Vivir sin esperanza

Amigos en prisión

Luis Aguilar
CanCerbero
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7 min readAug 11, 2023

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Abrió los ojos y lo primero que observó fue una planta de pie reseca, carcomida de los bordes externos por el hongo, casi rosaba su frente. El ardor del esófago a punto de expulsar el vómito lo mordió de inmediato; apretó los dientes, inspiró a fondo conteniendo la respiración y aunque los vidriosos ojos soltaron un par de lágrimas, Enrique I. Castillo soportó el bolo de asco en su interior.

Ese era su primer despertar en lo que, de acuerdo a la sentencia que escuchó el día previo, se alargaría por veinte años, sin derecho a fianza y con posibilidades de reducir si su conducta lo ameritaba. Lo último que le importó en ese momento era ser correcto, fue declarado culpable. El encierro sería el responsable de recordárselo sus próximas mañanas.

Al ponerse en píe recayó en su nueva realidad; compartir la celda con doce hombres y que conciliaría el sueño poco, al menos el descanso tardaría en llegar, así se lo decía la sensación de ojos hinchados, dolor de cabeza y el lancinante dolor que iniciaba en lo recóndito de su espalda baja creciendo con intensidad hasta la mitad del muslo izquierdo. De tan sólo apoyar el peso del cuerpo sobre esa pierna, sobrevenía una punción que castañeaba su espina dorsal y el invisible alambre de púas alrededor del muslo, sediente de su carne, se aferraba a su piel.

— Ni creas que vas a dormir ahí, pendejo. Tuviste suerte de que se llevaran al otro imbécil antes de que me enterara.

La voz tras de sí lo alertó, instantes previos a paralizarse de miedo, decidió seguir su camino hacia la salida de aquella celda sin volver la vista. Enrique sabía que carecía de sentido, ahí él era nuevo y tendría que ganarse su lugar, sin embargo también se había prometido hablar sólo lo necesario.

Afuera fue un tipo de pocas palabras, de esa manera evitaría problemas y a pesar de la reducida cantidad de frases que salían de su boca, lo habían encerrado. Se culpaba y el castigo sería el silencio. Vino a su mente aquella frase que leyó en algún libro: la voz es la expresión del ser. Enrique impediría su propia existencia.

Si alguien se lo preguntara, con certeza respondería que ni siquiera siente odio, él se desprecia, cualquiera de sus pensamientos o acciones es patético. Aquel desdén por su persona le impide suicidarse, sería ayudarse a terminarlo en un instante y tú tienes que vivir infectado, transpirar inmundicia, se decía desde que estuvo en los separos; a lo largo de cuatro semanas que tardó su caso en resolver la sentencia, fue lo único que repitió su mente. Fue después de escuchar los años que pagaría cuando optó por el silencio.

— ¿Quién te crees? — El sonido amenazante lamió sus oídos acompañándolo en su intento de abandonar la celda — . Aquí soy tu padre, hijo de tu puta madre.

Sintió el empujón de aquel reo en el hombro izquierdo, al apoyar el resto del peso sobre la planta izquierda, surgió de la médula espinal un ardor abrasador que resintió el muslo izquierdo; Enrique cayó al piso.

— Hijo de tu puta madre — la primera patada se estrelló en el estómago, la segunda le nubló la vista, la tercera le arrebató el aliento justo antes de recibir una más en la espalda y la que se estrelló en su rostro quebró los anteojos y creyó que también el tabique — Saquen a la chingada de aquí a ese pinche perro.

Algunos brazos lo arrojaron fuera de la celda, cayó de rostro al pasillo y alguien lo levantó. Entre empujones y puñetazos, tras algunos segundos recompuso el paso. Sin saberlo estaba en un patio. El poco aire fresco o sin la densidad de aquellas criaturas enjauladas que aspiró, fue expulsado de su cuerpo por la macana de un custodio que azotó las costillas de Enrique.

— Primero te bañas, intentamos tratarlos como humanos — un nuevo macanazo — , pero insisten en ser unos pinches marranos.

Fue en las regaderas donde por fin consiguió un respiro, con el chorro de agua helada sobre sí; la sangre diluyéndose en su camino a la coladera, perdía su grosor arrastrándose por el suelo.

Sujetó la quijada con la palma derecha moviéndola de un lado a otro, sentía bailar la dentadura, una danza descontrolada que finalizó con un diente en el suelo. Escupió con fuerza. Sentía deformado el rostro, abrir la boca le sabía al demoledor poder de un martillo perforándole el cráneo. Se alegró, al menos dejaría de comer.

