Despedidas

Los días de Fulanita

CanCerbero
CanCerbero
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3 min readFeb 13, 2024

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Por Fulanita de Tal

Qué buen analgésico. Elegí la cerveza antes que el paracetamol para sentir menos los efectos de la gripa.

Estoy en su cuarto. Él está haciendo limpieza, tirando cosas que considera que no necesita ya. Difícil pero gratificante tarea. Hay mucho polvo; pero aquí estoy, ambos moqueamos. Él es alérgico. No nos hemos separado las últimas dos semanas, salvo por los momentos en los que el trabajo nos lo impide. Son las 4:19 p.m. Me cuenta que en algún momento dio clases de grupo Alberiano, que aprendió mucho.

El martes vuela a Europa. A las 14:00, o 15:00 h. Tengo que aprovechar este impulso, dice; mientras desahoga el tercer cajón. A la verga todo. A la verga mis 21, arruga y tira a las fauces de una bolsa negra un par de boletos de camión. Unos segundos después pregunta sosteniendo un bonche de hojas: ¿En serio debería tirar esto? Me mira, le miro, sonrío, no digo nada. ¡Tanta música!, dice. Mira esto, me extiende una partitura, es el Concierto para violín en La Menor de Bach. ¿Ya viste?, dice. Sabe que me gusta Bach. ¡Tanto papel! Esto nunca lo entendí bien, dice mirándome. ¿Qué es? Pregunto. Variable compleja. Sigue pasando hojas y hojas. Guardo en mi bolsa la partitura de Bach y me prometo secretamente aprender a tocarla, también sé, secretamente, que posiblemente no lo haga.

Me duele el pecho, tengo síndrome de corazón roto; afortunadamente también la cerveza sirve para aminorar sus síntomas. Maté dos pájaros de un tiro. Mente de tiburón. Observo sus manos, su cabello… memorizo la forma de sus labios, la textura de la piel de su cuello. Hace tiempo descubrí que cuando está estresado sobresale en el lado derecho de su frente una vena. He dejado de escuchar lo que me dice porque estoy escribiendo. En realidad no quiere hablar conmigo, lo hace porque estoy aquí y me quiere a su lado mientras siga en México. ¿Qué haces?, pregunta como si no viera que estoy escribiendo. Escribo lo que veo, le digo, es buen ejercicio. Es verdad y no.

Lo que hago es distraerme para no reventar de tristeza y salir flotando por la ventana como palomita de maíz. Las despedidas son tremendas cuando uno sabe que se está despidiendo. La compañía mutua se convierte en un placer doloroso, una agonía. «Disfrutemos nuestros últimos momentos» pensamos ambos. Por eso no peleamos; por eso nos mandamos besos a la distancia, por eso nos vemos con amor, con ansiedad, con melancolía, deseo y ternura.

Si él no tuviese que irse probablemente estaríamos discutiendo por alguna tontería, o aburridos sin saber qué hacer o borrachos, cogiendo. Es decir, haríamos cualquier cosa sin pensar en que quizás no volveremos a vernos. El conocimiento de saber que el tiempo con alguien tiene fin determina radicalmente el comportamiento, incluso los sentimientos, que uno elabora con ese alguien. «Nunca te había amado tanto». Exploro mi dolor, lo deshebro, lo separo por colores, por texturas. No sé qué hacer con él además de sentirlo, no me siento capacitada para hacer algo más con él. Las pérdidas son parte de la vida. ¿Por qué duelen tanto? No sé. ¿Qué estoy perdiendo? Entiendo, en el fondo, que es una pantalla. El dolor emocional es una pantalla… es corporal, orgánico; no surge de la razón ni de la certeza… surge del miedo, se siente en el pecho y en el estómago. Me gustaría acceder a lo que está antes del dolor, a lo que hay en mí debajo de lo que siento. Me gustaría ver. Pero no puedo ahora, quizás con el tiempo.

Bebo el último trago de cerveza y miro su espalda, su nuca, su cabeza. «Quédate así, no me dejes mirar tu rostro hasta abrir otra cerveza. Es buen analgésico».

Photo by Junseong Lee on Unsplash

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