Temor
Mi predilecta:
Escribo para intentar convencerme de que he hecho lo correcto. Te he visto hace un rato ahí sentada, en el banco, el de al lado de la biblioteca. Mirabas a tu cuaderno, anotaste algo, no sé. ¿Qué escribías? Quizá sólo estabas dibujando lo que tenías enfrente. No, no puede ser, ¿no? No te vi levantar la cabeza. Sólo tenías ojos para el cuaderno. A lo mejor estabas escribiendo. Quizá un poema, puede que una carta como ésta. Yo te miré y sonreí. Tú no me viste, o no quisiste verme. Así que me senté en el suelo y esperé.
A los tres minutos -a lo mejor fueron más-, te levantaste corriendo sin coger tus cosas. Y pensé que cuando volvieses a buscarlas pudieras verme, y te sonreiría, y tú harías algún gesto, y yo me levantaría y me acercaría a preguntarte qué tal el último examen, que cuándo acabas, que qué harás en verano. Ya sabes, todas esas preguntas cuyo único propósito es mirarte un poco más de cerca. Y volviste a por ellas unos segundos después, pero sólo hubo silencio. Te fuiste corriendo, con el estruendo más silencioso.
Supongo que todo seguirá igual cuando esto repose, que te irá bien. Desde aquí me sigue asombrando que no sea capaz de dar el paso. Supongo que no pasará nada.
He vuelto a sacar del cajón estas líneas. Ayer quise pensar que hice lo correcto, que lo hice por no molestarte, como ese enfermo que quiere pasar desapercibido, que esquiva contagiar a aquella muchacha tan pura. Que no dí el paso porque pensé más en ti que en mí.
¿Hice bien en quedarme esperando? ¿Tú qué habrías hecho? Es protegerse o mostrarse entero. Sin enchufes, sin que puedan saltar chispas. A veces pienso que es mejor no volver a acercarme, que mejor dejarlo estar, que así nos seguiremos mirando diferente de bonito, que simularemos que no hay nada más que una simple amistad, porque con eso es suficiente. Porque yo ya soy feliz cuando me dices algo, aunque sea menos de lo que me gustaría durante tus silencios, y entran tus palabras a raudales en mi alma. Esos momentos me convierten en un pícaro travieso, alegre, que se ha saltado unas clases y que se deleita en el éxito.
Para qué declarar que hay algo que puede estropearlo cuando lo que más me aterroriza es hacer daño a alguien. Puedo quedarme en el sólo sonreír mientras pronuncio tu nombre. Entero, sin acortarlo como hacen tus amigos, con la delicadeza pausada de quien repite una oración. Despacito, con la lentitud de una planta que crece. Solo. Yo solo.
¿En serio me quedé quieto por ti? Puede que no me atreviera, que en ese momento pensara que era más cómodo que todo siguiera igual, que no hubiera pasos, que… Cuando miro el mar me quedo quieto. No avanzo. Porque me sobrepasa. Porque puedes pensar que al final, en esa línea que dicen que es la única recta se acaba todo. Y por eso no me acerco, no vaya a ser que haya una cascada y caiga, que ya no haya buongiornos, que ya no haya cómo-estás, que ya no existan los cafés en el descanso de los martes, y los pasa-un-buen-finde de los viernes, y las sonrisas de cruzarme contigo en un sitio que no es el de siempre. Porque ahora estoy bien pensando que lo hice por ti, que tú quieres que siga igual, sólo tú sabes si engañándome.
Y no sé si quiero atreverme ahora a derrumbar los muros. A desnudarme. A quedarme indefenso. Ante ti. Que tú decidas cómo seguir, cuál es la verdad. Cederte el turno. O pedir las tablas. Que el tiempo se declare muerto. Mientras te escribo, no sé si te enviaré la carta.
Esta vez soy yo el que seguiré ciego el camino,
M.