Eusebio en la memoria

Éramos unos niños

Enrique I. Castillo
CanCerbero
4 min readFeb 8, 2021

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I

Una mañana, durante su paseo acostumbrado sobre Avenida San Fernando, en Tlalpan, Eusebio encontró una rata. El cadáver de una rata. Ese encuentro turbó su corazón. A partir de ese día, detuvo su caminata para saludar a su amiga. Fue testigo de su descomposición y, conforme pasaban las jornadas, a Eusebio lo invadía una tristeza amarga, pues veía en aquel cadáver el inevitable destino de todos nosotros. Un día la rata ya no estaba. Habría terminado por desaparecer o la habría levantado un barrendero. Como sea, ese día, sin duda, Eusebio lloró.

Esa experiencia debería darnos una lección. Como las que nos daba cada sábado durante el taller. Debería servir no para hacernos creer que poseemos tal sensibilidad y talento para apreciar momentos como ese, sino para bajarnos los humos y darnos cuenta de que no somos más que ese cadáver de rata. Y eso no hay que olvidarlo porque él, Eusebio, nos mató. Morimos al ir por las tortillas, al pasar por el lugar equivocado en el momento equivocado, envenenados por una mujer o al emprender la lectura de un cuento. Morimos bajo su pluma y esa fue también una lección. Seguro se divirtió mucho al vernos caer uno a uno.

Cierta ocasión preguntó si alguien había leído el cuento El oso, de William Faulkner. De los que estábamos con él nadie lo conocía. Excepto el maestro Jorge Arturo Borja, pero eso no es ninguna sorpresa. Entonces Eusebio nos lo relató. Se regocijó en descripciones como el miedo del niño frente al oso, el olor penetrante, salvaje, del animal y la figura del padre. Aquella narración nos dejó asombrados, Eusebio no sólo hacía literatura al escribir, también la hablaba. A la manera de los viejos narradores mantuvo la tensión en quienes escuchábamos, a la expectativa del momento culminante. Después de leer el original de Faulkner coincidimos en que la versión de nuestro maestro era mejor.

II

Un 25 de diciembre Eusebio nos invitó a Luis, Gonzalo y mí a su estudio. Había trago de sobra, gracias a los arcones que Eusebio recibía por parte de instituciones culturales con las cuales él no comulgaba. La comida corrió a cargo de Luis, unas tortas de pierna que nos supieron a gloria. La música era inevitable en cualquier reunión con Eusebio, la sentía en lo más profundo de su ser como pocos pueden hacerlo. La música y la palaba. Nos hablaba de Silvestre Revueltas o nos apuntaba sobre las cadencias que imprimía su padre –don Higinio Ruvalcaba siempre estaba presente– mientras tocaba a Paganini.

Quería que afináramos el oído, que apreciáramos los matices. Así eran las lecciones que nos impartía fuera del taller. Ahí nos enseñaba de literatura y música pero, más que nada, nos enseñaba de la vida. Dos o tres botellas vieron su fin aquella noche. Antes de que partiéramos Eusebio preguntó si ya teníamos su libro Pensemos en Beethoven. Respondimos que no. Entonces se levantó y volvió con tres ejemplares. No sólo eso, además escribió una dedicatoria a cada quien. No quisimos leer aunque las ansias nos consumían. Salimos a la calle y la noche fresca actuó como tranquilizante.

Caminamos hacia el Metrobús y charlamos de cualquier cosa menos de aquellos libros que palpitaban en nuestras manos. Una vez dentro de la estación los tres callamos. No podíamos más. Cada uno leyó lo que le correspondía. No nos dijimos nada ni nos mostramos lo que escribió. Sería el alcohol que exacerbaba el momento, o una sensibilidad apenas naciente en mí y por lo tanto desconocida, pero sus palabras me conmovieron y tuve que hacer un gran esfuerzo para no llorar de felicidad. Así como Eusebio supo lo que eran las lágrimas de sangre cuando una gota de la suya cayó en su trago, yo supe lo que era conmoverme ante la dicha. Leí y releí la dedicatoria. Cuando tuve fuerzas levanté la mirada y me vi reflejado en dos espejos. Los semblantes de Luis y Gonzalo expresaban la dicha que yo sentía. No hubo necesidad de palabras. Nuestras sonrisas de felicidad hablaban por sí mismas. La noche de aquel 25 de diciembre éramos unos niños otra vez.

III

Éramos unos niños y no terminábamos de serlo cuando nuestro padre literario murió. La orfandad nos obligará a crecer. Aunque no se ha ido del todo. Muchas veces nos descubrimos hablando de él en presente, como si lo acabáramos de ver hace un par de días. Está y estará detrás de cada una de las líneas que pergeñemos.

Eusebio vivía y bebía de la literatura. Una apuesta arriesgada porque implica caminar a la orilla de un abismo. Sólo los escritores verdaderos, como él, hurgan en profundidades del tamaño del alma humana. Pocas personas están hechas de esa madera. Yo no, por cierto.

Somos muchos sus hijos literarios. Con todos pasó experiencias similares o más entrañables aún. Era su forma de transmitirnos su ímpetu por escribir y, sobre todo, por vivir. Aunque algunos no querrán reconocerlo. No quieren darse cuenta de que sobre su hombro hay una mirada atenta, escrutadora, y una sonrisa sarcástica que en cualquier momento se convertirá en la risa escandalosa de un niño que acaba de hacer una travesura. Esa presencia que en este momento me observa y a cuya memoria bebo un trago.

Eusebio Ruvalcaba
Eusebio Ruvalcaba

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