CanCerbero el blog tricéfalo

A ese papi no me lo toques

Crónica

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8 min readMay 9, 2024

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Por Ricardo Rivas

Para Amalia, en donde quiera que esté

Lo que narro en estas líneas ocurrió hace varios años, por tanto, raya entre la crónica y la ficción; se trata de recuerdos seguramente alterados por el paso del tiempo, pero no por ello menos verdaderos.

Hacía poco tiempo me había enterado de que la UNAM tiene un programa de bachillerato de seis años en la Prepa 2 llamado Iniciación Universitaria, que contempla la entrada de los morros que van saliendo de la primaria para formarlos durante seis años, y de ahí pa’ la uni. Inmediatamente se lo planteé a mi hija, que justo estaba por terminar la primaria. Gustosa, me dijo que sí, que le entraba.

Después de casi un año de trámites burocráticos nos enteramos de que la habían aceptado. Se quedó en el turno vespertino, lo cual no fue una noticia del todo grata, pues vivíamos en la GAM, muy cerca de la frontera con el EDOMEX. De sobra está decir que el camino era muy peligroso, pero valía la pena el riesgo. Por otro lado, en ese tiempo yo estaba elaborando la tesis de licenciatura y tenía un horario laboral medianamente decente que me permitía estar libre después de las tres de la tarde. Entonces decidí ocupar el tiempo libre que quedaba entre el trabajo y la salida de mi hija quedándome en la biblioteca o en la hemeroteca trabajando.

Así fue durante tres años, saliendo de trabajar me quedaba a ñoñear para después recogerla. El regreso a casa consistía en trasladarnos de la Prepa 2 al metro Iztacalco, transbordar en Santa Anita y de ahí hasta Martín Carrera y, saliendo de esa estación, tomar un camión rumbo a la colonia Gabriel Hernández. En general fueron tiempos muy felices que nos permitieron estrechar nuestra relación, pero siempre con la preocupación de los peligros de la noche y la periferia, ajenos para ella por algún tiempo.

La quietud y armonía de aquellos entonces (así como la inocencia de mi hija ante los males del mundo) se rompieron aproximadamente un año y medio después. Salimos del metro Martín Carrera y abordamos el camión, que no salía del paradero sino hasta estar completamente lleno. Una vez desafiados los principios de la física que establecen que dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo, el autobús que parecía tener un siglo de antigüedad emprendió la marcha. Por unos minutos todo fue normal, avanzaba lento, llenándose cada vez más en cada esquina, el cacharpo exigiendo que nos recorriéramos hasta límites surrealistas “recórrete papi, todavía cabes, y si no te gusta vete en taxi”. Yo me contentaba con platicar con mi hija sobre sus aprendizajes.

Un par de colonias después, la cosa se puso extraña. El camión se detuvo por unos minutos en una esquina sin que nadie solicitara bajar ni nadie le hiciera la parada. Fue entonces que de la nada salió un grupo de aproximadamente cinco personas que abordaron la unidad. Comenzaron los gritos, los clásicos “ya se la saben hijos de su puta madre”, “celulares y carteras, sin jugarle al vergas”, “agachen la cabeza, culeros”. Alcancé a ver cómo zapeaban a uno que otro pasajero y a las mujeres les pasaban la mano por todos lados, ¡Malnacidos! Entre ellos logré ver un cuerpo más pequeño y delgado, con el pelo negro y largo, pero traté de dejar de pensar en lo que ocurría y abracé a mi hija, preparándome para protegerla ante todo. Fueron unos minutos que se volvieron eternos. De pronto sentí el frío cañón de un arma de fuego en mi nuca, “El celular, hijo de la verga”, me dijo apresurada una voz de adolescente. Me apresuré a buscarlo en mi bolsillo cuando la figura pequeña se le acercó a quien me amagaba y le dijo algo que no alcancé a escuchar. Acto seguido, quien parecía ser el líder le ordenó amenazante al chofer que se detuviera. Pésima actuación, era clara la complicidad. Se bajaron y desaparecieron en la noche.

El autobús se volvió un mar de lágrimas y mentadas de madre. Era claro que el chofer nos había puesto, pero no pasó a mayores, todos querían llegar a casa sin más contratiempos. Nos bajamos en nuestro destino, mi hija iba llorando, muy espantada. Traté de consolarla diciéndole que estábamos bien y que afortunadamente no había pasado nada peor. Me preguntó por qué hacían eso, intenté darle una explicación sociológica sobre la pobreza y bla bla bla, pero en el fondo sabía que era porque la banda es culera; siempre he pensado que el barrio no debe robar al barrio, pero bueno, también he sentido el hambre y la desesperación. Lo único que se me ocurrió fue prepararla para el futuro (porque sé que eso nunca va a dejar de ocurrir) diciéndole que cuando eso le pase les de todo, vale más la vida. También preguntó por qué no nos habían quitado nada. Le dije que no lo sabía… y era verdad.

El brutal e inexorable paso del tiempo fue barriendo aquel recuerdo de mi memoria y, afortunadamente, en el resto de la estadía de mi primogénita en Iniciación Universitaria no volvió a ocurrir un evento de esa naturaleza.

