La triste osadía del Señor Segovia

Décimo quinta entrega

CanCerbero
CanCerbero
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15 min readJul 14, 2022

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Por Samuel Segura

XV

I.
La fotografía de Armando se podía ver desde muy lejos. Colocada en la parte superior y a lo amplio del stand, a un lado de ella se anunciaba su más reciente libro, en el que vampiros y nahuales se disputan la trama.

Virgen de medianoche, como la grandiosa novela testimonial de Josefina Estrada (que leí hace tantos años en la universidad).

Una señora que caminaba a un lado mío externó:

–¡Qué guapo es!

La señora iba acompañada de una niña y ambas, tomadas de la mano, llegaron junto conmigo hasta donde estaba Armando, quien vestía todo de negro; el cabello semilargo, blanquísimo. Parecía un vampiro de a deveras al que en ese preciso instante entrevistaban (como habría querido Anne Rice).

Por lo que mejor me fui a ver entre los libros del stand, pero ninguno llamó mi atención. A la distancia vi a Armando, quien luego de esa entrevista hizo otra y después se dispuso a firmar los libros que varios morros llevaban consigo. (Y cuando digo morros hablo en serio: niños pequeños, de unos seis o siete años que se acercaban con sus padres para recibir un autógrafo del afamado bajista de Botellita de Jerez, incluída la señora que lo llamó guapo.)

Ciertamente, en aquella foto gigante que estaba encima de él (de todos nosotros, mirándonos), Armando se veía muy bien. Yo creo que sería de unos seis o siete años antes (de cuando aquellos morros iban naciendo). En una de las entrevistas, Armando mencionó que esa foto se la tomó Anilú Hinojosa quien, a su vez, le reclamó el pago por quinientas tortas de pastor con queso por su no crédito (ni en ese cartel ni en ningún otro).

Cuando Armando terminó de firmar los libros, me acerqué a él. Se levantó de su silla y me abrazó.

— Qué gusto verte por aquí — dijo.

— No marches, no lo puedo creer — dije.

Y es que apenas un par de años antes me había inscrito en su taller de escritura. Llevaba ya un rato, casi desde que conocí su ópera magna (el Diario íntimo de un guacarróquer), que quería tallerear con él. Mi interés se acrecentó cuando Eusebio Ruvalcaba –con quien conocí que esa forma de trabajo, el tallerear, era posible– partió de este mundo, y fue gracias a una de las redes sociales de Armando que me enteré de que estaba recibiendo alumnos. Dejó un correo electrónico al que le escribí. Me respondió en breve: debes tener un proyecto terminado, con miras a publicarlo. Esa es la finalidad del workshop: que los alumnos publiquen. Algo así dijo, pero sí que usó esa palabra: workshop (sentí todo su caché). Y me dije: claro, tengo un trabajo terminado. Se lo dije a él, por escrito, a vuelta de correo. Una novelita fallida (y metalera) llamada, en ese entonces, Maldito sea tu nombre.

Me recibió poco después. El taller se llevaba a cabo en su departamento, por las mañanas. Desde la primera sesión conocí a Edmundo, el Dok. (De aquella anécdota escribí el cuento “Pártele su madre a quien no te diga la verdad”, el cual contiene muchas invenciones.) Luego conocí a Fernando y a Abraham, entre otros varios talleristas que desfilaron por aquella sala-comedor.

El Dok solía llevar cocoles a las sesiones. Armando hacía café soluble. Los talleristas nos sentábamos en torno a una mesa larga, rectangular, gris, de plástico; Armando departía desde un sofá. Se ponía sus gafas. Leíamos las hojas recién impresas en la papelería de la esquina (una vez, a Fernando, le imprimieron quinientas veces la primera página de la novela que llevaba para su revisión). Hablábamos de cine, de música, de libros. Hacíamos chistes, reíamos.

Éramos felices (y sí lo sabíamos).

Uno de esos días, casi un año después de que entré al taller, Fernando, el más joven de los integrantes, mencionó una convocatoria. Y me dijo:

— Deberías meter tu novela ahí.

El resto de los talleristas estuvo de acuerdo y entusiastas me invitaron a que cuando menos lo pensara.

Y lo pensé.

No mucho, pero lo pensé.

De pronto vi en esa convocatoria el camino adecuado para esa historia, a la que ya había sometido a un concurso (que desde luego no ganó). Parecía estar hecha a su medida.

Además, para eso estaba en el taller, pensé, para buscarle su camino.

Decidí que la metería.

