Saurina

Vida y muerte de Winter Yrenea Ojeda Rouyer

Enrique I. Castillo
CanCerbero
Published in
8 min readMar 25, 2022

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Los dolores se volvieron insoportables para Ramona Rouyer. Era un día de diciembre de 1934 y estaba en su séptimo mes de embarazo. Tenía dos hijos, Fabián y Ricardo, de un matrimonio previo y en ninguna ocasión había sentido un dolor semejante. Pensó que estaba por perder a su hija. Una niña, le aseguraron varias mujeres cuando veían la forma de su vientre, así que Ramona se hizo a la idea de que sería una niña y eso la tenía feliz. Gregorio, su actual esposo, fue en busca de la comadrona.

Se adelantó el parto, dijo la mujer, y pidió le proporcionaran cosas necesarias para el alumbramiento. No lo notó al principio por lo fuerte gritos de Ramona, pero pronto se dio cuenta de un llanto apenas audible. Tenía mucha experiencia en partos, había pasado por todas las dificultades imaginables, varias veces había ayudado a nacer a bebés muertos; pensó que ya nada podría sorprenderla. Hasta aquella ocasión en que presenció el llanto que provenía del interior del vientre de la madre. No lo había experimentado antes, sin embargo, por el conocimiento que se pasa entre generaciones de parteras, sabía bien qué significaba: saurina.

El alma de la comadrona se tornó inquieta. Hizo cuanto pudo para apresurar el parto. Quería irse cuanto antes de ahí. El futuro de esta niña estará marcado por la tragedia, y el de su familia también, pensó pero no se atrevió a decirlo en voz alta. Apenas terminó su trabajo salió de aquella casa, ni siquiera se preocupó por solicitar su pago.

Winter Yrenea Ojeda Rouyer. Fue el nombre que escogieron Ramona y Gregorio para su hija, una niña de piel muy blanca, rubia y de ojos verdes. Ramona tenía más de 40 años y era acaudalada, su familia era dueña de varias minas de oro, una de las cuales estaba en El Triunfo, un pequeño poblado con menos de doscientos habitantes, establecido en una hondonada entre montañas con escasa vegetación, con el clima desértico propio de Baja California Sur.

Gregorio Ojeda era un joven de 23 años. Al decir de las habladurías del pueblo, se casó con ella por su fortuna. Si bien Ramona tenía ascendencia francesa y su piel era clara, aunque de cabello oscuro, no se explicaban los rasgos de Winter Yrenea. Eso sólo generó más murmuraciones entre los vecinos.

Para sorpresa de ambos, a los seis meses Yrenea caminaba con soltura y pronunciaba varias palabras. No tardó mucho en sostener pláticas enteras. Con la misma facilidad aprendió a leer. Antes de cumplir dos años también era fluida en francés e inglés, además de que aprendió a tocar el violín. Lejos de ver el virtuosismo o la genialidad en la niña, en la gente del pueblo creció la repulsión hacia ella. No faltó quien aseguraba que sus habilidades no podían ser naturales sino que tenían origen demoniaco ya que era hija del diablo.

Winter Yrenea Ojeda Rouyer, imagen tomada de la web.

Ante los rumores, que eran cada vez menos disimulados, Ramona y Gregorio temían que algún día le hicieran algo a Yrenea. El miedo no era infundado y lo descubrieron después del 12 de diciembre de 1936. Aquel día se oficiaba misa en honor a la Virgen, a quienes los pobladores tenían por protectora de El Triunfo. Todo el pueblo acudió a la iglesia. La liturgia fue interrumpida por los gritos de Winter. Le pedía a su madre que salieran del lugar porque el techo estaba por caerse. La construcción se veía firme, pero ante la insistencia, y para evitar un escándalo, Ramona salió junto con su familia.

Apenas salieron de la iglesia se escuchó un crujido y una parte del techo cayó. Hubo quienes lograron salir con sólo alguna lesión, pero varias personas quedaron atrapadas bajo los escombros. Mientras intentaban rescatarlas el fuego de las velas encendía las vigas de madera y antes de que se dieran cuenta aquello se tornó en un gran incendio. Al menos veinte personas murieron calcinadas, mientras la gente veía con incredulidad la destrucción del templo y los gritos y el olor de carne quemándose impregnaban el ambiente.

Alguien dijo lo que ya muchos pensaban, que la tragedia había sido consecuencia de un acto de brujería de la hija del diablo. Ramona nunca dejaba a su hija por temor a lo que pudieran hacerle. Iba con ella a todos lados. En su camino ya no encontraba nada más insultos, también escupían a su paso y había quienes les lanzaban piedras.

El sacerdote pidió calma a sus feligreses. Insinuar que la pequeña era una bruja era demasiado, sobre todo porque él ya había avisado que la iglesia estaba en malas condiciones. Se negaba a creer que hubiera maldad dentro de Yrenea, pero cuando pedía tranquilidad a sus palabras les faltaba verdadero convencimiento, él mismo albergaba bastantes dudas.

El peligro era inminente. Ramona y Gregorio decidieron llevar a Yrenea con su abuela Patricia, la madre de Gregorio, quien vivía en Arroyo Hondo, un poblado cercano. En El Triunfo los ánimos no se calmaron. La gente enardecida no dejaba de pensar que aquella niña sólo traería desgracia al pueblo. Bastó que alguien propusiera acabar con ella como habían muerto en la iglesia para que hubiera consenso en que Winter Yrenea debía morir.