Hizo prometer a su hermano que jamás llevaría a su madre de visita y que ni siquiera consideraran llamarlo por teléfono. Se olvidan de mí, fueron las últimas palabras a su familia.

Por más que se despreciara no pasaría desapercibido entre los reos, pero aún a pesar del valor que lo sostenía bajo la regadera y su decisión de guardar silencio, él se sentía fuera de lugar. Imaginaba que sus acciones nunca fueron deshumanizadas como para estar ahí, la violencia que brota de los poros de sus compañeros le decía que era diferente. Y ser distinto en el infierno tiene un precio, acababa de atestiguarlo.

— Lárgate de aquí — un agudo sonido penetró sus oídos — , esta regadera tiene dueño, es del Revólver.

Enrique lo observó, como animal agazapado enfurecido al ser interrumpido en sus momentos de relajación, la impetuosa fuerza de la ira surgió de las entrañas e hizo juzgar demasiado bajo y débil al hombre de la voz aguda. En un veloz movimiento estiró su mano, la palma se enmarañó en el cabello de ese individuo, la empuño y azotó el rostro una y otra vez contra la pared. Lo hizo hasta sumar cuatro golpes, lo soltó al sentir desfallecer las fuerzas de aquel sujeto.

— Hijo de puta — lo aturdía la voz — , hijo de tu perra madre — Enrique hizo por volver a sujetarlo pero el casi enano se escabulló — , te va a cargar la verga.

Observarlo desesperado corriendo con la sangre manchando el piso lo llevo a pensar que estaba dentro de la violencia, sin embargo aún había rastros de humanidad en él, los necesarias para mantener sus impulsos a raya. Por un momento recordó el motivo que lo tenía ahí, caló los huesos, tensó los músculos, la tortura se anido en la espalda. Veinte años por entregarme a Grace.

Podría resumirlo en ese nombre, y es que sólo él percibía la calidez de aquella fragancia. ¿En qué momento cambió todo? Sería para siempre un misterio el motivo que la llevó a acostarse con su compañero de oficina. Él imagina que fueron esos meses dedicado a las actividades del trabajo y mientras los desvelos se extendían la espalda iniciaba sus castigos, cada vez más frecuentes tras las discusiones con su novia que de a poco se convirtieron en silencios prolongados.

Cuando los descubrió en su cama se descontrolaron sus cabales, una rabia poseyó la voluntad de Enrique que lo llevó a empuñar un cuchillo y atravesar en algunas ocasiones el cuerpo de ese hombre.

A Grace la empujó contra el suelo al sentir el dolor por los incesantes golpes del palo que le estrellaba en la espalda baja mientras asesinaba, lo conocía a la perfección. Jamás se atrevería a golpearla, su rostro siempre le resultó encantador; colocando sus rodillas encima de los antebrazos de la mujer que amaba, rodeó el cuello frente a sí, casi lo envolvía con ambas palmas, ahí presionó con fuerza intentando entrelazar sus dedos proliferando su desprecio, al tiempo que el ímpetu por evaporar la traición detuvo su tensión hasta enterrar el aliento de quien creía su mujer. Enrique descubrió la mirada del hombre embestido por la cólera.

Un paño cayó dentro de Enrique, llegó la claridad. Vivir sin ilusiones es lo que me iguala con estos animales. Algo se solidificaba en su interior, le removía en el estómago, serpenteaba por los intestinos creciendo hacia el pecho. La decisión estaba tomada.

— Me vale verga que seas nuevo — volteó la vista, la voz irrumpió sus pensamientos — , te vas a chingar a tu madre.

Ese hombre era grande a juicio de Enrique, estaba seguro que era el Revólver tanto como sus pocas posibilidades y antes de que bajara la guardia y dejara golpearse como parte de una tortura autoimpuesta, centelleó del fondo de las vísceras un vigor desconocido recorriendo con hambre bestial su brazo derecho hasta terminar en su palma.

Fue un movimiento reflejo, sin dudarlo, él sabía por instinto que se golpea con el puño cerrado, pero su palma fue eficiente, se hizo una con esos instantes donde el viento sopla a favor y se impactó directo en la quijada del Revólver. Lo tambaleó, vio flaquear sus fuerzas y conectó, ahora sí, puñetazos directo a la nariz hasta mandarlo al suelo. Una, dos, tres patadas; fue hasta la cuarta que saboreó la ventaja de vivir sin esperanza.

Photo by Ehsan Habashi on Unsplash

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