Carta de ajuste y la tele comunitaria

Cristian Araya
Cuentos Cortos, Relatos y Poemas
3 min readApr 15, 2017

Cuando la televisión llegó al pueblo en que yo vivía, a fines de los sesenta, revolucionó la vida del barrio. Las familias pudientes compraron su primer televisor de 24 pulgadas y mueble de madera, y actuaron con el mismo sentido social que hacía que pusieran a disposición de sus vecinos el vehículo familiar para esas emergencias de salud a la madrugada, para ir urgente por el cura que administraba la salvadora extrema unción justo en el minuto final, o para engrosar la fila tras el funeral de cualquiera. Abrieron sus casas a por lo menos los vecinos más próximos y en una fría madrugada de Agosto del 69 vimos al primer ser humano descender al suelo lunar. En el living de los Loyola. Justo al lado de nuestra casa, un montón de gente medio incrédula del hecho y de la tele misma, algunos más ocupados en fisgonear la casa. Entrada con mampara, chimenea, galería, jardín con pasto, refrigerador. Y la familia, educados y gentiles, explicando cómo era esto de la TV.
Disociador no era. Reunía a las personas porque había un aparato por cada veinte casas. Los vecinos de enfrente, los Rivera, me permitían ver la tele a cambio de leerles la crónica roja del Clarín. Era gente de campo avecindada en el pueblo, que no sabían leer y seguían viviendo con sus costumbres de siempre a pesar de que tenían el dinero suficiente para comprar aquellas cosas de la modernidad, que acumulaban casi sin usar, quien sabe por qué. Tenían el refrigerador desenchufado y guardaban el queso en una cajita de madera y lados de malla metálica colgando del techo de la cocina diaria, con bracero, sillas de batro y cocina a gas juntando polvo en un rincón. Tenían la tele en la pequeña galería y podía sentarme sobre los cueros de conejo suaves y blancos que tapizaban el piso a modo de alfombra, para ver Bonanza o Bronco Layne. Al menos hasta que llegaba don Carlos, el dueño de casa, de su trabajo de jardinero de la catedral y decidía apagar la “teli” porque la pantalla podía estallar de tanto usar.
Podía también ver la tele en la casa de los Chat. Con su casa enorme, que era tres veces la nuestra, y la nuestra era grande. Su patio de olivos y la perra Collie corriendo tras el Pastor alemán, el estar bajo los parrones con sillas metálicas blancas y cojines colorinches, era la opulencia misma para nuestros cánones de riqueza. La señora Adriana era la mujer más tierna y compasiva. Alegre y sencilla, siempre trabajando con el pucho interminable y la sonrisa fácil. Patricia, la hija adolescente y su primo se besaban descaradamente mientras pretendían ver la tele junto a mi, y yo al salir no recordada nada de la televisión pero si sus escarceos y sus risas ante mi incomodidad.
Otros no tenían esta suerte mía, que provenía del hecho de que mi familia, si bien pobre, tenía pasado de riqueza y estricta observancia religiosa, era demócrata cristiana y francamente arribista. La mayoría de los niños debían abonarse al servicio de pagar para ver, que no tardó en florecer entre las familias emprendedoras. Eran tres o cuatro casas en el barrio que acondicionaban un espacio donde fuera, con bancas de madera, cual culto protestante, frente al nuevo altar en blanco y negro. Donde los pequeños espectadores, por una moneda, podían libremente aplaudir a sus héroes, gritar en contra de los malos y masticar o las semillas de maravilla, cual snack cien por cien orgánico, no transgénico, y en cucuruchos de papel por cien escudos, y sin más, escupir el envoltorio natural de la semilla directamente en el piso. No envidiaba yo ese contacto sudoroso y sus modales destemplados, pero si la clara ventaja de sentarse junto a la vecina niña linda y dejar que las manos se rozaran y el corazón acelerado como tambor de guerra desbocara otros múltiples síntomas hormonales incipientes.

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