Nos caímos bien

Elevator pitch carioca

Luis Aguilar
CanCerbero
Published in
10 min readApr 13, 2023

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I

Justo cuando sentí que me hacía falta una emoción para quitarle lo aburrido a mi vida, en el trabajo me dijeron que las cosas marchaban peor de lo que imaginaba, por lo tanto, las metas subieron, la presión aumentó y mis ganas de mandar todo al carajo se intensificaron.

Salí del depa pensando que una de las cosas que sigo sin modificar es la manera de atraer dinero a mi cartera; me frustra porque acepté que perdí la lucha contra el sistema, que las clases sociales son igual de egoístas y que existen aquellos enamorados del trabajo que complican mucho más las cosas. Además llevo años tratando de crear una fuente de ingresos que me haga feliz o menos miserable por entregarme al infierno de un horario y, mientras eso pasa, me hago mejor en mi trabajo actual.

A veces creo que es un berrinche, sin duda infantil, es sólo que me gusta imaginar que algún día pondremos alto y nos replantearemos la manera de producir, tal vez sea mi aberración a las ganas de llenar vacíos con dinero o posesiones lo que me hace sentir tan angustiante un empleo.

En el camino a mejorar mi relación con el jale he intentado varios frentes, desde verlo con la cara de la necesidad hasta el sólo cobrar en quincena y anestesiarme con tragos al frasco de whisky. Hasta ahora el resultado es que siento menos miedo que veces previas al dejar un empleo, me siento capaz, y más me vale serlo para resolverme la vida.

Salí de casa desanimado hacia el elevador sabiendo que una etapa de mi vida llegaría pronto a su fin. Mientras paladeaba la posibilidad de seguir viajando por el continente, emplearme de mesero o buscarme un nuevo horario laboral, quizá duplicar esfuerzos en el actual, la puerta del ascensor se abrió segundos después de solicitarlo en mi piso.

Cuando sujeté la puerta de mi lado para permitir el paso, escuché portugués y levanté la mirada. Calculé que su estatura rozaba los 1.65 centímetros, con dificultad la báscula diría que su peso es de 60 kilogramos. El cabello negro, casi tan largo como sus carnosos muslos sostenidos por unas gruesas pantorrillas que reposaban en un par de sandalias. Me detuve unos instantes en los dedos de los pies, disfruto esta parte femenina. Cero grasa abdominal, para mi gusto sus tetas eran pequeñas y el rostro delicado mezclado con un gesto que la alejaba de la inocencia de su jovial edad.

— ¡Nossa!, aquí no es — alcancé a entender, me agrada el quejido de los brasileños.

— ¿A qué piso? — pregunté con mi pésimo portugués, cautivado por aquella belleza, apresurándome a cerrar la puerta del elevador.

Una de las tantas técnicas de venta que intento aprender en el trabajo tiene un nombre mamón que les encanta inventar seguro a los gringos: elevator pitch. Consiste en vender una idea en menos de un minuto, tiempo que tarda un viaje en elevador, encontrar las palabras adecuadas y generar interés.

— ¿De onde é?

— México — el pinche elevator pitch no lo sé usar en portugués y faltaban 5 pisos — ¿tú eres carioca? — hasta ahí llegaba mi ingenio, iba perdido en sus tatuajes.

Intentaba sacar de mi mente su bikini rojo. Eso es Río de Janeiro, donde menos lo esperas aparece una mujer hermosa en tu camino quien, la mayoría de las veces, consigue que la volteen a ver. Para nada es en vano el culto a la belleza en esta ciudad.

— ¿Fumaste maconha?

— Sí — piso dos. Sonríe con mi respuesta — Vamos a fumar a mi casa, te invito.

Antes de escuchar su respuesta y sin quitarle los ojos de encima, oprimo el botón del piso siete. Me alegra con el dibujo de su sonrisa.

— Vocé está maluco — dice.

Maluco es alguien que gusta de hacer locuras, algunas agradables, otras un poco menos, pero son aceptadas por la sociedad. Parece que el elevator pitch funciona.

II

Dentro de la casa se dirige de inmediato a la ventana mientras dice que le gusta el lugar. Vivo en un estudio de casi 30 metros cuadrados con vista a las playas de Copacabana, es un lugar discreto pero es una realidad que la vista tiene su encanto. El barrio tomó fama en los sesentas, de ahí la explosión demográfica que llevó a la construcción de edificios altos con departamentos minúsculos.

Perdí mi bocina meses atrás en un hostal en Medellín, resuelvo la música encendiendo la pantalla y mientras le digo que elija la música preparo un gallo. Creo que es la vez que menos me he esforzado por llevar una mujer a casa. Sigue contemplando la vista, se olvidó de la música y yo de preguntar su nombre, aunque tampoco hace falta.

