio suficiente para que las personas pudieran viajar sin tener que pisarse, o clavar los codos en la de al lado cada vez que se movía al buscar un poco de comodidad, o sin ganas de levantar la vista porque, inevitablemente se encontraría con la mirada de quien viajaba en frente.

Todas las estaciones de trenes del mundo huelen a carbón más que a promesas cumplidas. El tren expreso es un lugar sofocante, lleno de ronquidos de pasajeros cualquiera, que no parecen en absoluto aventureros, ni huelen a misterio, sino a los bocadillos que llevan envueltos en papel grasiento.

El ruido de las ruedas sobre las vías taladraba el cerebro. Ante el calor sofocante lo mejor era llevar las ventanillas del compartimento abiertas, aunque eso significara que los rostros, cuellos y camisas de los pasajeros terminaran ennegrecidos, cubiertos por el hollín que expulsaba la locomotora. Usar los baños era un gran logro porque siempre estaban abarrotados. Aquello era la modernidad.

De vez en cuando la suerte parecía estar del lado de Joseph Roth. Viajaba solo en un compartimento — lo que ya era signo de buena fortuna — cuando una bella mujer se convirtió en su compañera de viaje. El mozo, después de acomodar las maletas, esperó la propina. Unos segundos se volvieron una eternidad pues la mujer no encontraba cambio para darle, lo que obligó a Roth a dejar la lectura de su periódico para, molesto, ofrecerse a dar el dinero.

La mujer revolvía el contenido de su cartera pero no daba con la cantidad suficiente. Él pensó en decirle, de algún modo agradable que olvidara la deuda y ganarse su simpatía. Yo estaba dispuesto hasta a apiadarme de ella, pero no lo conseguí porque necesitaba toda mi piedad para mí mismo.

Roth decidió volver a su asiento y observar a través de la ventanilla. Quince minutos después la dama encontró lo que buscaba y él entendió que ya ninguna palabra le haría quedar bien, así que recibió el dinero y volvió al periódico. Instantes después ella quiso bajar una de sus maletas del compartimento, sin lograrlo. Él se ofreció a bajarla. Tuve que hacer esfuerzos para evitar que se me pusiera la cara colorada, secar discretamente el sudor que me corría por la frente y, con una inclinación elegante, decir: «¡Toda suya!». Ella buscaba unos libros mientras Roth volvía a su periódico, más bien preocupado porque sabía que tendría que cargar aquella maleta para devolverla al portaequipajes.

Ella quiso subir la maleta y eso irritó a Joseph, le pareció un gesto grosero, porque era claro que no podría hacerlo. ¿Por qué fingía no saber que él debía cargar la maleta? ¿Por qué llevaba los libros en la maleta y no en una bolsa de mano si iba a necesitarlos? ¿Por qué debía leer si era más sencillo hablar con él? ¿Y por qué tenía que ser tan guapa que su desvalimiento pareciese diez veces mayor? Incógnitas que se hizo Roth antes de hacer un esfuerzo sobrehumano para colocar la maleta, cuyo peso hizo temblar su cuerpo, en su sitio.

La bella dama se enfrascó en la lectura de sus libros, ignorando a Roth, quien ya no encontró el modo de regresar a su periódico o al paisaje al otro lado de la venta. Incómodo, no sabía cómo abandonar el compartimento y a la mujer. Después entró un joven con aspecto atlético y en seguida hizo que la dama abandonara los libros y conversara con él. Además, sin ninguna dificultad, bajó y subió la maleta de la mujer cuando lo requirió y continuaron su charla animada. Roth se convirtió en un atento espectador del desarrollo de aquella aventura.

Estaba encantado de tener compañeros de viaje tan agradables, aunque mi presencia los importunara y me maldijeran. Para los individuos huraños como yo no hay mejor compañía.

III

El 1933, Joseph Roth escribió a su amigo Stefan Zweig:

El embotamiento del mundo es mayor que en 1914. El hombre ya no se conmueve cuando se vulnera y asesina la condición humana. En 1914 desde todas partes se esforzaba uno por explicar la bestialidad con razones y pretextos humanos.

Pero hoy en día se pertrecha a la bestialidad con explicaciones bestiales, que son aún más atroces que las propias bestialidades.

En sus últimos años de vida, Joseph Roth se convirtió al catolicismo, no dejó de ver en Jesús al más grande de los judíos, y eso tampoco evitó que su vida asemejara a la de los judíos nómadas que vagaron años por el desierto buscando su hogar. Roth ya no podía encontrar su patria en esa Europa envuelta en la violencia y la mentira del Tercer Reich.

No creo en la «humanidad». No he creído nunca en ella, sino en Dios, y en que la humanidad, sin Su majestad, es un pedazo de mierda.

A la cólera que sentía Roth ante la opresión hitleriana se sumaba la desesperanza al ver que se acercaban tiempos aciagos, aún más oscuros que los días de la Gran Guerra, y que el mundo prefería callar.

Sin embargo, entre las penumbras, alcanzaba a vislumbrar un poco de luz y consuelo:

Por supuesto, la verdadera patria es la amistad. Y puede estar seguro de que las pruebas de mi lealtad hacia usted seguirán siendo mayores que las de ningún otro, escribió Joseph Roth en otra carta a Zweig.

En 1938, sufrió un infarto del que no pudo recuperarse por completo. Al siguiente año le afectó una enfermedad pulmonar, por lo que fue internado. Con todo y eso, no pudo dejar el alcohol. Más tarde, en mayo de 1939, murió sumido en los efectos del delirium tremens. Fue enterrado en París, ese hogar en el que de todas formas nunca estuvo.

Portada del libro La filial del infierno en la Tierra de Joseph Roth, editorial Acantilado
Portada del libro La filial del infierno en la Tierra de Joseph Roth, editorial Acantilado

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