Y una mañana, acompañado por mi padre, acudí a CU, mi alma mater, para entregarla impresa.

Algo, no supe qué,

se iluminó dentro de mí, una esperanza

genuina

de que aquel libro viera la luz,

una luz que yo tanto

alejaba

de mi vida; sumergido siempre

en mi propia oscuridad, buscaba

ver por fin

algo más allá

de mi propia ausencia

de luz.

Varios meses después, otra mañana, mientras pergeñaba algunas líneas frente a esta misma computadora (aunque en un teclado diferente), recibí una llamada telefónica. Supe

que del otro lado

del auricular

se hallaba el éxito, una forma

de la degradación, esa que los escritores

anhelamos a escondidas,

en lo oscurito,

en secrecía;

ahí estaban

la fama y la fortuna, hablándome

frente a frente, oreja a oreja,

diciéndome

“bienvenido,

culey,

al infierno”.

Pero no escuchaba bien. El audio se entrecortaba. Acaso oí cuando Fernanda Melchor, uno de los jurados, dijo:

— ¡Que viva el heavy metal!

¡Que viva!, quise responderle, pero no dije nada. Solo le di las gracias. A ella y al resto de los miembros, que también estaban presentes.

Luego de colgar me quedé en silencio un rato más, frente a mi computadora. Y lloré. Lloré de alegría, quise suponer. O de gusto, o de nostalgia. No sé muy bien por qué

lloré.

Luego, más tranquilo, me comuniqué con los miembros del taller. Mandé un whats al grupo que teníamos. Me felicitaron, Armando entre ellos. Y adelantándome a toda posibilidad, a sabiendas de que el libro sí o sí se editaría, le pedí de favor que escribiera el texto de contraportada. Aceptó gustoso y una semana o dos después me lo entregó. Era puntual, certero, poético. Era mejor, incluso, que la novela misma (como todo lo que se ha escrito sobre ella).

El libro se presentó, como esta crónica ha procurado dejar en claro, en noviembre de 2018 en la FIL Guadalajara. Con Armando la presenté dos meses después, en enero de 2019, en el Centro Cultural Bella Época de la Ciudad de México (hermoso lugar del Fondo de Cultura Económica al que ya había asistido para ver presentaciones y en el que jamás pensé que estaría como presentador).

Ese día llegué puntual, recién afeitado, utilizando una chaqueta de piel que tenía diez años sin usar. Lo supe porque hallé en uno de sus bolsillos un boleto de un concierto de Judas Priest (aquel del Palacio de los Deportes en el que sentí que Rob Halford me miró a los ojos cuando estuve a un par de filas de la valla que separa al público del escenario).

Ese día me entrevistaron en video y quienes grabaron grabaron también la presentación, pero al final no grabaron nada, me dijeron, y entonces se perdió algo muy bello (y muy triste) en las ranuras fallidas de una memoria sd.

Hubo quienes tomaron fotos (que aún me duele ver).

Dos meses después, en marzo de 2019, me encontré a Armando, pero esta vez en la FIL de Minería, también en la CDMX. Él llevaba prácticamente el mismo atuendo vampiresco que en Guadalajara. Ambos presentábamos, nuevamente, nuestros respectivos títulos.

Ya me veía yo jugando en la misma liga que él.

Vaya, qué grande era, me decía.

Yo. A mí.

Y, así como en la vez pasada, a pesar de que mencionamos la posibilidad de vernos más tarde para comer, no lo hicimos (Fercho, el Dok y yo sí que nos fuimos a cenar unos tacos, sobre la calle 5 de Mayo).

Armando firmó mi ejemplar y puso, entre otras cosas, para mi mejor alumno. Algo así. Luego nos dimos un abrazo y su sonrisa comenzó a disiparse, en su mirada encontré

el presagio fúnebre,

la única liga en la que de verdad jugamos

los dos:

el deseo suicida

que solo él consumó

un mes después. No volví a verlo

hasta su funeral. Ahí

tanto Cynthia, como Margot, como Huachimingo, se encargaron de abrazarme. De contener el torrente de lágrimas que me tragué entero y que ahogué con cuantas botellas de whisky pude. Mi regreso al alcoholismo fue pletórico: frente al escritorio me quedaba horas bebiendo, miraba el amanecer desde el primer segundo y así me quedaba: mirando la ventana, hasta el mediodía, sin nada más que el vacío en el estómago, sin cigarrillos y con la botella de whisky ya sin whisky.

