La última Navidad

Cuento

CanCerbero
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9 min readJan 5, 2024

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Por Abraham García

Me subí al carro, tranquilo; todavía le sonreí a Javier cuando me despedí agitando la mano. Me sonrió de regreso, enmarcado por las luces y los adornos de colores, con una corona justo sobre su cabeza. El ambiente navideño contrastaba con que me estaba llevando la chingada.

Encendí la radio para escuchar a Adolfo Fernández Zepeda desearme una feliz Navidad y próspero año nuevo, pero ni eso ni las luces en las casas de los vecinos eran suficientes para infundir en mí el espíritu de esperanza y buena voluntad que ordena la época.

En su último mensaje, Angélica me dijo que estaba en un bar sobre Álvaro Obregón. Yo conocía todos y, gracias a que fui taxista en la pandemia, sabía que muchos de ellos habían cerrado. ¿Cuántos podían haber abiertos, tres? Quizás menos. Total que me lancé directo. Estaba a menos de diez minutos si me volaba los altos. Se me había hecho costumbre. Así es cuando manejas de noche: no te puedes parar en cualquier parte. Aunque los limpiaparabrisas portaban gorros de Santa Claus no dejaron de exigir dinero a cambio de un servicio que no solicitaste. A pesar de la excitación, pude darme cuenta de que había poca gente en la calle (para ser diciembre). Unos árboles diminutos amarrados al toldo de los autos, lo mismo que los cuernos de reno avisaban que apenas ocho días más y sería Navidad. El frío mantenía a los habitantes de la ciudad en sus casas. Bueno, no a todos. Angélica, mi esposa, había decidido ir a la fiesta de su trabajo. Yo mismo la había dejado, más temprano, a la puerta de un salón. El acuerdo original era que volvería a recogerla según su aviso; me alertó el hecho de que una hora antes de subirme al carro me dijo que habían seguido la fiesta en el dichoso bar. Aquel al que me dirigía en ese momento.

