Pasos en el abismo
Mi liberadora:
¿Alguna vez has pensado en suicidarte? ¿No te has dicho e incluso convencido de que esto no tiene ningún sentido, que es mejor olvidarse de todo, que para qué seguir luchando si parece que todo va a peor?
Hay veces que no entiendo. Y entonces sólo oigo zumbidos, gritos que silencian las sonrisas, ríos que secan los “buenos días”, carcajadas que no reconocen a eso que he amado. “Te han traicionado, no confíes más en ellos”. “¡No! He sido yo quien les he vendido. Sin mí estaréis mejor”. “¿Para qué voy a seguir empujando si todo tiene un final?”.
Albert Camus decía que el suicidio era la única cuestión realmente filosófica. La auténtica, de la que dependen todas las demás. Juzgar si la vida merece la pena ser vivida o no, si hay más bien que mal, si… ¿Pero cómo se calcula eso?¿Cómo? ¿Es una simple resta? ¿Y cómo se juzga lo que vendrá? ¿No basta con pensar que todo se acaba, que a cualquier bien hay que restarle el infinito?
Cuando lo pienso, me paralizo. Me veo delante de un acantilado, con uno de los pies ya en el aire, avanzando, comenzando la caída. No sé qué viene después. Miro atrás y no veo dónde agarrarme. Y sigo andando. Otro paso al borde del abismo, en el abismo. Y otro. Y sigo ahí, en el borde, avanzando, comenzando a caer, dejando que la inercia me empuje. Y que algo o alguien me siga sujetando. No sé el qué.
¿Has oído hablar de Hannah Baker? Se ha hecho famosa hace poco. ¿Sabes por qué? Porque caminó en el borde de ese mar durante semanas pero dejaron de agarrarla. Y ella se soltó, se soltó gritando, condenando a los que habían estado con ella ese tiempo, por haberla empujado, como si no hubiera más opciones.
¿Sabes quién es Cesare Pavese? Sí, él también se suicidó y dejó una nota antes de hacerlo: “Perdono a todo el mundo y pido perdón a todo el mundo, ¿de acuerdo? No cotilleéis demasiado”.
Antes de sentarme a escribirte, he leído varias veces esas líneas. “No cotilleéis demasiado”. Es como si te recordara que no lo has hecho durante todos estos años, que él tampoco, que para qué preocuparse ahora, que mejor así, que cada uno viva a su bola, como quiera, que lo dejes estar, que él ha decidido, que ya no le molestes. Y entonces te preguntas por qué no te habías fijado antes. Y parece que la única manera que él tenía para que le escucharas era esa. ¿Pero entonces ese último grito y ese último deseo se contradicen, no? No me mires, pero mírame. Te perdono y te pido perdón. Vive, yo ya no lo haré más.
Y entonces seguimos andando, viendo el mar debajo y dando otro paso. No podemos cotillear, porque ha sido su último deseo, y, ya sabes, las últimas palabras se guardan como el mejor tesoro. Dicen que son el instante de mayor lucidez de una vida. Las pronuncian cuando se ve la luz, en el momento del delirio, cuando miran atrás y ven el todo. O quieren verlo. No entendemos que esa misma luz a veces ciega, así que seguimos andando, sin mirar a los otros. “No cotilleéis”.
Cuando vuelven los zumbidos, los gritos y las carcajadas, ya no encontramos donde agarrarnos. Porque no hemos cotilleado antes. Porque tenemos tantas caretas que no creemos que, si nos las quitamos, alguien pueda entendernos. Porque casi nadie ha ido de frente. Nadie muestra su verdadero rostro. Porque no se atreve, y porque al resto nos molesta que lo haga. Eso supondría complicarlo, complicarnos. Porque el rostro de otro nos interpela.
“Hay en la aparición del rostro un mandamiento, como si un amo me hablase. Sin embargo, al mismo tiempo, el rostro del otro está desprotegido; es el pobre a quien yo puedo todo y a quien debo todo”. Lo leí el otro día en un libro de Emmanuel Lévinas. El rostro como una llamada en la que el otro, desprotegido, sin máscaras, me pide que le ayude. Aunque no lo verbalice. Y es en ese darse, sigue diciendo el filósofo judío, donde el yo encuentra su sentido. “El ser-para-el-otro pone fin al rumor anónimo e insensato del ser”.
Ya no es un yo que vagabundea, que sigue poniendo un pie y luego otro en el borde, que no sabe dónde se está sujetando pero que sigue avanzando. Ahora tiene la certeza de que está ahí para sostener a otro. Que eso es suficiente. Aunque a ratos lo olvide y los ríos vuelvan a empujarle a una ola que no le deja ver. A veces, sigo andando, aunque no recuerde que estoy sujetando, o que alguien me está sosteniendo. Simplemente estoy. Simplemente hay.
Pero no creas que el yo deba negarse para después darse. Entonces no habría nada que dar. Dándose es como el yo renuncia a sí, pero también como se da vida, como se da sentido. Hay veces que se tiene esa certeza. Hay veces que al contemplar el rostro del otro se atisba un alba de claridad más allá del simple haber. ¿Quién sabe? A lo mejor tú lo estabas viendo cuando me enseñaste tan rápido qué es eso que llamamos amor.
Si es así, sigue ciega tu camino,
M.