La turba llegó de noche, cuando pensaron que la familia dormía y prendieron fuego a la casa de los Ojeda. Fabián y Ricardo, hijos de Ramona, alcanzaron a salir y ponerse a salvo. Gregorio iba tras ellos pero vio que Ramona no salía. Les dijo que se fueran tan rápido como pudieran con Yrenea, mientras él regresó para ayudar a su esposa. Ambos murieron bajo el fuego.

Los días en Arroyo Hondo fueron tranquilos. Meses después de la muerte de sus padres, Fabián y Ricardo fueron a El Triunfo para hacer algunas compras. Llevaban consigo a su hermana. Yrenea fue hasta la iglesia que estaba en reconstrucción y encontró ahí al sacerdote. Le dijo que si necesitaba dinero para los trabajos podía ayudarse con el que habían enterrado ahí mismo algunos soldados durante la Revolución, cuando llegaron al pueblo y arrebataron sus posesiones a los pobladores, y le señaló el lugar. El párroco, incrédulo al principio, terminó por ayudarse de tres hombres del pueblo y excavaron en el lugar señalado por la niña. Encontraron dinero y joyas.

La abuela Patricia quería mucho a Yrenea, a pesar de que cargaba con el estigma de bruja, siempre vio en la pequeña ternura e inocencia. Sin embargo, decidió que no estaba de más que su nieta fuera revisada por un médico. Sus virtudes le resultaban inexplicables y podrían ayudarla a entenderla mejor. La consulta no tuvo nada fuera de lo normal. El doctor entendió que Yrenea era una niña extraordinaria, y aunque no tenía ningún padecimiento a primera vista, sugirió más revisiones para tener una mejor idea y comprobar si tenía las habilidades que aseguraba la abuela. Ésta respondió gustosa, pensó que al fin darían con alguna explicación y accedió a llevarla las veces que fuera necesario. Winter Yrenea la interrumpió para decirle que eso sería imposible pues ella, Patricia, moriría pronto. Un par de días después las palabras se cumplieron. Un infarto terminó con la vida de la abuela.

A los cinco años Winter Yrenea ya había perdido a la mayoría de su familia. Llegó a pensar que sí estaba maldita, que las muertes habían sido por su causa, aunque no las hubiera deseado. Lo que la gente no entendía es que los desastres que veía para ella no eran predicciones, era como si ocurrieran en el momento. No era el futuro, era el presente y al mismo tiempo el pasado. Algo difícil de explicar, sobre todo si nadie quería escuchar. Como fuera, aquello que le ocurría, de una forma u otra, la había dejado sin padre ni madre ni abuela. En adelante sólo tendría a sus hermanos.

Con la culpa que comenzó a sentir también llegaron noches agitadas. Soñaba que durante la madrugada recorría Arroyo Hondo y las poblaciones cercanas. A pesar de la oscuridad ella veía casi tan bien como si estuviera en pleno día. Se movía con agilidad y rapidez. En ocasiones trepaba árboles sin dificultad. En otros sueños volaba y su vista era tan aguda que veía el movimiento incluso de pequeños animales. Estas experiencias eran demasiado vívidas para ella. Al despertar estaba agotada, como si de verdad hubiera realizado esos recorridos. Podría haber andado con los ojos cerrados sin titubeos pues tenía tatuado en la mente cada rincón de aquellas rancherías.

Sus otras visiones las experimentaba despierta, como aquella de la caída del techo de la iglesia o el tesoro enterrado, pero ninguno la atemorizó como la que tuvo a principios de septiembre de 1939. Vio el mar embravecido y cómo el viento era tan fuerte que levantaba casas enteras. Se lo contó a su abuela y esta, sabedora de que su nieta tenía el don, se apresuró a El Triunfo, a contar a la gente que algo terrible estaba por suceder. Por supuesto, no le creyeron. Sin embargo, unos días después un huracán azotó con tal fuerza las costas que desapareció la ciudad de Los Cabos. La Paz también sufrió graves daños.

Una noche de octubre de 1940, un hombre, borracho, regresaba a casa en la madrugada, atravesaba el camino de Arroyo Hondo cuando un gato montés lo esperaba agazapado desde lo alto de un árbol. En el momento propicio se abalanzó sobre él. Al verse atacado, la embriaguez desapareció al instante. Cuando el felino estaba disponiéndose a atacarlo de nuevo, tomó de su cinturón el machete que llevaba para protegerse. Lo blandió hacia el animal y, por suerte, dio en su objetivo. El gato montés soltó un alarido y se alejó. A pesar de eso, el hombre corrió a su casa sin volver la vista.

A la mañana siguiente Fabián y Ricardo no encontraban a Yrenea. La buscaron por todos lados. Sin éxito, regresaron y Fabián fue a la parte trasera de la casa y ahí vio el cuerpo inmóvil de su hermana, acostada sobre un charco de sangre, con una herida abierta que atravesaba su pequeño cuerpo. Más blanca que nunca, exangüe. A los seis años de edad, Winter Yrenea Ojeda Rouyer dejó esta vida, sólo sus ojos verdes parecían vivos, como si siguieran viendo más allá de la muerte.

El Triunfo, Baja California Sur. Foto de Enrique I. Castillo

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