¿Cómo había llegado hasta ahí, me preguntaba, si todo lo que vislumbré desde aquel avión hacia Guadalajara no era más que cielo azul y prometedoras nubes?

¿Cómo era que el éxito me había durado

tan poco,

cómo era que Armando

de pronto estaba muerto

por su propia mano?

Yo también pensé en ahorcarme. O en beber de una botella de cloro que tenía en el baño, a mi alcance, mientras defecaba, cuando regresó mi exesposa, pero no de la forma en que siempre soñé (semidesnuda, a mi lado, en la cama), sino de la forma más pesadillesca posible: señalándome como un monstruo de mil cabezas (por internet). Olvidándose

de los verdaderos monstruos

que devoraron

su infancia, aquellos

de los que nunca quiso

deshacerse. Olvidándose

de todo el amor que le tuve, de todo el amor

que ella tuvo

por mí; víctima

acaso

de su inenarrable

hipocresía, de su propia e indecible

monstruosidad.

II.
No sé si fue esa noche o la noche siguiente cuando acudí al recital poético de Sonia Soares.

Me recuerdo yendo, eso sí, primero, a una taquería luego de haber ido a la Feria, abordando un camión hacia allí, sentado entre la penumbra, con las luces neón iluminando a los pasajeros que viajábamos ahí dentro apretujados. Me recuerdo ya en la taquería, comiendo una torta ahogada y unos tacos de tripa; bebiendo una cerveza o, probablemente, un agua de horchata. (O ambas.)

Me recuerdo saliendo de los tacos bajo una tersa lluvia, caminando

sin paraguas

por la inmensa explanada entre la oscuridad.

El recital no era muy lejos. Llegué un poco mojado, hacia el final de este. Acaso había tres personas ahí (además de Sonia).

Tan pronto me vio se iluminó su cara, me regaló

una sonrisa. Yo alcé una de mis manos, posiblemente la derecha. Hola, dije, así, con la mano levantada, y ella dijo:

Hola.

Se puso de pie conforme me acerqué. Nos dimos un beso en la mejilla y un breve abrazo. Ahí estaba, también, la malencarada de Consuelo. Y un par de jóvenes más.

— Llegas temprano… — dijo Sonia, sarcástica.

— Disculpa, no pude zafarme antes…

— Vino bastante gente para yo ser una desconocida en México.

— ¡Qué bien! — le dije, aunque su fama, en realidad, me entusiasmaba menos que cero.

— ¿Qué le servimos, señor? — dijo entonces un joven, mesero del lugar — . Estamos a punto de cerrar la barra…

A la redonda no había barra alguna, observé.

— Ahhh… dame una cerveza… oscura, por favor.

El mesero se retiró al momento y volvió poco después, ya con la chela, que destapó ahí mismo.

— Gracias — le dije. Y pagué.

Entonces me senté en uno de los lugares de una larga y antigua mesa de madera donde estaban los otros. Conversamos algunas cosas, casi todas las he olvidado, excepto el momento en que dije que la noche siguiente vería a Moonspell, en vivo, en las afueras de la FIL.

— Moonspell — dijo Sonia, haciendo una mueca.

— ¿Te gustan? — pregunté.

— No, no realmente — dijo — . Me gusta más Sónia Tavares, la esposa de su vocalista. ¿La has escuchado?

No tenía idea de su existencia. Se lo hice saber.

Por lo que en ese momento sacó su celular, puso un video de ella y me lo mostró.

— Wow… — dije, tras unos segundos de reproducción.

— Es mejor que Moonspell — agregó Sonia Soares, sonriendo, y continuó burlándose de mí el breve rato que estuvimos ahí. Decía, con una voz impostada, algo así como:

“Ay, sí, Moonspell. Amo a Moonspell”.

Sonia era como una niña (burlona).

Luego nos movimos a un bar que no estaba muy lejos de donde estábamos. Llegamos caminando, en menos de diez minutos. Sonia tenía una avidez, un hambre inusitada por experimentar la noche. Una curiosidad casi infantil. Así lo noté tan pronto llegamos al lugar y nos sentamos en una de las mesas.

— Quiero beber algo… de alcohol… — dijo.

— No deberías… — intercedió Consuelo, de pronto, como si fuese su madre.

— Pero… — dijo Sonia.

— Mejor cómprate un jugo — ordenó.

Sonia miró la carta con desilusión y terminó obedeciendo, al pedir un boing de manzana.

El peor de los boings, pensé.

Consuelo sí que pidió una cerveza.

