Querido abuelo

Pwanerd
Cartas sobre cosas que pasan
6 min readOct 10, 2019

Una vez alguien dijo que siempre hay que escribir sobre cosas que te sorprendan. Vos definitivamente entrás en esa categoría: a lo largo de tu vida hubo muchísimas cosas que nos sorprendieron. Muchas fueron malas, sí, pero también hubo algunas buenas. De todas formas no quiero hablar de eso; a esta altura realmente no importa.

Anoche soñé con vos. Me desperté a las cuatro de la mañana, me di cuenta que todavía no era hora de despertarme y que podíamos seguir charlando. No nos dijimos mucho, como siempre, pero se ve que fue suficiente. Nos despedimos como no habíamos podido hacer porque no llegué a tiempo. Te fuiste antes de que aterrice en Salta; quizás nos cruzamos por los aires. Ni bien toqué tierra (bah, el avión, yo tardé un rato más en bajar) la llamé a mamá porque tenía varias notificaciones suyas y ahí, sentada al lado de la ventanilla, con dos horas de vuelo encima en un avión atestado de gente feliz por iniciar sus vacaciones, me enteré que te habías muerto. Sintiéndome irremediablemente sola, me largué a llorar.

Tardé más de dos horas en llegar a Güemes, el pueblo donde viviste cuarenta años, donde mamá vivió pasó de su infancia y adolescencia, el lugar al que volvió cuando me tuvo y nos quedamos prácticamente en la calle. Tardé más de dos horas en poder darle un abrazo a mi vieja, corto pero sentido, quizás porque las dos intentamos mantenernos fuertes por la otra. Entramos a la morgue porque teníamos que vestirte y me preguntó si estaba lista para eso: ¿acaso alguien alguna vez lo está?

Pero por algún motivo, sí, estaba lista, o al menos un poco preparada. Sabía que la enfermedad te había puesto amarillo y que estabas muy flaco, pero la imagen que tenía tuya de un año antes no tenía nada que ver con lo que me encontré. Estabas muy chiquito y frágil, y yo siempre acostumbré a ver gigantes a mis abuelos. Una cuestión de altura, probablemente. Sin embargo, la solemnidad del momento duró poco porque me tenté y empecé a las carcajadas, con mi mamá muy nerviosa pidiéndome que me calle y recordándome que estábamos en una morgue: éramos cuatro personas y una camilla que se desplazaba sola intentando ponerte una de las mangas del saco sin mucho éxito; parecíamos salidas de una remake de Esperando a la carroza versión NOA.

Anoche soñé con vos, ya te dije. Capaz no fue un sueño y fue genuinamente una despedida. Las mejores partes del hospital y tu casa se habían fundido en una sola cosa y estabas ahí, con tu característico bigote de color negro, recostado sobre la cama, de la mano con mamá.

El tiempo nunca es lineal en los sueños, así que no sé en qué momento salió ella y me senté yo a tu lado. Escondí la cabeza en el colchón y me largué a llorar. Me acercaste tus manos, me consolaste, me hablaste. Desde afuera de la habitación me vi a tu lado, una de esas cosas raras que claramente sólo pasan cuando estás viviendo dormida. Dejé de mirar me y me di vuelta para hablar con mi mamá.

De pronto la habitación donde estábamos se llenó de animales. Había muchos perros y gatos, pero también había vacas, conejos, ciervos y hasta un par de monos. Me acuerdo también de una pareja de ardillas trepadas al mostrador de tu veterinaria (aparentemente eso era lo que estaba del otro lado de tu dormitorio). Llenaban el cuarto amontonados pero sin tocarse, y todos miraban hacia la puerta. El sonido de un reloj de pared nos inundó y todos entendimos: había pasado. Y yo había estado ahí para decirte chau. Nos acercamos a la puerta de tu habitación, que había quedado entreabierta y te vimos dar un último suspiro.

