Querida pesadilla

Pwanerd
Cartas sobre cosas que pasan
6 min readJul 2, 2019

Al igual que en las películas, mis peores pesadillas empiezan con un apagón total. Nada de luz, nada de celulares, nada electricidad de ningún tipo. Y en esas pesadillas, echo mano a alguna bicicleta, cargo lo necesario en una mochila (mucho atún en lata, botellas con agua, mi libro favorito, una foto de mi mamá), meto a la gata en su transportadora –que mágicamente entra en el canasto de la bici– y parto pedaleando con destino a Concepción del Uruguay, Entre Ríos, donde intuyo que me espera una trinchera hecha por mi mamá y nuestros siete perrxs (nobleza obliga: son cinco hembras y dos machos).

Nada de esto pensé cuando se cortó la luz el domingo a las 07.07 de la mañana. Y no porque estuviera plácidamente dormida, ¡ojalá! Estaba en el rodaje de un corto en Boulogne, rodeada de utilería, focos, maquillaje, restos de nuestra cena, galletitas, café, y mucha gente durmiendo (o trabajando dormida). Cuando se cortó la luz estábamos esperando que amanezca para rodar las últimas escenas, así que me encontraba hundida en un sillón junto a todo mi cansancio; había estado despierta toda la noche y lo único que quería desde hacía un par de horas era irme a dormir. Un sentimiento de descontento generalizado salió de todxs lxs presentes: si la luz no volvía rápido –algo poco probable para un día domingo y lluvioso– la esperanza de volver a nuestros hogares prontamente cada vez se hacía más lejana.

Entré a Twitter, lugar por excelencia donde volcar pesimismo, y me encontré con otras tantas almas que, como yo, habían sido afectadas por un corte de suministro. Rogué que en mi barrio hubiera luz. Pero a más leía y leía, más me daba cuenta de que nuestra pequeña casita en Boulogne no era una excepción, sino más bien la regla. Y eso empezó a preocuparme. Y mucho. De repente, la posibilidad de volver a mi casa se volvió, en mi mente, una travesía digna de mis peores pesadillas.

Le escribí a mi mamá por WhatsApp, y ella confirmó mis peores temores: tampoco tenía luz. ¡No podía ser! Les confié a mis compañerxs todo lo que sabía al momento, que no era mucho pero tampoco era poca cosa, y ninguno pareció preocuparse demasiado. Es más, subían stories a Instragram de lo más campantes. Yo ya había puesto el celular en modo ultra ahorro y ya le había pedido a mi mamá que sólo me mandara mensajes de texto ya que iba a desactivar los datos móviles del teléfono para no quedarme sin batería. Es más, hasta le había explicado –en un intento por calmarla, aunque ella en realidad estaba de lo más tranquila– que si no se podía comunicar en algún momento, quizás tenía que ver con el hecho de que las torres de telefonía móvil tenían baterías que iban a descargarse en unas seis, siete horas, y ahí el verdadero infierno tecnológico iba a acontecer sobre la multitud de centennials que me rodeaba.

Quince minutos después de vomitarle verborrágicamente todas mis predicciones del apocalipsis tecnológico que se avecinaba, mi mamá me avisó que le había vuelto la loooooz y que se iba a desayunar. Ella no tenía más motivos de preocupaciones, y así como había el apagón empezado, para ella ya había finalizado. Sin embargo, yo seguía en Boulonge sin luz y mi travesía recién daba inicio. Intentando limitar mi desesperación y mi personificación de la hormiga protagónica de Antz, me dispuse a pensar una manera de regresar de Mordor hacia la tierra prometida: el departamento con la gata. Hice el cálculo de cómo había llegado hasta allí: subte, tren, colectivo y unas cuadras caminando. Esto era lo más sencillo, incluso a pesar de la lluvia. Es más, podía ahorrarme la espera del colectivo y caminar unas cuadras más. Pero el tren y el subte eran imposibles de reemplazar. ¡¿Cómo carajos iba a volver a mi casa?!

Sin dejar que la desesperación asome, empecé a buscar una bicicleta muy disimuladamente. No había ninguna a la vista, ¿cómo podía ser? Parecía una joda. Verme pedalear bajo la lluvia cruzando la General Paz hubiera sido digno de uno de esos videos que circulan en Twitter, así que mejor que no la encontré por ningún lado. Más de una hora después del corte, la directora anunció que finalizábamos la jornada (no shit!) y que filmaríamos esas escenas en algún otro momento. Podíamos emprender la partida, pero la pregunta se mantenía: ¿CÓMO? La respuesta apareció pronto, al menos para mí: una chica había ido en auto y, de milagro, varixs de nosotrxs íbamos para la zona Caballito/Almagro. Guardé mis cosas y me subí como si me hubieran dicho que íbamos al parque temático de Star Wars.