— Tú debes cuidarte — alcancé a escuchar lo que Consuelo buscaba decirle a Sonia en secreto — : estás entre puros desconocidos.

Vaya, eso era cierto.

Sonia asintió, regañada, como una niña (obediente).

A un lado mío, a mi derecha, estaba un joven aspirante a guionista llamado Rafael (la verdad es que se me ha olvidado su nombre verdadero); supe de su ocupación conforme conversamos, inevitablemente, por estar el uno al lado del otro. Bueno, tampoco era tan joven. Era un par de años mayor que yo y recién había descubierto su verdadera vocación; su padre, que era generoso con él, le ayudaba a cumplirla.

— Odio que aún tenga que mantenerme — dijo.

Yo llevaba conmigo el libro de William Goldman sobre guionismo que había conseguido la víspera. Pensé en regalárselo, en decirle que entendía su sentir, que la carrera de escritor no era fácil, que yo recién había terminado un diplomado de guion y que sabía muy bien de lo que me hablaba… pero opté por callar.

— Salud — dije, mejor, y chocamos nuestras respectivas cervezas.

— ¿Fumas? — me preguntó casi al culminar cada quien su bebida. Asentí y un momento después salimos a la calle.

La noche era tibia. Rafael sacó un paquete de Camel y me ofreció uno dándole ligeros golpecitos a la parte inferior de la caja. Luego, con sus cerillos (soy de la vieja escuela, aclaró), encendió ambos cigarros antes de que la llama se extinguiera en la pequeña cueva que había formado con sus manos.

Fumamos en silencio. Enfrente, en otro bar, se escuchaba “No Leaf Clover” de Metallica, que al principio dice:

Y esta vez se siente bien.
En este acelerado curso, estamos en un gran momento.
No prestes atención al distante trueno.
La belleza llena su cabeza de asombro, chico.

Mateé a discreción a pesar de no tener mata; Rafael no pareció darse cuenta.

Luego de terminar de fumar entramos de nuevo.

Estuvimos un rato más (yo en un profundo aburrimiento) en el que bebí una segunda cerveza.

En algún momento se fue Rafael y la otra chica que iba con nosotros. Solo quedamos Consuelo, Sonia y yo.

Luego Consuelo pidió un Uber. Sonia Soares también. En lo que llegaba el de la poeta portuguesa, Consuelo dijo que iba al baño. Sonia y yo nos quedamos un momento a solas, en la tímida oscuridad que brinda la medianoche.

— Me miras de ese modo — dijo.

— ¿De cuál, perdón?

— Tu mirada, casi atraviesa la pared. No creas que no la noto…

— No, creo que tú…

A la distancia vi aproximarse a Consuelo, quien dijo, una vez que estuvo de nuevo junto a nosotros:

— Mi Uber está a dos minutos. Tú — me preguntó — , ¿cómo te vas a ir?

-–Ahorita pido uno — le contesté.

Así, los tres permanecimos en silencio dos minutos hasta que llegó el Uber de Consuelo.

— Bueno, nos vemos — dijo, y se despidió de ambos con un abrazo y con un beso (a Sonia le dijo “Cuídate”). Abordó el vehículo y, cuando se estaba yendo, otro se estacionó en su lugar.

— Ese es mi Uber — dijo Sonia. Me vio durante un momento. Luego me dio un prolongado beso en la mejilla, un abrazo como si no fuéramos a volver a vernos, y dijo adiós, tanto con la boca como con la mano.

Me quedé ahí, solo, en medio de la calle, en silencio.

Y, en efecto, no volví a ver a Sonia otra vez.

III.
En cuanto estuve en la habitación de la casa roja puse ‘Domina’, de Moonspell, en mi celular. En alguna parte dice:

Otro día y todos son iguales…

En este mundo o en el próximo.

Me derribas y luego resucito.

En este mundo o en el próximo.

La escuché acostado, sobre la cama, con los audífonos puestos y las luces apagadas.

Me transmitió una serenidad que necesitaría tres meses después (y que no tuve); el relajamiento propicio para el concierto que sucedería la noche siguiente.

Tan pronto cerré los ojos me dormí.

Y como si hubiera despertado en ese momento, caminé al día siguiente, por la noche, entre la gente que ya esperaba ver a Moonspell (muchos de ellos, quizá todos, metaleros; eran muchos, no creí ver a tantos). Llevaba conmigo la cámara de Arcelia (por primera vez en el viaje cargaba con ella) e hice retratos tanto del público como de los músicos.