Tras un par de años, en un fin de semana salí a hacer unas compras y me encontré con un viejo amigo al que apodamos “Tejón” (Lo conozco de toda la vida y ni siquiera sé cómo se llama, lo cual no es algo digno de admiración, lo acepto). Me invitó una caguama y tanto el gusto de volver a verlo como el insoportable calor evitaron que me negara. Él es oriundo de la Sierra de Hidalgo, la pésima situación en la que vivián ahí lo orilló a él y a su familia a migrar a la Ciudad de México, específicamente a la colonia Gabriel Hernández, mejor conocida como la Gabliy Hill’s. Barrio producto de un asentamiento irregular de la década de los setenta que con el tiempo fue tomando forma y que ahora es parte de la mancha urbana. No pude evitar pensar en lo difícil que debió ser vivir por allá para que decidieran optar por estos rumbos.

Su padre era alcohólico, nunca supe si ya lo era o si acá agarró el vicio, pero no fue un destino distinto al de la mayoría de sus seis hijos, incluyendo al Tejón. Al llegar a la ciudad se dedicaron a la albañilería y, algunos, al crimen; había que corretear la chuleta. Con el tiempo se volvieron famosos en el barrio, odiados por algunos y muy queridos por otros. Yo me encontraba en el segundo grupo, crecí echando la cascarita con ellos. Después cambiamos los juegos por las caguamas… y por una que otra sustancia tóxica.

Ese día, después del reencuentro, nos fuimos a degustar nuestra bebida a “La barda”, el límite entre la zona urbana y la reserva ecológica del cerro del Tepeyac. No había bronca, por estos rumbos la policía nunca sube, uno se puede echar las banqueteras, los toques y las piedras sin preocupación alguna. Una no es ninguna, dos es la mitad de una y, así, las chelas iban y venían, igual que la banda. Llegaron compas que tenía muchísimo tiempo sin ver; el trabajo, la universidad y las responsabilidades me fueron alejando de ese ambiente tan chévere. Entre ese desfile de personajes de pronto se apareció Amalia, hermana menor del Tejón, me acordaba de ella porque en un par de ocasiones su mamá fue a casa a ayudarle a la mía a lavar ropa. Pero ya no era la niña de ocho años que jugaba con muñecas, calculé que iba entrando a su segunda década. Además, se le notaban las marcas de una vida dura: una cicatriz en la ceja y otras mucho muy gruesas en las piernas que su short de mezclilla hacía evidentes, un rostro duro y una mirada fuerte, imponente. Llegó a donde estábamos y le dijo al Tejón:

—Sírveme una, culo.

Su llegada fue como un imán para la mayoría de los cábulas con que compartíamos la cerveza, hasta el punto en que su hermano y yo nos quedamos charlando solos, recordando viejas glorias. Pero el Tejón no era pendejo, a cada rato volteaba, cuidaba a su hermana. De repente me dijo:

—Así como los ves, todos estos ojetes se quieren pasar de lanza con mi carnala, pero no hay pedo, es cabrona, se la sabe.

Me limité a asentir con un movimiento leve de mi cabeza. Más allá de la infancia, nunca volví a tratar con ella; no obstante, de cuando en cuando sentía su mirada y nuestras sonrisas se encontraron más de una vez aquella ocasión.

La noche se fue poniendo más oscura, poco a poco los compas comenzaron a caer o a irse a sus casas, pero yo siempre he sido de carrera larga, me fui quedando, y ella también. De pronto estábamos solos en la orilla del mundo, hasta el pinche Tejón se fue todo briago. Me miró fijamente, me abrazó por el cuello y me preguntó al oído:

—¿Sabes por qué aquella vez en el atraco del camión no te quitaron nada?

Al principio no entendí de qué hablaba, pero luego recordé aquel incidente. ¡Ahuevo! era la figura pequeña de pelo largo. No obstante, me hice pendejo y pregunté:

—¿Por qué?

—Pues porque yo le dije al pinche Diablo “al chile a ese papi no me lo toques”. Se me quería poner medio pendejo, pero cuando sintió el fierro en la panza ya no la hizo de pedo.

No supe qué decir ni qué hacer, seguro estoy de que se me dibujaron unas pinches chapotas en los cachetes, la neta se siente bien bonito cuando alguien se preocupa por ti. Ella igual, así estaba, toda chiviada después de su confesión. Se me quedó viendo como esperando algo y se acercó más a mí. Pero estaba muy morrita, no podía ofrecerle nada, me limité a sonreírle y dar un paso hacia atrás. Sólo salió de su boca un “no te vayas, no me dejes, quédate conmigo”. No podía hacerlo, no sólo tenía una familia que me esperaba, ella era una niña. La acompañé a su casa. Nos fuimos caminando con la noche de testigo. Al llegar a su puerta le di un beso en la mejilla, le agradecí por salvarnos a mi hija y a mí de aquel robo y le pedí que se cuidara mucho. Por un momento me pasó por la mente decirle que dejara esa vida, pero ¿Quién chingados era yo para hacer eso? No volví a verla nunca.

Tiempo después me encontré nuevamente al Tejón, esa vez sin chelas de por medio, le pregunté por su hermana y, entre lágrimas, me contó que se enemistó con los dealers en turno del barrio, que la asesinaron y la enterraron en el cerro. Sentí un vacío en el estómago y un nudo en la garganta que vuelven a aparecer cada vez que la recuerdo…

Photo by Max Kleinen on Unsplash

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