En el camino no podía dejar de pensar en años anteriores, en otras navidades, años nuevos, cumpleaños. Muchas otras fechas especiales que ya nos había echado a perder. Desde que recuerdo, esos cambios repentinos de opinión indican que algo andaba mal. Angélica tenía un plan oculto y creía saber cuál era. Ya había revisado su teléfono en varias ocasiones: las conversaciones borradas, fotos que no habían acabado en ninguna de sus redes sociales para pasar directo a la papelera, la ausencia de fotos en eventos importantes para ella y la existencia de contactos con los que aparentemente no tenía ninguna relación eran razones para sospechar. Por otra parte, el GPS del carro había señalado estancias de tres horas en el supermercado. Lo mismo con otras largas estancias en lugares y horarios que no tenían razón de ser. Y todo eso podía haber pasado de largo si no se hubiera conjugado con su cambio de actitud: la ropa interior manchada, una sospechosa complacencia, la inexplicable reactivación de nuestra vida sexual y su evidente desinterés por la vida en familia. Por eso iba preparado para una escena que, en realidad, no quería ver. Como sea ya estaba por llegar. De repente se detuvo el tráfico. Más adelante un retén de policías aplicaba pruebas de alcohol en el aliento a todos los automovilistas. No había de otra: tendría que hacer acopio de paciencia. En la espera mi estómago se encontraba en una lucha feroz por escapar del tejido conectivo que lo mantiene en su lugar, lo cual afectaba la garganta, la tráquea y los intestinos. La resequedad en la boca me hacía evidente que debía controlar la emisión de bilis. Lo menos que quería era una extracción de vesícula. Incluso un pensamiento irracional me hizo pensar que podía salir positivo en la prueba de alcohol, echando a perder todos mis planes. No había tomado ese día, pero en ese momento me parecía una posibilidad real. En unos cuantos minutos estaba a dos autos de pasar a la prueba, justo enfrente de dos de los bares en funcionamiento; ambos tenían mesas sobre la banqueta debido a un permiso especial heredado por la pandemia. En una de ellas, a un costado del retén, se encontraba Angélica con otras tres personas: una mujer y dos hombres. Uno de ellos era su jefe; lo recordaba más joven y sin buena parte de su sobrepeso, pero lo identifiqué al instante. El otro no sabía quién era, o más bien sí sabía. A diferencia de los meseros y las personas que pasaban frente a las mesas, ella y sus acompañantes no usaban cubrebocas. Incluso los policías y el personal del alcoholímetro utilizaban esos pedazos de tela, además de guantes para prevenir los contagios. En contraste a esa sensación de angustia derivada de la posibilidad de contagio, Angélica se reía como si aquello fuera el evento más divertido del mundo. Un silbato me sacó de la contemplación para pedirme que avanzara hasta el oficial con chaleco amarillo. Llegué con él y me hizo bajar la ventanilla para que soplara en un tubo de PVC. Se encendió el led verde. Aceleré despacio con el pie derecho, temblando por los nervios. Un par de minutos después estaba de regreso a pie; dejé el carro estacionado doblando la esquina, e incluso pagué el parquímetro varias horas tratando de prevenir otro problema. Fui hasta el bar escabulléndome entre la gente que salía de un foro contiguo a los bares. Ahí seguían Angélica y su grupo. Era evidente que no podía tomar una mesa cercana, como en mi plan original, para vigilarla de cerca. Por lo que me di a la improvisada tarea de buscar un sitio desde el cual tuviera buena visibilidad. El único fue cruzando la calle. La patrulla, el retén y los autos que se detenían dificultaban la vista de los clientes del bar, más no la mía. Ahí estaba sin sentir el frío de las noches decembrinas gracias a la adrenalina que corría por mis venas. Recargado en un árbol vi cómo Angélica se acercaba al desconocido para hablarle al oído. Suelo ser muy inocente, por lo que no le doy importancia a este tipo de situaciones, pero las reacciones de ella cada que este le hablaba al oído, la manera en que le sostenía la mirada, cómo él le posó su mano sobre la espalda y la dejó ahí, donde hace mucho no estaba la mía, constituían un ritual por el que yo también había pasado años atrás. Sus risas, aquellas de las que me enamoré, ahora me desgarraban las entrañas. El neófito médico diría que era gastritis. Además de que evidentemente estaba ebria, yo sabía que se reía así para hacerse notar, para transmitir su agrado al desconocido.

