Onán y el Mesías

Derramarse en tierra

Enrique I. Castillo
CanCerbero
Published in
4 min readMar 30, 2023

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Onán tomó el lugar de su hermano, el primogénito Er, como esposo de Tamar. Er recibió la muerte por parte de Yahvé pues lo consideraba un hombre habitado por la maldad. Sujeto al levirato, la ley en esos tiempos, Onán estaba obligado a desposar a su cuñada. Sin embargo, la descendencia de esta unión no redituaría en beneficios para Onán, pues sus hijos e hijas se considerarían como progenie de Er. El primogénito de Onán sería el primogénito de Er y heredaría las posesiones de Judá, padre de ambos.

Para quedarse con las posesiones de su padre, Onán decidió no procrear. Cada vez que copulaba con Tamar lo hacía con fruición, pero no esparcía su simiente dentro de ella para evitar el embarazo. Gozar del sexo estaba prohibido, sólo estaba bien visto con el objetivo de perpetuar a la humanidad. La conducta de Onán se consideraba fuera de la ley y egoísta.

Además, era una afrenta directa hacia Yahvé, pues éste había designado a la familia de Jacob, abuelo de Er y Onán, como aquella de la que descendería el Mesías. Al negarse a procrear, Onán negaba la llegada del Mesías. Por su pecado, también recibió la muerte.

Judá tenía dos hijos muertos. Había un tercero, Sela, pero no estaba en edad para dar cumplimiento el levirato, por lo que Judá ordenó a Tamar que regresara a su casa paterna, hasta que el joven estuviera en condiciones de tomarla por esposa. Tamar vistió entonces el atuendo de viuda y obedeció a su suegro.

El tiempo transcurría y Tamar desesperaba, a pesar de ser joven ya era viuda, y nadie más la tomaría como esposa. Judá tenía una obligación hacia ella, pero daba la impresión de que no la cumpliría, pues Sela había crecido y, sin embargo, Tamar no recibía noticias.

Entonces murió la esposa de Judá y éste no tenía mayor ocupación que pasar el día con su amigo Hira, y hacer que trasquilaran a sus ovejas. A oídos de Tamar llegó la nueva de que su suegro había enviudado y pasaba los días con su rebaño. Decidió dejar los atuendos de viuda, escondió su rostro bajo un velo y fue al encuentro del viejo Judá.

El suegro no la reconoció. Antes bien, pensó que se trataba de una prostituta. Se acercó a ella en busca de sus servicios. Tamar no se descubrió, en cambio, le preguntó que le ofrecía para yacer con él. El viejo Judá prometió enviarle un cabrito. Ella le pidió algo en prenda en tanto se concretaba el envío: el sello, el cordón y el báculo, objetos de Judá. Él se los entregó.

Judá pidió a su amigo Hira que llevara el cabrito prometido y que regresara con los objetos que había dejado en prenda. Cuando Hira llegó al lugar que le refirió su amigo no encontró a la mujer. Preguntó en los alrededores por ella. Sólo obtuvo por respuesta que ahí no vivía ninguna prostituta. Hira regresó con esta noticia y Judá decidió que, de cualquier forma, el pago estaba hecho.

Tres meses después, Judá recibió el aviso de que su nuera estaba embarazada, producto, sin duda, de la fornicación. Esto exaltó al viejo, quien ordenó que Tamar fuera quemada como castigo. Mientras era asediada, ella declaró que tenía en su posesión algunos objetos de aquel que la había dejado encinta. Mostró a la gente el sello, el cordón y báculo de su suegro.

Judá reconoció sus posesiones y entendió que Tamar no tenía culpa, pues tan sólo buscó la justicia que él le negó al no permitir que Sela la desposara. Arrepentido, la dejó en paz.

Tamar gestaba en su vientre a gemelos. Durante su labor de parto, uno de ellos asomó la mano. La partera ató a la manita un hilo rojo, para identificarlo como el primero en nacer. Sin embargo, aquel volvió a meterla. Fue el otro gemelo quien vio primero la luz de cuerpo entero. El mayor recibió el nombre de Fares y el segundo, el que tenía el hilo rojo atado a la mano, Zara.

El designio de Yahvé se cumpliría, pues de la descendencia de Jacob, de los hijos de Fares, nacería el Mesías.

Pintura en la que se representa el encuentro entre Judá y Tamar, representación barroca de un pintor anónimo holandés del S. XVII.
Judá y Tamar, representación barroca de un pintor anónimo holandés del S. XVII.

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