Tus ojos no herían

Carta a Frida Kahlo

CanCerbero
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4 min readJan 30, 2024

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Por Nora de la Cruz

Fisita,

he leído todas tus cartas aunque ninguna fuera para mí. Firmé muchas veces con tu nombre aunque no fuera mío. Ante la posibilidad de escribirte lo primero que pensé fue en hacerte esta confesión. Puedo explicarlo todo.

Tengo miedo de los ojos pintados en los retratos. Esa es una de las razones por las cuales no tolero los murales. Sin embargo, la primera vez que te vi fue en una foto en blanco y negro; luego, en tus autorretratos. Tus ojos no herían: eran profundos y blandos, rotundos y mansos. ¿De dónde venía su ternura? Del dolor, como supe después.

A los doce años coleccionaba revistas y canciones. Me sentaba junto a un estéreo a escuchar el radio, a cazar los éxitos del momento con un cassette en blanco, el botón de pausa listo para liberarse en cuestión de segundos. Recuerdo la luz de la tarde, el oído a la espera, las páginas delgadas llenas de fotografías y anuncios publicitarios. Recuerdo las voces rabiosas de esa era: Alanis Morissette, Björk, Tracy Bonham, Linda Perry. No podía decir que hubiera vivido ninguna de las experiencias de las que ellas hablaban, pero entendía su grito. Tampoco había tenido un accidente como el tuyo: un tubo metálico cruzándome completa, una condena quirúrgica para el resto de la vida. A pesar de eso, de ser algo intermedio entre niña y adolescente, esos misterios furiosos me convocaban.

¿Por qué una mujer se pinta a sí misma tantas veces, abierta, llorosa, rota, animalizada, duplicada, sangrante, suplicante, tendida en una cama de hospital? No podía explicarlo, pero una parte de mí sí creía entenderlo. La curiosidad me llevó a leer todas las versiones de tu vida que tuve a mano, tu correspondencia, tu diario. En ellas no estaba la persona de la que se suele hablar cuando se piensa en ti: la víctima del marido, la sufrida, la doliente. Había en cambio una voz grave y burlona, quemante de ingenio. El accidente es sólo el inicio de una serie de calamidades: las cirugías, los abortos, la morfina, la amputación. Es fácil decir que desde ese momento tu historia estuvo marcada por la pérdida.

Pero también por la fuerza: inmovilizada en tu cama, aún rota, comenzaste a pintar. Y eso me llenó de esperanza.

Quien haya conocido el dolor crónico, físico o mental, sabrá que es un estado alterado de la conciencia. Un umbral lleno de vértigo. Lo que se vislumbra en el dolor es el límite de la verdad y de la cordura; el precio de esa visión es muy alto, casi nadie está dispuesto a pagarlo. Pero tú sí. En vez de permitir que el tormento te consumiera, le arrancaste tu obra: un legado de transgresión cuyo impacto no deja de amplificarse con el paso del tiempo. Por el contrario, ahora entendemos que ese trance te dotó de una visión poderosa: te anticipaste a las disidencias que todavía tardarían años en llegar. Sigues siendo epítome de todas.

¿Qué veía en ti a mis doce años? ¿Qué buscaba en tus cuadros, en las postales con tu foto, en las palabras que escribiste o escribieron sobre ti? Lo sé hoy: un testimonio de la supervivencia. Sentada a solas, oyendo el radio, ignorada por todos, con mi propia historia de pérdidas a cuestas, con mi cuerpo de niña pobre, con las ratas caminando bajo mis pies, quería pensar que con el dolor podría crear algo. Decir algo. Ser algo. Que podría rebelarme a todo eso, a mi circunstancia, a la calamidad, y tomar de la vida mucho más que los tragos amargos que insistía en servirme.

El precio de la transgresión también es alto, lo sabemos: la burla, el rechazo, la soledad. Incluso hoy en día, aunque seas la artista plástica mexicana más reconocida a nivel mundial, los expertos cuestionan tu capacidad o el valor de tu obra. Te atreviste a mostrarte, a ponerte al centro, a exhibir la cultura popular en un museo, a representar bella y dolorosamente un suicidio, un aborto, un feminicidio. Nada de eso podía ser tolerado así como así. En vida también te escamotearon el prestigio y el reconocimiento. Lo entiendo, y otras como tú lo entendemos, pero en medio de las lágrimas de rabia, de la piel quemante por la humillación, ese fuego insufla la fuerza, la libertad, y seguimos adelante. Sin importar la magnitud o la profundidad de las pérdidas, nunca renunciaste a ti. Quizá eso vemos en tu figura quienes no entendemos de arte, una esperanza elocuente más allá de su técnica, más allá del dolor, de la vida y la muerte.

Entonces, te devuelvo tu nombre, bomba envuelta en listones y en mi gratitud.

Nora

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