Tu última carta
Mi predilecta:
Después de leer tu carta, me he levantado, me he mirado al espejo y he llorado. Te juro que he intentado gritar que eres tú la que tienes la culpa, mandarte a la otra punta del mundo. Pero llevabas razón. Como siempre.
“Aún no has entendido nada. Puedes seguir caminando ciego, puedes seguir engañándote, puedes insistir en exculparte. Puedes. Sigue así si quieres. Pero levántate, mírate en el espejo y di que no tengo razón. Grítalo si te atreves. Grita, que te oigan todos. Diles que soy yo la que tengo la culpa. Diles que tú no pusiste impedimentos, que me amaste con locura. Que fui yo la que no te amé. Dilo, si estás convencido, porque es verdad. Y luego ya no tengas miedo. Habrás descargado todo el peso, serás libre. Ya no habrá nada.
¿Y sabes por qué? Porque nunca me dejaste que entrara en ti”.
Me esforcé durante tanto tiempo por hacerte feliz que me vacié. Pero no estás enfadada por eso, porque precisamente el amor consiste en esclavizarse. El problema fue que no deje que tú te ataras a mí, que nos convirtiéramos en dos despojos encadenados, que sólo se miran entre ellos, que se van cediendo el paso y no se detienen.
Estos años no he entendido que no basta con que yo te ame. Que esto no va de elegir siempre tu opción, de negarme para que tú seas feliz. Aunque eso sea una forma de enseñar que te quiero.
Que el mundo se fundamenta en los pares, que no hay un tú sin un yo, y que en ese tú no hay nada más que los dos. Que no puedo mirar más allá, porque cuando me fijo en tu pelo moreno, en el color de tus frases, en el matiz de tu bondad, tú te esfumas. Entonces eres ella. Sólo ella. Un nombre detrás de una sombra.
Cada vez que recuerdo una de esas mezquindades, no te encuentro. Cuando veo una foto tuya, no te reconozco. Pienso que en ti hay algo más, que en esos colores no están las risas en tu salón, ni el abandono de tus ojos. Aunque la foto sea en tu casa, aunque mires de frente a la cámara.
Que tú no eres esa compañía en el cine, que tú eres cuando lo nuestro es el santuario sin tiempo en eterno presente. Solamente cuando salgo de él, te reconocen mis ojos, mis oídos, mis manos. Pero ya no estamos encadenados. Ya somos seres libres. Entonces hay dos seres, no una sola carne.
Que si yo no te dejo hacer en mí, si no dejo que me transformes, que pronuncies mi nombre con tu ser entero, sigo siendo otro hombre más. Que no estoy dejando que me ames si sólo me fijo en que aquí y allí, por la mañana y en la noche, seas feliz. Que el paso es el contrario. Que primero eres tú, y eso llena mi horizonte, y sólo entonces yo existo.
Que tú viniste a mí como una gracia, que yo no salí a tu encuentro. Pero al mismo tiempo yo te elegí, dije Tú con todo mi ser. Lo nuestro, lo único, es elegir y ser elegidos. Conjurarnos en un ser total que entierra todas las acciones parciales, que hace desaparecer los límites. Es una fusión de todo el ser, de dos cristales que no vuelven a ser. Que ya no hay dos, sino sólo uno. Y que cuando se quieren separar, se parten desiguales. Porque ya no existirá otra definición de amor, que es uno, aunque los demás vean dos. Es tan sencillo… Y yo insistí tanto en diferenciarnos…
Que lo nuestro no son los giros del río, ni las ramas que lo frenan en algunos momentos, ni las cascadas que golpean de repente. Lo nuestro es el presente, ese instante realmente exclusivo y pleno. Lo que perdura. No algo fugitivo o pasajero. Ese inefable. Porque lo otro es sólo pasado, sólo chinchetas clavadas en un mapa.
Ahora he entendido que yo nos separaba. Que hablaba de un hacerte feliz. Que me olvidé del hacernos, de nuestra existencia única. Por eso he llorado.
Quiero encadenarme a ti y que caminemos juntos. Lo siento. Perdóname. Ya no quiero seguir ciego.
M.