Faca brasileira

Un encuentro con la muerte

Luis Aguilar
CanCerbero
Published in
7 min readJun 8, 2023

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Desperté en algún punto de la madrugada. Llevo varios días así, intentando recordar y escribir mis sueños o bien, si pasan de las cuatro de la mañana, levantarme a meditar, sólo que esa noche los gritos y risas del Kalabria llegaban con intensidad hasta mi ventana. Terminé por acostumbrarme, ni siquiera me inmuto, lo único diferente fue que cuando caminé al baño se cruzó en mi camino una mariposa negra. Sólo distinguí su silueta y eso bastó para ponerme nervioso.

Según la educación familiar desembocada en mi madre, esos animales son de mal augurio, traen consigo malas noticias, cercanas a la muerte de alguien, algunas ocasiones un ser querido.

Mientras orinaba intenté ordenar mis ideas, el departamento debajo del mío fue recién abierto luego de tres años deshabitado por la pandemia, eso puede explicar la repentina aparición de hormigas en mi piso y ahora aquella mariposa. Me gusta pensar que fue eso en lugar de mis escuetas técnicas de limpieza reducidas a barrer y trapear una vez a la semana.

De regreso a la cama cargué con una toalla para ahuyentar a aquel ser, sin embargo nunca lo encontré por más vueltas que di en el pequeño sitio donde vivo. Ni hablar, las cosas tendrían que seguir así, aunque la realidad es que me impidió escribir o meditar y a cambio di vueltas sobre el colchón sin conciliar el sueño.

Recordé mis acercamientos con la muerte, el primero a los 13 años cuando una mujer cayó a menos de diez metros de mí desde una altura considerable, tanto como para dejar su cuerpo hecho una mezcla de sangre, huesos, órganos y músculos regada por el suelo.

La segunda fue hace unos meses, el Kalabria tenía una fiesta que se alargó hasta llegada la luz del sol, fue un lunes; me asomé a respirar aire fresco por la ventana y observar la fauna madrugadora de aquel sitio. Algunas discusiones elevadas a empujones y de pronto el sonido de una bala. Resultado: un hombre tirado en el piso boca arriba y de inmediato un enorme charco de sangre lo inundó a su alrededor. En menos de dos horas las autoridades levantaron el cuerpo y limpiaron la sangre ya que en la acera de enfrente hay una escuela primaria.

La fragilidad del ser humano: por más seguros que nos creamos en un segundo todo termina. La relación entre aquellas muertes, a pesar de los océanos de distancia y ser sitios más bien lejanos entre sí México-Brasil (Tepoztlán-Copacabana), fue la curiosidad de la gente. Mujeres, niños, hombres se detuvieron alrededor de aquellos cuerpos como si con su mirada fueran a modificar los hechos.

A recientes fechas he imaginado que mis padres mueren, desde formas agradables (duermen y jamás despiertan), hasta acontecimientos atroces. Cuando entendí que esos pensamientos son incontrolables, decidí explorarlos, sacar algo de ahí por más incómodos que sean. Lo que he obtenido es que sus muertes simbólicas significan el desprendimiento de ideas pasadas, de miedos superados o bien, sólo vaciarme de creencias que estorban en mi vida.

Mientras esto sucedía llegó el sol caliente, por fin, llevábamos tres días con lluvias, cruzamos el otoño y nadie sale de casa. Entre los cariocas hay un dicho que reza: somos de azúcar, la lluvia nos derrite. Bajo esa máxima, lo complicado del tránsito y el oleaje bravo, gran parte de la población decide guardarse.

El día transcurrió como cualquier otro, fue tan normal que olvidé a la mariposa negra. Por la tarde, cuando el sol comenzó su descenso fui a la playa con intención de tirarme a leer en la arena después de echarme al mar. El viento frío impidió que me sumergiera en las olas; prefiero secarme al rayo del sol.

Acomodado en la arena, a unos instantes de retomar mi lectura de Encontro marcado de Fernando Sabino, historia de un adolescente que presencia una muerte que, por cierto, se desarrolla entre Río de Janeiro y Belo Horizonte en los años cincuenta, un par de vendedores de dulces y cigarros me hablaron. Una y otra vez insistieron con venderme mariguana, me negué hasta que uno de ellos se acercó, tras de él su compañero.

— Buen precio, amigo — rechacé inquieto por su cercanía — , 40 reales la grama.

— Ese es precio de gringo — respondí sonriendo — , ya no soy gringo — mi pronunciación de portugués delataba lo contrario.

— Sí eres, se te escucha.

— Mira, mira para allá — dijo el otro — , van tras un ladrón.

En las noticias en México cada cierto tiempo, quizá cada vez más común de lo que me gustaría ver, aparecen notas de ladrones linchados, videos que una y otra vez se reproducen, incluso montan música o narraciones para saborizar la rabia. Me genera sentimientos encontrados, el gusto de que haya justicia se mancha con la cólera descontrolada de la gente. Quizás olvidamos la complejidad de las causas por las que alguien roba inclinándonos hacia el placer de conservar nuestras pertenencias.

