Los atardeceres por venir

Días circulares

Enrique I. Castillo
CanCerbero
Published in
6 min readJul 20, 2023

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Roksa enciende un cigarro. Sabe que el olor no es de mi agrado pero no le importa. Nunca le ha importado. Mi atención se pierde entre las volutas de humo. Ella habla de sus pendientes, de la vida en su matrimonio o de dinosaurios. Da igual, los pormenores de su vida siempre me han tenido sin cuidado. Habla porque después de haber gozado de nuestros cuerpos un silencio sería de verdad incómodo. Yo se lo agradezco porque con ella no me apetece hablar de nada.

Mi mente divaga y me lleva a la primera vez que estuvimos juntos. Ella estaba casada. Aún lo está, en su segundo matrimonio. La conocí en una fiesta y enseguida me fastidió su plática, la implícita superioridad que sentía y que demostraba en su forma de expresarse, el que fuera europea, decía ella, la volvía mejor que las otras mujeres que estaban ahí; el rencor que había en sus palabras, como si su belleza encerrara también una buena cantidad de odio. Pero había algo en ella que me atraía, aunque no sabía qué era. Al principio, sin duda, me atrajo su origen serbio, me resultaban atractivas las posibles historias de su vida, las razones por las que había llegado hasta esta otra parte del mundo.

En vez de preguntarle, mi imaginación creó varias probabilidades. Su familia huyó de las penurias económicas. Tal vez lo hicieron por las actividades políticas del padre. O la madre se vio obligada a asesinar a un vecino que intentó violar a Roksa y no les quedó más remedio que escapar. Es posible que fueran perseguidos por sus convicciones religiosas. Preferí no saber su verdadera historia, me gustaban más mis posibilidades. Además, supuse que no la volvería a ver.

Lo más sensato habría sido alejarme pero lo impidió su mirada, en la que se adivinaba una locura contenida. Dos faros que anuncian la cercanía de tierra, pero no para llegar a buen resguardo, sino que hipnotizan y conducen inevitablemente hacia los acantilados. Si poseo algún talento es el de la autodestrucción, por lo que sus ojos fueron una invitación que no pude rechazar.

Ella sugirió un encuentro posterior. Fue sorpresivo y no sé qué pudo haber visto en mí que le agradara. Tal vez confundió mi curiosidad insana con interés genuino. Como muchos momentos en la vida, que no busco evitar ni propiciar, tan sólo me dejé llevar por lo que parecía una experiencia entretenida.

Nuestra primera vez juntos no fue de reconocimiento y torpezas. Fue más bien como si nos conociéramos hacía tiempo, pero con lo excitante de lo nuevo y, en cierta medida, prohibido. Cualquier pregunta, cualquier palabra estaba de más, nuestros cuerpos se entendieron a la perfección. De la misma forma que nos entendimos hoy, aun con la ausencia que hubo entre ambos.

Por la ventana abierta de nuestro cuarto de hotel entra un viento ligero que dispersa el humo de su cigarro hasta hacerlo desaparecer. Roksa sigue con su monólogo y yo me pregunto una vez más por qué no me levanto y le digo que es hora de irnos, que una vez satisfechos nuestros deseos no deberíamos arruinar el encuentro con palabras innecesarias. No lo hago no sé si porque quiero estar entre sus piernas de nuevo o porque esto ya se volvió parte de la dinámica y damos por hecho que es preferible al silencio.

A veces creo que la vida se trata de encontrarte con esa persona con la que los silencios no resulten incómodos. Lo más probable es que me equivoque. No puedo saberlo porque ni siquiera he buscado a una persona con lo que me sienta así. Las mujeres con las que he compartido momentos han llegado sin aviso y de igual manera se han marchado.

Sólo Roksa perdura.

Nuestros encuentros eran esporádicos. Su vida matrimonial no le permitía escaparse tan seguido y yo, a pesar de estar atado a su cuerpo, no deseaba verla con más asiduidad. Como me sucede hasta hoy, lo acabo de comprobar, disfruto nuestros encuentros carnales y nada más. Otro de mis talentos es el egoísmo.

