Ataduras

Manu de La-Chica
Cartas a C.
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4 min readApr 30, 2017

Mi liberadora:

Como te conté en mi primera carta, no creo en los amores de verano. Ni tampoco en los que tienen fecha de caducidad, en los que quieren ser libres pero contigo, en los que los dos somos felices pero hasta que esto dure o en los que se marcan líneas rojas. Porque no puede haber un amor en el que no reine lo eterno. El amor es siempre una mirada en la que se desvela la infinitud de otro. El amor es infinito, porque en el rostro del amado veo que me lo pide todo. Y eso hace que los amores libres, en los que todo nace de mí, sean una contradicción.

Cuando hablaba de la infinitud que evoca el rostro, Lévinas explicaba que la relación con el otro no es simétrica. El yo y el tú no están a la misma altura. Es el otro quien manda. Es él el centro de la relación. “A quien puedo todo y a quien debo todo”. Todo. Y todo no tiene límites. Por eso me atrevo a decir que las personas que calculan el amor no han amado. Ni podrán hacerlo nunca. Son personas que no han salido del yo, que no son capaces de contemplar un rostro aunque lo hayan visto todas las mañanas, a su lado, cuando se levantan. Podrán situarte cada una de sus pecas, de sus arrugas, de sus manchas, pero no cómo se alcanza el infinito en su mirada. Están valorando a la otra persona como un objeto. Y no lo digo acusándoles, como si todos ellos se dedicaran a la trata de personas. Se lo digo con tristeza. Quedarse en el aquí y en el ahora, sin poder mirar más allá, es una tragedia. Un vagabundeo constante en el borde del abismo.

Esas personas observaron que la persona a la que creían amar hacía surf, que era lista, cómo se quitaba el casco y se colocaba la melena, cómo le sonreía cuando buscaba su aprobación, cuántas veces le han dicho lo guapa que es. Pero se quedaron ahí. Una madre también ama a su hijo cuando le ve disfrutar haciendo surf, cuando le trae las notas, cuando le sonríe después de romper un plato, cuando consigue mantenerse en la bicicleta sin caerse, cuando le llama guapa. Pero le ama, y no por esos momentos. Se está alegrando porque en esos instantes se ha olvidado de ella. Sólo existe él. En esa escena está volviendo a hacer presente un amor de hace tiempo. O mejor, un amor sin tiempo. Es un amor que ata, que determina la vida, que la transforma desde sus inicios. Es un amor que va a sujetarte para que no des ese paso que te haga caer. Siempre. Que por eso mismo no entiende de tiempos.

Creo que ese verso maravilloso de Borges (“estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo”) sólo se puede entender partiendo del antes. Hay un tiempo distinto cuando se descubre el rostro. Cuando se abandona el maravillarse ante uno mismo para encontrar el infinito. Cuando se mira atrás y se ve la mano que te sujeta. Cuando miras de frente y descubres a quien te está sosteniendo. Hay un antes y un después entre esos dos momentos. Entre seguir andando sin saber por qué y la contemplación de algo que te supera. Descubrir el infinito en ti o quedarme con mi finitud es la medida de mi tiempo.

Porque después del infinito lo demás se queda corto. Ya sé que tú lo tienes claro, pero a veces necesito repetirme estas cosas para no olvidarlas. Redescubrir que esa mano te atrapa. Un yo en medio del infinito. Y su único punto de apoyo es allí donde el infinito se hace presente. Si se suelta, si lo deja de ver…

Chesterton escribió en Ortodoxia que el amor nunca es ciego: “El amor está atado, y cuanto más atado menos cegado está”. Porque ve a un quien concreto. Y la naturaleza del amor es encadenarse a él, no querer soltarlo. Y ese tener alguien ahí, alguien que también te debe todo (aunque tú no le ames por eso), es lo que permite ver sin tambaleos la realidad. Con una cámara estable. El inicio de ese apoyo es lo que hace comenzar de nuevo el tiempo.

Pero hay que profundizar continuamente en ese mar. Agarrar con más fuerza. Siendo más consciente. Porque en el espacio no puedes quedarte quieto. Te perderías. Avanzarías. Te dejarías llevar por la inercia. Y el oxígeno que rellenaste se va gastando. No se puede vivir eternamente de las reservas. Sin una nave en la que recargar las mochilas de oxígeno, sin un todo, te ahogarías. Pero ese todo no siempre se ve igual. A veces cruzan piedras que pueden cortar la cuerda que te une a ella. A veces solamente te separan, sin acabar de romper. Y, si te fías, si no olvidas que esa nave siempre estuvo ahí, puedes ir tirando de la cuerda para volver a descubrirla.

Pero cuando la cuerda se rompe… Cuando no hay una cuerda en la que puedas agarrarte para volver, porque la has cortado, porque decidiste que ya no más, que había cruzado tu línea roja, que ya no te gustaba, que había cambiado… ¡Porque querías ser “libre”! ¡Querías olvidar y empezar de cero, sin contar con nadie!

Entonces, es casi imposible volver a respirar. Puedes intentar rellenar la bombona con otros aires y buscar otro punto donde apoyar tu vida. Puedes intentar que el tiempo te ayude a olvidar. El tiempo…

“Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo”.

Por favor, no me sueltes mientras sigues ciega tu camino,

M.

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Manu de La-Chica
Cartas a C.

Me gusta contar historias. Aprendí en el Diario de Navarra, El Español, Je Suis Réfugié, Rome Reports y Stolperstein.