El anuncio del ladrón me hizo recordar a Felipe, un vendedor que encontré desde hace meses en la playa, un tipo bastante agradable. Me contó que vive en una favela, con poco menos de un año fuera de la cárcel. La explicación de por qué lo habían encerrado fue que se hizo amigo de dos turistas argentinos quienes a lo largo de una semana lo invitaron a comer. Hacia el último día de ellos en Río, un ladrón les robó su bolsa en la playa. Felipe se enteró y, como si fuera algo sin importancia, relató que mató a golpes al ladrón. La policía lo llevó preso. La muestra de sus actos es un brazalete electrónico en el tobillo que le impide salir de cierto rango de kilómetros. Así vigilan su libertad condicional y a los dos años lo retiran, si la ley juzga correcto su comportamiento.

Los tres miramos hacia donde uno de ellos apuntaba con el dedo, en efecto, un grupo de hombres corría a una distancia tan considerable que sólo se percibía el color de la ropa, me fue imposible distinguir a quien perseguían. El resto de la playa seguía igual, un partido de futbol a punto de iniciar, otros jugando voleibol y yo queriendo que aquellos dos se alejaran de mí, sobre todo por la cercanía de otros vendedores que ya tomaban un sitio cercano a nosotros para relajarse y beber cerveza. Parecía que sólo nosotros prestamos importancia al ladrón, la indiferencia de la lejanía.

— Treinta reales la grama.

— Quince — contesté al aceptar que harían lo posible por tomar mi dinero.

— Eres gringo, tienes dinero — vaya pedazo de mentira — , dame 20.

Respondí que sí, era un buen negocio para acompañar la lectura, pero le dije que sólo tenía tarjeta. Las bondades de Río, se pueden pagar ciertos vicios sin necesidad de efectivo.

— Es crédito, tengo que cobrar cinco más.

Además de desesperarme que quieran sacarme dinero, detesto que comiencen a hablar rápido, con palabras que desconozco y pedirles que sean más relajados cuando dicen las cosas.

La máquina para cobrar rechazó tres veces mi tarjeta, lo agradecí, aquellos dos se mostraron infelices o molestos y el que gritó que viéramos como perseguían al ladrón, encendió el gallo. Él se veía más agresivo o bien el otro me dio la impresión que quería hacer una venta genuina.

— Pega aquí — me dijo el más agradable y estiró el gallo para que fumara — . Sí, pega, experimenta para que me compres después — insistió ante mi negativa.

Una calada, dos caladas, bocanada y vista al mar, los otros dos fumaron y cuando me volvieron a compartir, situación que me extrañó porque vieron que no iba a pagar, un hombre llegó corriendo inclinándose a unos metros de nosotros, se escondía de alguien.

Su agitación era anormal, transpiraba un calor desagradable, las venas de manos y antebrazos remarcadas. La sangre corría con fuerza, aspiraba para llenar a fondo sus pulmones, lo dilatado de sus pupilas fue lo que más me incomodó.

Con velocidad que casi parecía desesperación rascó la arena y el vendedor agradable me dijo cerca al oído que no volteara. Los vendedores que bebían cerveza, un grupo de seis, veían de reojo, nadie parecía inmutarse. Cuando consideró que el hoyo era lo suficientemente profundo, aventó un trapo con manchas rojo obscuro ahí dentro, envolvía algo alargado menor a los 30 centímetros, y lo cubrió de vuelta con arena. Se paró cerca del vendedor agresivo.

Los cuatro en silencio, apagaron el gallo y el carioca agradable me alejó con el brazo. Di tres pasos a la izquierda, discreto, imaginando que el hombre que cavó vigilaba mis movimientos, su energía era densa, incómoda, casi rayando en el miedo, a nada de desbordarse en terror.

Intenté aferrarme a la respiración para encontrar calma rodeado de cariocas, todos a la expectativa. El tiempo parecía congelarse, el mar guardó silencio, el viento heló mi sangre y sentí la furia del corazón en el pecho, cuello y sien.

Tres cuatrimotos, cada una con dos policías se detuvieron cerca de nosotros. Hablaban con el grupo de seis vendedores, escuché todo y entendí nada. Los tres a mi lado derecho se acercaron a la congregación y tras unos minutos dos policías voltearon a verme, ahí tragué saliva, amarga, intentando contener lo que fuera que sentía. El vendedor agradable habló con ellos, sólo entendí que dijo: gringo, no comprende.

Minutos después los policías se alejaron y todo regresó a la normalidad, siguieron risas, estiraron una cerveza a quien cavó el hoyo. Los dos que me regalaron el fume se acercaron a mí. De nuevo con una cascada de sonidos que de a poco se aclaraba para mis oídos.

— Él mató al ladrón.

— Ahí está la faca — así tuve mi primer encuentro con la traducción de cuchillo o navaja — . Es lo que le pasa a los ladrones, si roban, nos va mal a todos — dijo observando el hoyo — . Es la ley de aquí.

— Pega de nuevo — el agradable estiró el gallo para mí — , mejor ve a otro lado, aquí no hay nada para ti.

Me despedí de ambos, fumé por obligación, tomé mis cosas y tras anotar el contacto del agradable por petición de él, para buscarlo cuando quisiera hierba, me largué a casa. Aquella mariposa negra sí trajo una muerte consigo.

Photo by Filipe Cantador on Unsplash

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