Así pasó más de una hora en la que pude notar cómo la gente de la colonia Roma saca a pasear a sus mascotas después de medianoche, cómo algunos conductores intentan escapar del alcoholímetro de manera infructuosa y cómo los trabajadores de los bares están alertas todo el tiempo sobre quién ronda su fuente de ingresos. Uno de los meseros notó mi presencia al otro lado de la calle y, con disimulo, entró de nuevo al bar. Supe que mi tiempo se acortaba; los dueños de este tipo de establecimientos temían asaltos, extorsiones, así como otro tipo de formas de sacarles dinero; por lo que contrataban vigilantes para prevenirlo. Un tipo con sudadera recargado en un árbol justo enfrente, con la mirada fija en el bar, resultaba muy sospechoso. Me habían descubierto, así que lo que fuera a hacer debía pasar rápido. Era la primera vez en mucho tiempo en que podía demostrarle con hechos a Angélica que tenía razón, que llevaba largo tiempo engañándome y que esta vez tendría que aceptarlo. Entre la duda y la reflexión pasaron unos interminables minutos hasta que Angélica empezó a utilizar su celular vertiendo toda su atención en ello. El desconocido veía para todas partes mientras hacía preguntas y el jefe hacía señas para pedir la cuenta al mesero. Vinieron las despedidas, el pago de la cuenta, Angélica volvía a su celular cada tanto y entonces entendí que esperaba un Uber. Estaba por retirarse. Busqué la llave del carro en mi bolsillo derecho: ahí estaba. Debía estar preparado para salir detrás de aquel auto. El desconocido se brincó los arbustos junto al bar para hacerle señas a una camioneta Avanza que se acercaba con las luces intermitentes puestas. Angélica quiso seguirlo, pero tropezó lanzando un grito de diversión que hizo voltear a meseros, policías y parroquianos. Todos reían muy divertidos, menos yo que veía a Angélica caer en los brazos del desconocido. Al levantarse se dirigió a la Avanza; yo ya estaba cruzando la calle al igual que cuatro hombres que salieron del bar y venían a mi encuentro. Supe que era la gente de seguridad. Hice uso de mi conocido sprint explosivo para dejarlos atrás y llegar al auto, pero no contaba con la colaboración de los policías que me ordenaron detenerme cerrándome el paso con una patrulla. El alboroto obligó al conductor de la Avanza a aminorar la velocidad, no sé si por curiosidad, precaución o una mezcla de ambas; el caso es que Angélica y el desconocido me observaban a través de la ventanilla. Él no apreciaba más que a un tipo siendo sometido por policías y varios sujetos iracundos. Me habría gustado que el forcejeo fuera por haber sacado con mis manos su último suspiro, o que me detuvieran después de descargarle un revólver a la pareja, o que hubiera entrado en un frenesí de violencia golpeando a mi esposa, a mi rival de amores, a los guardias del bar, a los policías, a otros automovilistas, al médico legista, a los perros que paseaban, a todo aquel que se me atravesara para poder descargar mi dolor en alguien más; que tuvieran que llegar refuerzos para acribillarme a media calle por resistirme al arresto. Lo que fuera, pero que terminara con ese ardor en mi pecho. Lancé un aullido de perro atropellado al imaginar lo que habría sido si no me hubieran interceptado y hubiera podido seguirlos hasta el hotel, si los hubiera encontrado desnudos entre las sábanas; ella con las piernas abiertas, recibiendo al extraño para mí con los ojos desorbitados. Tal vez me habría arrancado los ojos hundiendo los dedos en las cuencas, o tal vez habría tomado el extintor del pasillo para moler sus cráneos bajo el peso del infalible cilindro rojo. Como en Irreversible. En cambio estaba hincado en el pavimento; Angélica me sostuvo la mirada. No había sorpresa ni preocupación. Sentía las rodillas doblarse bajo mi peso, no por la presión ejercida por la fuerza de los representantes de la ley sobre mis hombros, sino por su indolencia. Tal como la conocía, pude ver en sus ojos la rabia provocada por mi atrevimiento de seguirla y descubrirla en el momento en que se marchaba con su amante. Podía escuchar el gruñido que saldría de su garganta si hubiera tenido el tiempo de bajarse, pero se aseguró de que observara en primera fila cómo le daba un beso en la boca al desconocido mientras nuestros ojos se encontraban. Ni la fuerza del brazo de un oficial de más de cien kilos pudo detener el giro de mi cuello para no perderme ni un detalle: la lengua que buscaba la boca ajena, la mandíbula que ansía devorar a su víctima, los dientes que rematan mordiendo los labios hasta que la placa H01BCK se despedía de mí en medio de la avenida. Mantuve el cuello rígido mientras observaba alejarse, a menos de cincuenta kilómetros por hora, los años dedicados a la mujer de mi vida, las noches y madrugadas dejados en el trabajo para construir sueños pasados y futuros que caían en el olvido; el perro que no llegamos a tener, las promesas hechas después de hacer el amor, una casa que terminaré de pagar y en la que nunca viviremos.

Todavía sometido, con la cabeza pegada al suelo y el policía de más de cien kilos sobre mi espalda, eché a reír a carcajadas. Esta vez ya no podía decirme que era mentira, que todo lo había imaginado. Ahora podía deshacerme de ella con toda razón. Esta sería la última Navidad que me echaba a perder.

Photo by Chris Sowder on Unsplash

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