La resurrección de Henri Beyle

Morir en plena calle

Enrique I. Castillo
CanCerbero
7 min readJul 7, 2022

--

Abandonada y con una inscripción desgastada, una lápida anunciaba el lugar de entierro de Arrigo Beyle, escritor italiano, muerto en 1842. Resultaba extraño que un escritor italiano fuera uno de los muertos que poblaban el camposanto de Montmarte, usualmente habitado sólo por franceses. El descubrimiento de esa lápida se debió a que era necesario removerla para construir un puente sobre el cementerio, para una futura línea del omnibús. Era el París de 1888.

Era un escritor desconocido pero el hallazgo de la tumba generó intriga. Se investigó más y apareció el nombre de un escritor del mismo apellido pero era francés y también murió en 1842: Henri Beyle. En su testamento quedó plasmada su voluntad de que en la lápida apareciera el nombre de Arrigo. Se creó una comisión para restaurar la lápida y el nombre de Henri Beyle volvió a sonar en Francia.

No resulta extraño que haya optado por llamarse Arrigo después de muerto, ya que en vida, Beyle firmó sus textos, incluso sus cartas, con diferentes nombres: César Bombet, Cottinet, Dominique, don Flegme, Gaillard, A. L. Feburier, Barón Dormant, A. L. Champagne. Sin embargo, con el que sería más reconocido fue Stendhal, nombre que tomó de una ciudad prusiana.

Al mismo tiempo que la tumba de Henri Beyle era descubierta, el trabajo literario de Stendhal fue desenterrado de su descanso de más de cuarenta años en la ciudad de Grenoble, donde nació Beyle.

También en 1888 Stanislas Stroyenski, un profesor polaco de gramática, estaba de paso en esa ciudad. El lugar no ofrecía mucho así que para evadir el aburrimiento decidió visitar la biblioteca local. Amontonados en un rincón encontró sesenta volúmenes de manuscritos viejos, la mayoría redactados con un lenguaje poco claro. Con paciencia, Stroyenski fue repasando cada uno de ellos. El contenido le pareció deslumbrante, como si hubiera sido escrito ese año y no más de cuarenta antes.

Ya no pudo separarse de ese mundo de papeles. Logró conformar un primer libro: Vida de Henri Brulard, para el que buscó un editor. Era una autobiografía de Stendhal. Como si se tratara de una profecía, en este libro Stendhal menciona varias veces que escribe para sus verdaderos lectores, los de 1880 o 1890, porque, aseguraba, sus contemporáneos no estaban preparados para su literatura.

No sólo eso. Stendhal consideraba que nadie, o muy pocos, estaban a su altura intelectual. Para él, escribir no era más que un pasatiempo, algo que podía hacer sin dificultad. O un medio por el cual podía hacerse de algún dinero. Por lo mismo, no le daba la mayor importancia. También por eso, no quería que su nombre se asociara al de un escritor, de ahí la cantidad de seudónimos con los que firmaba sus textos. Y por diversión. Le agradaba escuchar a sus conocidos referirse al escritor Stendhal, sin saber que era el mismo Beyle.

Con el propósito más bien de entretenerse publicó La vida de Haydn e Historia de la pintura italiana. Con ambos libros ganó algunos ingresos, pero ninguno de los dos era de su autoría. La vida de Haydn fue una copia del libro del escritor italiano Carpini y su Historia de la pintura italiana fue un compendio de diferentes textos que había leído, los cuales acompañó con pocas aportaciones propias.

Fue hasta después de sus cuarenta años cuando le tomó mayor importancia a la escritura. Algunos de sus allegados lo visitaron en un cuarto de hotel en el que vivía, notaron en su escritorio un montón de hojas. Le preguntaron de qué se trataba. Stendhal respondió que era algo sin relevancia, una novelita que estaba escribiendo. Esa sería su primer novela, que escribió a los cuarentaitrés años y que llevaba el título de Rojo y Negro. Le siguieron Lucien Leuwen y La cartuja de Parma.

En estos tres libros es posible conocer más a fondo al propio Stendhal, además de sus libros autobiográficos: Vida de Henri Brulard y Recuerdos de egotismo. Los personajes principales de estas tres novelas están construidos con el carácter del escritor. Son personajes conscientes de su superioridad intelectual, que buscan lograr sus objetivos sin reparar en qué tanto puedan afectar a otras personas; admiran la heroicidad, sobre todo la figura de Bonaparte. Sin embargo, también están hechos de aquello que Stendhal añoraba ser: tienen gran confianza en sí mismos, son atractivos a las mujeres y suelen seducirlas a placer.