Fotos de: Samuel Segura

Me encontré a Darío en las filas traseras. Él, a pesar de que uno de sus hermanos es un consumado músico y oyente del género metalero, nunca había visto a Moonspell en vivo (cuyo setlist fue este; centrado, en su mayoría, en el álbum 1755, que entonces era su más reciente lanzamiento). Yo jamás imaginé que los vería en vivo bajo esa circunstancia (que una banda de metal toque en una feria del libro, en una, además, tan acá) (en ese mismo escenario mi hermana vio, antes de irse a México, luego de mi presentación, a los mexicanos Hello Seahorse!).

— Se rifan cabrón, eh — dijo Darío, a su vez soberbio ejecutante del bajo, en cuanto hubo comenzado el concierto, por ay de la tercera canción.

Nos recuerdo a ambos sujetando sendos vasos de cerveza, que vendían bien cara como en cualquier concierto. Luego compramos otro de esos vasos. Y luego otro…

— Pérame — le dije — , déjame tomar más fotos antes de embriagarme.

Y así lo hice. Me desplacé entre las personas con la cámara en mano, el telefoto puesto y el ISO al máximo ante la poca luz (supongo que cualquier maestro de foto me habría reprobado). Nunca antes había retratado al público en un toquín, y a partir de ese momento comencé hacerlo (y cada vez más, hasta hacer, incluso, un videoclip bajo ese concepto).

En uno de los rondines me detuve en el puesto que tenía la banda con su merchandising. Pura mercancía oficial. Algunos de sus discos. Miré el Extinct (importado, como debe ser), de donde se desprende la mencionada ‘Domina’, la hermosa ‘The future is dark’ o la ponchadísima canción homónima del disco.

Lo compré, lo guardé en alguna parte y seguí tomando fotos.

Luego volví con Darío. No recuerdo si entramos al slam. (No, no lo hice, por temor a desmadrar la cámara de Arcelia.)

Me recuerdo de pronto embriagado. Una embriaguez casi onírica que me llevó a navegar no solo entre el público, sino entre las luces, los mateos, los cuernos de chivo en mano, los guturales de Ribeiro. La felicidad embriagante de un tipo hasta cierto punto infeliz (algo así como la que experimentan los protagonistas de la película Druk). La liberación momentánea que parece permanente. El vuelo

imbatible

del alma

en pena,

la suerte

echada

al aire

siempre caerá

en tu contra favor.

Así, el concierto concluyó casi dos horas (u hora y media) después. Algo nos dijimos Darío y yo conforme la gente alrededor, poco a poco, iba vaciando aquella explanada (y a la cual seguí fotografiando). Quizá dimos nuestras últimas impresiones del concierto, de lo bueno que estuvo, y comentamos alguna que otra trivialidad del mundo editorial. Eso sí, seguro, deseamos volver a vernos muy pronto.

Volví a la casa roja en Uber. La calle, vacía, me produjo cierta intranquilidad. Cierta inquietud, más bien, cuando vislumbré el bar de la esquina de la calle donde estaba dicha vivienda. Me apeteció seguir bebiendo. Pero lo pensé demasiado, decirle al conductor que se detuviera ahí. No lo hice y se siguió de largo y se detuvo frente al enorme zaguán blanco. El mismo que abrí

la mañana siguiente, cuando la pelirroja fue a verme

para que le devolviera sus llaves; entre la oscuridad

de la sala se sentó, no la reconocí, no fue tras de mí,

por las escaleras, una vez que terminé de bañarme,

como hubiera querido. Ella esperó, ahí, sentada,

hasta que bajé, lentamente, por las escaleras

y le entregué la llave. Ella volvió a sonreírme, luego

me preguntó: ¿Eres

escritor?, le dije

que sí, le dije

cuanto pude

de mí en un instante

lo cual fue más

que insuficiente:

jamás

volví a saber

de ella,

quien se fue manejando la enorme pickup blanca en la que vino la primera vez.

Luis, el chofer del Fondo, llegó poco después y se estacionó en el mismo sitio.

— ¿Cómo le fue? — me preguntó una vez que abordé su vehículo, luego de guardar mis cosas en la cajuela.

— Bien — le dije — . Yo creo que escribiré un texto al respecto, con toda esta inolvidable experiencia.

— Me parece muy bien — dijo, viéndome por el espejo retrovisor, ya en camino al avión que me llevaría de regreso — . Eso es lo que hacen los escritores, ¿a poco no?

— Eso es justo lo que hacemos, don Luis. Precisamente eso.

Foto de: Samuel Segura

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