Un sonido duro y seco
Del libro de cuentos Gusano
No sentí pena, ni tristeza, ni dolor, ni remordimiento al estar frente a su ataúd. Aquella mañana era como cualquier otra, lo único que la hacía diferente era que tendría que ir a su funeral. Me tomé un tiempo para pensar el asunto. Unos minutos bastaban. Busqué la ropa que usaría. Pensé que lo mejor sería ir formal. Opté por un traje negro con una camisa obscura, sin corbata, habría sido demasiado usar una. Me preparé para bañarme. Al rasurarme me hice una pequeña cortada, pero a veces de esas pequeñas cortadas sale mucha sangre. Dejé que saliera un poco y después la cubrí con una toalla hasta que paró. Terminé con eso y me metí bajo la regadera. La noche había sido un poco fría así que el agua caliente me cayó bien. La dejé correr hasta que sentí que ya no aguantaba su temperatura. Salí y me tumbé un rato sobre la cama. En realidad me habría gustado dormir más tiempo, la noche anterior había dormido como hacía mucho no podía y resultaba molesto el asunto de tener que salir. Pero debía hacerlo. Hola, ¿cómo estás?, preguntó mi hermano al teléfono. Bien, alistándome para salir, le dije. Me preguntó si quería que pasara por mí, respondí que sí, que lo esperaba. De camino al cementerio no hablamos mucho, en realidad no había mucho de qué hablar. Sólo nos pusimos al tanto el uno del otro, ya tenía algunos meses que no nos veíamos. Al llegar al lugar ya estaban ahí los hijos del primer matrimonio de mi padre, también algunos de sus parientes que nos recibieron con un abrazo y una sonrisa por el gusto, aun bajo esas circunstancias, de vernos después de tantos años, o eso dijeron. Por lo menos así lo hicieron tía Lourdes, tía Marisol y tía Martha. Los demás nos dieron el abrazo pero ninguna sonrisa o muestra de gusto por vernos, y si lo hubieran hecho no les habría creído. Fueron llegando más desconocidos que nos daban el pésame, uno o más abrazos y algunas otras palabras que consideraban debían decirnos. Creo que la mayoría decía más o menos lo mismo, no puse mucha atención. Aquello no duró mucho y pronto nos dispusimos a enterrarlo. Volteé a ver a mi hermano y vi que estaba llorando. Pude comprenderlo, o por lo menos intenté comprender por qué lo hacía. Mi madre se acercó a consolarlo. Tal vez debí acercarme y hacer algo parecido, pero no lo hice, me quedé ahí parado. Noté la mirada escrutadora del tío Norberto dirigida hacia mí, podía sentir su desaprobación, y no era el único. Al término se acercaron varios de aquellos parientes que me parecían tan lejanos y extraños. Nos dijeron que a partir de entonces deberíamos tener más contacto, saber nosotros de ellos y viceversa. Les dije que sí, que cómo no, sabiendo que ellos tenían tanto interés en volver a vernos como nosotros a ellos. Nos despedimos con los infaltables abrazos y nos largamos de ahí.
No sentí pena, ni tristeza, ni dolor, ni remordimiento ese día ni tampoco un par de noches antes cuando él me habló, después de tantos años que no lo hacía. Esa noche me pidió que nos encontráramos en un bar que él sugirió. Yo no estaba interesado en verlo, menos aún podía imaginarme compartiendo unos tragos con él en un bar o una cantina, como un par de viejos amigos. Me parecía ridículo el siquiera pensar en que pudiera pasar. Pero había algo en su voz que hacía que, más que a petición, sonara a súplica. Decidí ir a verlo. El encuentro fue extraño, yo no sabía qué hacer, no sabía si darle un abrazo, un apretón de manos o qué. Sólo me pidió que me sentara con él. Él bebía un brandy, yo pedí un whisky que bebí de un solo trago para sentirme más relajado y enseguida pedí otro. No dije nada, no se me ocurría algo para decir, preguntarle cómo estaba y todo eso habría sonado falso. Rompió el silencio al decirme que terminar así era como una maldición que él había heredado y que seguramente yo también. Le pregunté que a qué se refería. A esto, a terminar así, como yo, solo y odiando estar solo. El mero hecho de estar bebiendo con mi hijo, pero siéndonos extraños el uno al otro debe ser una muestra de esa soledad, respondió. Continuó con lo que parecía una agónica letanía sobre lo hecho por su abuelo, por su padre, por él mismo y por su primer hijo. Todos con miedo de estar solos, todos abandonando a sus familias en algún momento. Uno regresando a su país de origen, otro perdiéndose en éste… y así con cada uno. Un ciclo funesto del que no podían desprenderse, y al que yo estaba condenado, me aseguró. Le dije que no se preocupara, al menos no por mí. No mentí, si la soledad es compañera desde la infancia puede ser difícil al principio pero se aprende a disfrutarla. Terminé mi bebida y me levanté dispuesto a marcharme, no había mucho más que pudiera agregar. Me detuvo cuando estaba por salir y dijo que me había hablado por otra razón, no para detallar todo aquello. Me mostró una carta que escribió a manera de despedida, dijo que pensaba suicidarse, que ya no aguantaba la situación. No supe qué responder, o si esperaba una respuesta. Antes de yo poder decir nada me pidió ayuda, dijo que no se atrevía, no podía hacerlo, quería que yo lo hiciera. Le respondí que al igual que su abuelo y su padre, él ya había escapado, que no había razón para hacerlo aún más, o que por lo menos no me involucrara. Empezó a llorar, dijo que lo entendía, pero que eso debía hacer. Suplicó que lo ayudara. Nunca imaginé verlo así. En realidad ya no imaginaba verlo de ninguna manera, desde hacía mucho había dejado de ser parte también de mis recuerdos y pensamientos. Entendí que quería que lo ayudara no como hijo o pariente, ni siquiera como amigo, tal vez como si fuera un viejo conocido, el último recurso del que disponía. Sentí compasión por él y decidí hacerlo. Dejamos el bar y fuimos a su casa. Algo había en sus muebles, en cada silla, en el vaso sobre la mesa, en la mesa misma, la pintura de la pared y las cortinas. Era tan triste. Me dio las gracias y un arma que tenía preparada. Se despidió de mí, ningún mensaje para sus familiares más allá de su carta, y tal vez no hacía falta explicar más. No le dije nada, tomé el arma y le disparé en la sien. Un sonido duro y seco.