Lo novedoso, para su tiempo, en el estilo de Stendhal es que no se limita a narrar acontecimientos, sino que se deleita en describir los estragos que sufren los personajes en su interior. Como dejó claro en su Vida de Henri Brulard, en el que repite varias veces que no se propone escribir sobre sus memorias o la memoria que tiene de las personas que pasaron por su vida, su intención es más bien hablar de las repercusiones que tuvieron en su interior, en cómo afectaron su sensibilidad.

Antes de escribir esas novelas, encontraba placer en otras cosas: la música, el teatro y las mujeres. Hacía lo que fuera por asistir a conciertos, sobre todo si se tocaban piezas de su compositor favorito: Mozart.

Caminaría diez leguas sobre el barro, que es lo que más detesto en el mundo, por asistir a una representación de Don Juan, bien ejecutado. Si se pronuncia una frase italiana del Don Juan, inmediatamente el tierno recuerdo de la música acude a mi memoria y se apodera de mí.

En Viena, cuando murió Joseph Haydn, Stendhal acudió a la iglesia en la que le harían honores sólo porque se enteró que tocarían el Réquiem de Mozart. Aunque no se quedó mucho porque le pareció grotesca la interpretación. En cuanto al teatro, su autor preferido era Molière. Cuando se marchó de Grenoble hacia París quería emularlo y escribir comedias.

En cuanto a las mujeres, él las adoraba. Sobre todo quedaba encantado con actrices. Estuvo perdidamente enamorado de una. Ella, claro, nunca lo supo.

Sentí un tierno interés en mirar a una joven actriz llamada la señorita Kably. Pronto estuve perdidamente enamorado de ella; no le hablé jamás.

Y es que Stendhal no era precisamente atractivo. De estatura más bien baja y con sobrepeso desde joven (después usaría una peluca para disimular la calvicie), no era un imán de mujeres. Él las enamoraba y lograba que fueran sus amantes pero sólo en su imaginación.

Eso cambió cuando entró al cuerpo de dragones, el ejército de Napoleón Bonaparte. Pero no lo hizo por méritos propios sino por ser primo de Pierre Daru, Ministro de Guerra del General Bonaparte. Eso le dio una posición importante y una buena remuneración. También lo alejó del peligro, pues al ser primo del Ministro lo enviaron a sitios alejados de las batallas más fuertes. Así que pudo pasearse a su gusto por los lugares donde avanzaba el ejército francés, ya fuera Milán o Viena.

El grado militar y el dinero fueron los medios por los cuales logró acercarse a las mujeres. Le permitieron pasar de la imaginación al placer carnal. Aunque quedaban las fastidiosas actividades laborales. Se le asignó como diplomático en Italia. Stendhal ya se imaginaba en Milán, asistiendo a cada representación en la Scala. Sin embargo, lo enviaron a Civitavecchia, una ciudad pequeña con poca oferta cultural. Sobornó a su subordinado para que hiciera el trabajo mientras él se dedicaba a satisfacer sus placeres. Una vez cubierta esa molestia, Stendhal ya ni siquiera vivió en esa ciudad italiana, sino que se mudó a París y se le veía todas las noches asistiendo a la ópera o al teatro. Eso sí, cobrando su sueldo como diplomático.

Pero en el fondo, querido lector, yo no sé lo que soy: bueno, perverso, espiritual, estúpido. Lo que sé perfectamente son las cosas que me causan pena o placer, lo que deseo o lo que detesto.

Stendhal fue despedido luego de que se confirmó que evadía su trabajo. Fiel a sus costumbres, no hizo mucho para conseguir uno nuevo. Así conforme el dinero se agotaba, su salud iba deteriorándose. En 1841 sufrió una apoplejía, “tal vez de aquel regalo que el amor le hizo en Milán”, escribió Stefan Zweig. En 1842, mientras daba un paseo en las calles de París, tuvo un segundo ataque, del que ya no se repuso. En otra de sus profecías, Stendhal dejó escrito en uno de sus cuadernos: No encuentro en absoluto ridículo el morir en plena calle, mientras no se haga intencionadamente. Tenía cincuentainueve años cuando murió en el cuarto en el que se hospedaba.

Antes de morir tenía todo dispuesto. Los sesenta volúmenes de manuscritos que dejó serían enviados a su primo Romain Colomb. Cuando éste los recibió comenzó a leer Lucien Leuwen. Se encontró con esa lectura complicada a causa de la poca claridad de la redacción. Decidió abandonar el texto. Si no pudo con ese no podría con ninguno de los otros. Consideró que era mejor mandar todo ese caos a un amigo de Stendhal, Louis Crozet, quien, al encontrase con el mismo problema de lectura, pensó que no había lugar mejor para esos textos que la biblioteca de Grenoble, y que ahí se hicieran cargo de la obra de uno de sus conciudadanos. Ya en la biblioteca, ese material quedó arrumbado, junto con el recuerdo de Stendhal, durante los siguientes cuarentaiséis años.

Henri Beyle “Stendhal”

--

--