En el sepelio aprendí un montón sobre vos. Vino un montón de gente, y hubiera venido más si no fuera porque el aviso en el diario salió tarde. Tus vecinos, tus conocidos, tus amigos, todos trajeron una historia graciosa y estaban ávidos por contarlas. De repente nos dimos cuenta por qué nunca habías querido moverte de ahí: eras prácticamente una celebridad, aunque pocos conocían tu nombre completo. Los que se enteraron se acercaron, nos abrazaron y compartieron algún que otro recuerdo sobre tu mal genio, tu dedicación a los animales a cualquier hora, tu presencia constante en la puerta de la veterinaria (¿sabías que salís en Google Street View?), tus peleas. Tu primer nieto, mi primo, nos dijo medio en joda y medio en serio que ahora teníamos que ver quién iba a tomar tu lugar para pelear con él. Descubrimos que pelearte con el mundo también era tu forma de relacionarte porque te era más fácil la pelea que la palabra amable. Tuviste algunos momentos tiernos antes de morirte y me pregunto por qué no pudimos tener más de esos momentos antes. ¿Será porque somos una familia de testarudos? De cualquier manera, me alegra haber conocido ese lado de vos a través de otros.

En Güemes tuvimos mucho que hacer una vez que tus rituales funerarios terminaron. Lo que nunca te cuentan de la muerte es que no se termina cuando el fallecido es enterrado o cremado; queda siempre la cuestión de ver qué se hace con sus cosas. Y tampoco nadie tiene muy en claro cómo proceder ahí: ¿las regalás? ¿las vendés? ¿las guardás intactas como si fueran parte de un santuario? Y no es sólo lo material el problema: también tenés el costado administrativo de la muerte. Los formularios, las solicitudes, los trámites, las mil y un idas y vueltas para certificar que alguien efectivamente falleció, para dar de baja servicios, cerrar cuentas, validar licencias por duelo. Todo mientras intentás mantener la compostura y no ceder en público ante el dolor.

Así que después de tu muerte me quedé tres días más para acompañar a mamá en todo eso. A mí me tocó revisar uno por uno todos los papeles que había en tu casa para ver si alguno era de valor, ya sea emocional, legal o anecdótico. En la pila interminable sobre en el mostrador de la veterinaria descubrí que habías guardado los pasajes de ida y vuelta a Concepción y tu invitación a mi fiesta de egreso, la única vez que fuiste a vernos. Estaban ahí, junto a algunas fotos de tu luna de miel con esa mujer que fue madre de mi madre y que ninguna de las dos llegó a conocer. Enfundada en guantes de látex y barbijo, revisé cuarenta años de papeles, encontré fotos, revolví historias, y te conocí un poco más de lo que te conocí en veintiocho años de ser tu nieta. En uno de mis escritorios ahora hay una pila alta de papeles, cartas y fotografías tuyas que tengo que revisar, terminar catalogar y guardar. Supongo que cuando esté lista lo voy a hacer.

Mi estadía en Güemes no fue sólo para despedir te, sino también para despedirme de la casa donde pasé mis primeros años. En una de esas donde mamá estaba ocupada hablando con alguien, me tomé mi tiempo para despedirme del patio más que de cualquier otro lugar: ahí una de tus perras, una collie hermosa llamada Kriyé (que terminó siendo más mía que tuya), me enseñó a caminar dejando que me agarre de su pelo, y una vez que dominé el arte de poner un pie detrás del otro la sacaba a pasear (muy entusiasmada, por cierto) de los bigotes (¿te acordás?). Ahí también aprendí a compartir: con Freda, una doberman hiperactiva se calmaba sólo conmigo cuando le convidaba pedazos de pan y le daba mi chupete para que use… ¡pero sólo por un rato! Después de llevar los últimos libros a la biblioteca del pueblo, cerramos la puerta y partimos a almorzar. Me retrasé unos minutos a propósito y desde la vereda de enfrente saqué una foto de la fachada de esa casa a la que no volveré jamás.

Le pediste a mamá que no te deje solo y que te cuide; las peleas, los rencores y todo lo que hubo entre ustedes caducaron en el instante que le dijiste que la necesitabas. Quedate tranquilo Loli, que te acompañó hasta el momento en que te llevaron al crematorio y cerraron la compuerta; te acompañó incluso en mis sueños.

Querido Loli: espero que hayas llegado bien, donde sea que estés.

Originalmente publicado en el newsletter Cartas sobre cosas que pasan → https://mailchi.mp.

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