— Me llamo Larissa, soy acompañante. Camino no litoral y pego clientes.

Me desanimé prendiendo el gallo, este tipo de mujeres me atrae poco porque se niegan a besar, sin embargo verla de pie junto a la ventana era absorbente, una oportunidad imperdible.

— Tengo 22 años — fume y bocanada — soy de Mato Grosso, ¿vocé conoce? — mientras respondo que sólo de nombre, de la bolsa saca su celular y me muestra en la pantalla un mapa de Brasil, me señala su lugar de origen — Tengo un ano no Río. Esta maconha está horrible.

Tiene razón y lo lamento tanto como ella, pero es la calidad de la mariguana en la ciudad por un precio razonable. Un pareo amarrado a la cintura completa su atuendo. De su bolsa extrae un gallo.

— Está mejor esta — al fumar lo compruebo — , la consigo con un amigo, si vocé gosta eu posso conseguir para ti, a los gringos la venden mais cara.

Gringo es cualquier extranjero en Brasil. Le cuento que para los mexicanos los gringos son los vatos de EUA. Me sorprendo de mi fluidez al hablar y la claridad de su portugués, parece que mi oído se acostumbra, aunque a veces usa palabras en español y otras en inglés, las menos.

— Estudio inglés hace unos meses, lo hago por mis clientes. Les digo lo que quieren escuchar — me mira fijamente, detecto picardía en sus palabras — te lo digo porque me caes bien.

¿Cuántas veces he escuchado algo así? Demasiadas, y lo sé porque cuando aparece en la charla es indicativo de que me mandarán al demonio.

— Vivo en Tijuca, não la Barra. Perto no Maracaná.

Le digo que sólo conozco el Maracaná, que sobre Barra de Tijuca (lugar al que se refiere) he escuchado por compañeras del yoga y de Tijuca desconozco todo. La diferencia es simple, mientras en la Barra la gente busca tener el mejor auto, en Tijuca la estreches económica está cerca de la pobreza. Dichas zonas son divididas por una enorme montaña. El desafortunado y eterno cuento de la desigualdad económica en Latinoamérica.

— Tengo dois imanas mas novas, una 18 otra 16. Viven con mea mai e avó — se ríe cuando le digo que en México abuela es avó — . Eu vivo sozinha com dois amigas.

Junto con Sao Paulo, Río de Janeiro es una de las ciudades con más personas del interior, norte y sur de Brasil. El sueño de las metrópolis para descubrir una oportunidad. Turnos de doce horas para meseros, gran parte de los servicios enfocados al turismo, una lucha despiadada entre brasileños y migrantes, senegaleses, angoleños, sudafricanos, argentinos, bolivianos y un largo etcétera.

— Siempre me da miedo, vocé nunca sabe como es la gente. El trabajo que más miedo me dio foi mea primera vez.

Disfrutaba escuchándola, la actitud liberal y prepotente de las prostitutas me agrada hasta que empiezan a creer que todo mundo se las quiere coger, pareciera que son gestos aprendidos en el oficio sin importar la nacionalidad; Larissa me caía bien, íbamos empatados ahí.

— El home me dijo que eu tenia que casarme con ele. Cuando fale que não, ele me tomó del cuello. Eu casi muero, cuando me soltó, comencé a gritar y llegaron los vecinos.

La historia termina con la policía llevándosela de aquella favela, perdió todo un día de trabajo y sin paga. Dijo que ahí aprendió a cobrar al llegar.

III

El tiempo transcurre y de a poco el sol se guarda dejando tonos azulados en el cielo que se transforman en anaranjado. Es un fondo perfecto, envidiable para los fotógrafos, a veces me arrepiento de mi pésimo ojo para los encuadres.

Vamos por el tercer gallo y la música sigue sin comenzar al tiempo que se escucha cruzar una ambulancia, el sonido es acompañado de algunos gritos y claxons de autos que piden el paso. El rumor del oleaje es imperceptible, nos conformamos con ver el mar a lo lejos.

— Él es mi primo — lo muestro en la pantalla del celular — en serio que hoy es su aniversario, cumple 29 años.

— Audio sim, não video — es inútil explicarle que sólo quiero el audio, toma mi celular y graba — ¡Parabéns, Fernando!

Dulcifica el tono de su voz, a su corta edad parece que domina a placer ciertas herramientas para conquistar, sospecho que es muy solicitada, hace unos minutos dijo que le gusta más Copa que Ipanema porque hay mayor cantidad de gringos y los brasileños además de negarse a pagar, son más violentos.