Todo iba bien, o resultaba soportable, hasta el momento en que preguntó qué sentía por ella, si tenía alguna importancia para mí. Ante mi mutismo preguntó si ambages: ¿me amas? Prefiero tener estos encuentros contigo a no tenerlos, contesté. Su mirada entonces se transformó para anunciar la llegada de un pequeño infierno. Su voz tronó, vomitaba palabras en su idioma materno. Por su entonación no hizo falta que yo supiera lo que decía. Una vez que amainó la turbulencia, se sentó al borde de la cama y dijo, con voz tranquila y ominosa: esto se acabó. Yo quise contestarle algo, pero consideré que era mejor que ninguna palabra saliera de mi boca. Nos vestimos, la única vez que interactuamos en silencio, y cada quien tomó su rumbo.

Me alejé de ella. Más bien me alejé de la ciudad, de mi vida y de todo. Pensé que era buen momento para cambiar de aires y mudar de ideas. Si bien es posible correr, esconderse, es casi imposible escapar a uno mismo. Sin ningún momento de iluminación, sin descubrimientos interiores ni cambios de perspectivas, tras un par de años de ausencia volví a la ciudad de mi infancia, a las calles tantas veces caminadas, a los sabores y olores retenidos en la memoria. Volví a Roksa.

Volví a ella porque me engaño, como muchos confío en que la memoria nos revela el pasado como sucedió, cuando en realidad nos habla de momentos que guardamos y después deformamos hasta idealizarlos. Mi felicidad, o la obnubilación a la que puedo llamar felicidad, la encuentro en ella. Esa fue la mentira que me conté hasta convencerme. Así que le escribí como si no hubiera pasado tiempo entre nosotros. No esperaba respuesta pero la hubo y hoy nos volvimos a encontrar y nuestros cuerpos se hablaron como de costumbre.

Dos años no es tanto tiempo. No esperaba ver el paso de los días en sus facciones o diferencias evidentes en su exterior. A la distancia no me pareció diferente a la última vez. En todo caso, su belleza sólo se había acentuado. Sin embargo, al tenerla cerca noté un cambio en su mirada, que todavía era una invitación a perderse, pero ya no entre el fuego y explosiones, sino con la tranquilidad de quien se dirige hacia el abismo que tanto busca.

Quise que fuera posible observarme a través de su mirada y sus recuerdos. Acaso el deterioro fue evidente. El cansancio de la huida, ese correr en círculos para llegar al mismo sitio, el punto de partida. No tuvo que decir nada. Pasó su mano derecha sobre mi rostro, como si lo dibujara o como si quisiera remover los escombros y desenterrar lo que hay debajo. Entonces su semblante se tornó triste y con eso lo dijo todo.

Afuera amenaza la lluvia. Al otro lado de la ventana puede escucharse a los pájaros que buscan refugio ante la tormenta y la noche que se avecina. Junto a mí, Roksa con todo el esplendor de su desnudez enciende otro cigarro. Son instantes que hemos vivido y revivido. Mis pies se mueven al ritmo de una música que sólo está en mi cabeza y la pregunta que ella me hizo aún ronda mi mente, aunque no ha vuelto a repetirla: ¿me amas? No, no la amo. Tampoco lo haré en los atardeceres por venir.

¿Cómo podría culparla a ella de los vacíos de mi alma? Ella también alberga vacíos y ambos queremos creer que pueden desaparecer entre encuentros carnales. ¿Hacia dónde nos dirigimos? Hacia ningún lugar. Sólo es la noción de que nos movemos juntos, como dos peces ciegos que habitan en las entrañas del mar, pero estamos estáticos en medio de la nada, mientras revivimos nuestros encuentros como si fueran uno solo, un día circular que se repite hasta que, con suerte, al fin logremos despertar a otra realidad. En tanto eso sucede, me quedo aquí, donde el vacío es menos intenso.

Photo by Valeriia Miller on Unsplash

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