El plan era el siguiente: ella nos llevaría hasta General Paz y Avenida San Martín, y desde allí nos tomaríamos un Uber, un Cabify o algún vehículo motorizado que nos dejara a cada unx en destino: el mío, en vez del departamento, iba a ser la casa de M (alias el novio), porque se me ocurrió que quizás la gata* no iba a sacar contener un inminente ataque de ansiedad y, siendo realistas, ella probablemente ni se había enterado que todo el país no tenía luz. Después de un viaje sin contratiempos, lo cual hay que agradecer porque ningún semáforo andaba y la lluvia no daba tregua, bajamos en la mencionada intersección y pedimos un Uber.

El señor llegó en tiempo récord y lxs cuatro nos subimos, habiendo proporcionado tres direcciones: el único varón del vehículo y yo nos bajábamos a pocas cuadras de diferencia por lo que nos pareció excesivo poner una cuarta. La ciudad estaba desierta, pero algunas personas empezaban a asomarse y, por alguna extraña razón, los únicos lugares que tenían electricidad eran panaderías, además de alguna que otra clínica que cruzamos por ahí. Y sí: en mi escenario apocalíptico donde las telecomunicaciones se cortan, había que agregar los electrodependientes en sus hogares, las clínicas y hospitales, ¡los aeropuertos! En el fondo empecé a hiperventilar. Reaccioné justo a tiempo y me bajé a tres cuadras de la casa de M, que me venía escribiendo por WhatsApp sin un ápice de preocupación (bueno, a comparación mía al menos).

Recorrí la distancia que me faltaba bajo la protección del paraguas e intentando no sucumbir a las lágrimas. ¿Y si la luz no volvía nunca? ¿Y si la lluvia no paraba nunca (porque justo coincidió que llovió durante dos semanas seguidas)? Subí seis pisos por escalera al borde del infarto y cuando abrí la puerta me estaba esperando él con el pelo revuelto, la cara todavía pegada a la almohada pero muy contento de verme aunque fuera tan temprano: eran las 10 de la mañana. Me sumergí en un abrazo sanador y pasé a narrarle los hechos aquí detallados, siendo excesivamente explícita en el grado de preocupación que todo me generaba. Vi que había seguido mi consejo de cargar agua en un balde para el indudable momento en el que los tanques del edificio quedaran vacíos. Y, como no bajaba un cambio ni de casualidad, muy generosamente me tendió un pijama con un “¿y si te tirás un ratito a descansar?”. Llevaba 22 horas despierta.

Me desmayé en la cama, creo que en el medio de una conversación. La verdad es que no me acuerdo. Me despertó seis horas después para preguntarme si por esas casualidades quería almorzar, y mi primera pregunta al ver un resplandor del otro lado del umbral de la puerta fue “¡¿HAY LUZ!?”. Había vuelto hacía rato. El mundo estaba bien otra vez. O al menos por un rato. Unos días después, estando sola en casa, la luz se volvió a cortar y mi primera reacción fue salir al balcón a ver en qué estado estaba el resto de la ciudad. Era sólo mi edificio. Qué alivio.

Querida pesadilla: no vuelvas más, te lo pido por favor.

PD: Algún día escribiré la continuación de esta carta y quizás sea la última Carta sobre cosas que pasan que escriba. ¿Por qué? Porque de la extinción no se vuelve. Si quieren saber un poco más sobre (nuestra) extinción, pueden leer este artículo de Violeta Ramírez, una antropóloga argentina. Eso sí, entren bajo su propio riesgo y en pleno uso de sus facultades.

*Para les amantes de les gatites, la Gorda, mi compañera felina, me recibió ese domingo apocalíptico con muchísimos maullidos como acostumbra, contenta de verme pero reprochando mi ausencia y exigiendo, para variar, muchos mimos y comida. Le fueron dados en cantidades exorbitantes y dormimos abrazadas bajo las sábanas, como siempre.

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Pwanerd
Cartas sobre cosas que pasan

Pequeño espacio para ensayos, relatos, poemas y reflexiones.