Unos tragos de Burbon
Pequeñas tragedias domésticas
Por Israel G. Castro
Para Sandra Carime, por las tardes de tabaco bajo el árbol del edificio uno.
Últimamente, cuando no haces nada o haces cosas que permiten a tu mente divagar, piensas en la muerte.
Un viernes de quincena manejas tu auto sobre periférico, son las diecinueve treinta horas; pocas cosas te fastidian más que un embotellamiento vehicular. En el radio abordan temas que no te interesan: política, estilo de vida, finanzas…
En el auto de la derecha, una pareja discute. Por la vehemencia del manoteo y los gritos de la mujer, supones que están casados; algunas personas caminan entre los autos vendiendo botanas, cigarros sueltos, agua, refrescos. Piensas en la botella de bourbon que te espera en casa, sientes la tentación de volver a fumar, añoras esa motocicleta que no tienes y ahora se pierde entre los autos. El flujo vehicular avanza unos metros.
De pronto sientes una punzada en el tórax, un dolor que va in crescendo, respiras con dificultad, sudas, te llevas las manos a la mandíbula, al pecho. Son las diecinueve horas con cuarenta y ocho minutos. Seis horas después, alguien escribirá en el reporte médico: masculino de 40 años (aprox.) muere de infarto fulminante a las veinte horas (aprox.). Al morir casi todo es aproximado y nada de lo que hagan contigo te incumbe, pequeños inconvenientes de la muerte.
Estás de pie a la sombra de un ahuehuete, alrededor del paraje sólo hay colinas llenas de pasto y un cielo azul sin nubes, no hay otros árboles, piedras o aves que adornen el paisaje. Lo que ves se parece mucho a la pantalla de inicio que tenía Windows XP. Alguien carraspea, sigues bajo el árbol, pero ahora estas sentado en una silla de ratán.
—Qué agusticidad — dice un hombre de unos veinte años, quizá menos, mientras toma asiento frente a ti. Aparece una mesa jardinera entre los dos.
El tipo va vestido a la Johnny Deep en el inicio de la película Donnie Brasco, bigote incluido, bebe un tarro de cerveza obscura que ignoras de dónde salió. Suspira, te observa y no sabes qué decir o hacer.
—El silencio es indicio de prudencia, virtud escasa en estos tiempos. No soporto a los que reaccionan con fervor idolatra — dice el hombre contemplando el paisaje.
¿Estarás soñando? Hace unos segundos padecías el embotellamiento citadino, ignorabas el radio, pensabas en el bourbon, sopesabas la idea de volver a fumar. Eso se parecía mucho a la vida, esto carece de sentido.
—¿Bourbon? Prefiero el escocés, aunque últimamente disfruto el ron — sus palabras te sacan de tus cavilaciones. Sobre la mesa aparece una botella de bourbon y un vaso on the rocks.
¿Serás un mortal sentado frente a la divinidad? ¿Un tipo que presume de ateo y está a punto de beber con el absoluto? Lo ignoras. Sirves un poco bourbon en el vaso, bebes un trago, piensas que un puro sería el complemento perfecto para la bebida y, acto seguido, aparece un puro en tu mano derecha y una caja con cerillos de madera sobre la mesa.
—¿No harás la pregunta?
—¿Estoy muerto? — cuestionas, con el puro en la boca y un cerillo en la mano.
—Sí, pero eso no importa.
—Supongo. Soy uno más de los sesenta y siete millones de personas que mueren al año, un ladrillo más en la pared.
—Es variable, algunos años son más, otros menos. Que oportuna referencia a Pink Floyd.
—No tengo más preguntas. Espero que mi familia esté bien, que pase pronto el duelo, la maldita burocracia de la muerte.
—¿No harás la pregunta?
—¿Por qué no siento nada? Carezco de emoción o sentimiento alguno. Espero que mi familia esté bien —digo, sólo por decir algo. La verdad es que no me importa. No entiendo por qué.
—Quizá la paz sea el beneficio de la muerte.
Fumas, te sirves otro trago, contemplas el paisaje. Ahora el hombre es un anciano ataviado con una túnica, la barba larga y blanca, todo el estereotipo mainstream de la divinidad.
—¿Es neta? — lo dices sin pensar.
—La pregunta…
—Tal vez no me importa la respuesta, quizá no necesito preguntar nada, si de verdad eres quien supongo, lo sabes todo; en tal caso, cualquier cuestionamiento resulta vano — fumas y bebes el bourbon de un trago, te sirves otro.
—No tengo todas las respuestas.
—¿Por qué?
—No lo sé — el hombre bebe de un cáliz, supones que vino.
—¿Esto es el paraíso?
—El tuyo.
—Lo dudo, me gusta el mar, escuchar una ola tras otra mientras el sol se hunde en lontananza. Una vez me hicieron una felación en esas, debo decir, perfectas circunstancias. De las mejores experiencias de mi vida.
—Lo sé.
—Eres voyerista, ¿no?
—Estoy en todos lados.
—No te gusta estar solo; por cierto, ¿qué fue de ella?
—Académica, divorciada, dos hijos, un amante de ocasión, económicamente estable. Yo diría que está bien.
—Pudimos ser felices — aseguras, terminando un trago más y sirviendo otro.
—No. Te habría engañado con el que fue su esposo.
—Estás diciendo que el destino existe.
—No. Existe la elección, elegiste engañarla con su amiga, eligió dejarte, el tipo que terminó siendo su marido era un buen partido, esposo y padre ejemplar; ella decidió serle infiel y el hogar estable se acabó. Nada esta escrito, todo lo eligen ustedes, libre albedrio, le llamaron. Me divierte verlos, su indecisión es… particular, no son complicados.
Ahora todo es silencio, en tu interior la memoria se desdibuja poco a poco, lo sientes. Es una especie de Alzheimer consiente, los días vividos se desgranan a la velocidad de una mazorca en manos campesinas, inicia en el momento del infarto: Delete a todas tus primeras veces. Delete a cada una de las personas que amaste. Delete a los momentos que sin saber atesorabas en la nube del recuerdo… delete, delete, delete. Él te observa en silencio, sonríe.
—Te dije que hicieras la pregunta — repite el hombre, que ahora va vestido como tu papá aquella tarde otoñal que te llevó a volar el papalote que hicieron, pero ya no lo recuerdas.
—¿Qué pregunta? — replicas sin entender qué haces con un vaso en la mano.
—La paz es el beneficio de la muerte.
—¿Qué hago aquí y quién carajos eres?
—Ya no importa.
Estás de pie. Contemplas el ocaso, la inmensidad del océano en calma, un horizonte que funde cielo y agua. Escuchas el sonido de las olas, la sinfonía que improvisan con el viento y el graznido de las gaviotas, tu respiración en calma. Sientes cada grano de arena en la planta de los pies, saboreas el olor a mar que inunda el ambiente. Te desvistes mientras caminas hacia el agua, corres a llenarte de crepúsculo y marea, de sensaciones, sin pensar o recordar nada.
—Siempre será un buen día para morir — murmura el hombre, vestido como el capitán Barbossa en la película Piratas del Caribe, mientras bebe ron directo de la botella.
Últimamente, cuando no haces nada o haces cosas que permiten a tu mente divagar, piensas en la muerte.