La extensión de las costas atlánticas de Copacabana en forma de media luna se extiende a lo largo de casi tres kilómetros repletos de hoteles, restaurantes, El Museo histórico del ejército, las eternizadas estatuas en bronce del Carlos Drumond, el musico Dorival Caymmi, mi favorita la periodista ucraniana Clarince Linspector y El fuerte de Copacabana, además de la enorme densidad en la zona, convirtiéndolo en el tercer barrio más poblado de Río.

— ¿Cómo va a saber quién le manda felicitaciones? Al menos deja que te tome una foto.

Algo se activa en ella al escuchar la palabra foto, toma una actitud diferente. Me dio la espalda y giró ligeramente el rostro, ahí tomé la foto. Agradecí y antes de guardar mi teléfono pidió ver la imagen. Observé su alegría a pesar de mis escasas habilidades de fotógrafo.

Un acuerdo mutuo: mientras ella posara, yo tomaría fotos. Puse mi mayor esfuerzo en titánica tarea, me movía de un lado a otro y Larissa seguía en el mismo sitio, ni los gallos lograban romper la barrera.

— ¿Cuántos tatuajes tienes?

Olvidé el número porque después de responder me los mostró uno por uno. Antebrazos, costillas, debajo de las tetas, la espalda y cuello. Todos lindos, dedicados a resaltar su belleza.

— Este me gusta de mais.

De nuevo me dio la espalda y se levantó el pareo. Sus nalgas jugosas y torneadas quedaron al aire, cubiertas por una pequeña tanga. Río y su culto al cuerpo. Ahí, tatuado en tinta negra, un rosal que iniciaba casi en la espalda baja, expandiéndose por la nalga izquierda, enredado en el muslo hasta poco antes de la rodilla.

El calor aumentó en el cuarto, me quité la camisa y ella arrojó el pareo al piso. Seguí en mi papel de fotógrafo pidiéndole que se acomodara de diferentes maneras, ninguna me convencía.

— Nunca le he puesto significado a meas tatuajes, vocé pregunta

cosas extrañas de mais.

Le respondí que soy escritor cuando quiso saber a qué me dedico, claro que no preguntó mi nombre. Me acerqué para acomodarla, la sujeté de la cadera y se dejó llevar.

— Otros gringos pagan por isto, voçe tene que pagar — continuaba sonriendo, sus ojos fijos en los míos, entregada a su vocación de modelo.

Su piel obscura me hipnotizaba, una debilidad más que disfruto. Seguía moviéndola de lugar y sin más la tomé del rosal que habitaba en su cuerpo. Ahí, sin espinas que interrumpieran su delicadeza, existiendo sobre un enorme pedazo de carne, apetecible para un momento después en que sabes que el trabajo está chingándote con su bota sobre el cuello.

— Amor, quita tu mano de ahí o pagas 500 reales.

Las matemáticas pocas veces me funcionaron tan bien como en esos cinco segundos que me tomó hacer cuentas. Me arriesgué a dejar mi mano ahí hasta el último segundo que permitiera Larissa.

— Te digo que me caes bien — sonrisas dejándose acomodar una y otra vez.

Mientras Larissa disfrutaba cada vez más su papel, yo recordaba aquellas anécdotas de escritores mexicanos que perdían la razón entre mujeres brasileñas. Como Alfonso Reyes, que arribó como embajador de México en la Ciudad Maravillosa, solicitó presupuesto para mantenimientos y demás, meses más tarde recibe el último telegrama del gobierno: putas o embajada.

— Basta, contingo eu solo pierdo. Fotos y tocas y sin paga.

— La maconha es de graça — me sentí orgulloso de mi pronunciación.

Ambos reímos y me pidió ver las fotos. Estiré mis brazos, se acomodó de espaldas a mí dentro de ellos, por primera vez aspiro cerca de ella, me inclino, huelo su hombro, parte de su cuello, deseo recorrer aquella piel con mi nariz. Veíamos las imágenes cuando decidió agradecer mi trabajo llevando su mano a mi verga. Volví a recorrer su rosal, ahora más lento, con mayor delicadeza.

— Nossa, ¿qué es esto?

Me sujetó con fuerza y se dio media vuelta, me empujó hacia atrás, supe que todo había terminado, lo comprobé minutos después.

— Amor, págame 500 o me voy.

— Puedes quedarte a fumar y me platicas más historias.

Tomó su bolsa diciendo que no tenía tiempo para mí, que solo pagando podía hacer las preguntas que quisiera, me dejó su número y le insistí que no quería coger, solo platicar. Su actitud altanera de que todos se la quieren cenar la llevó fuera de mi casa.

A los dos días me escribió preguntando si ya sabía las preguntas que le haría, por un momento reconsideré la importancia de un empleo. Quizá será otro día cuando resuelva mi siguiente paso para salir de lo aburrido.

Photo by Charlie Gallant on Unsplash

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