Memorias de extinción 1

Andrés
Castillo de Huesos
Published in
3 min readApr 5, 2018

I

La gente normalmente vive toda su vida con estabilidad pero con periodos de crisis. Yo soy todo lo contrario. Toda mi vida ha sido crisis con periodos de estabilidad. Aun así, dudo que alguna de mis crisis existenciales me hubiera preparado para algo como esto.

Mi memoria usualmente no es más que una licuadora, lo ha sido aún más estos últimos dos años. Intento, con dificultad, mantener alguna coherencia en el flujo de pensamientos que me agobian; no consigo tener más que alguna que otra conexión temática entre uno y el otro: desesperación, arrepentimiento, miedo. Alguna que otra vez alguna imagen de felicidad decide filtrarse en la película dramática que se proyecta constantemente en mi cerebro como algún proyecto experimental de algún cineasta francés intenso de los sesenta.

La última fue de cuando era niña. Estaba en el parque de diversiones con mi familia celebrando el cumpleaños de mi hermano mayor; tenía ocho años y sentía que era la oveja negra de la familia —con el tiempo me di cuenta que en realidad lo era—. Estaba sentada en un banquillo solitario, viendo cómo todos los demás niños de mi edad se divertían en los autos chocones, la rueda de la fortuna, la montaña rusa… Pero sobre todo veía a mi hermano a lo lejos, mis padres le fotografiaban con su vieja canon analógica una y otra vez frente a El Destructor, la montaña rusa más grande y aterrorizante del parque, orgullosos de que la hubiera montado sin demostrar miedo alguno. A sus diez años, ya veían a su hijo prodigio como todo un hombre.

Recuerdo no haber estado particularmente triste. Ya estaba acostumbrada a ser ignorada por mis progenitores, quienes minutos después empezarían a discutir por alguna razón que no recuerdo pero que de seguro era minúscula (la cantidad y dureza de estas discusiones incrementaba día tras día y culminaría en su separación un par de años después, algo que incluso a esa tierna edad ya intuía), pero sí sentía una inmensa necesidad de compañía; y como si lo hubiera llamado mentalmente, de la nada apareció mi abuelo, mi querido Álvaro, con su arrugada y vieja mano tomó la mía y con una sonrisa en el rostro me llevó consigo, me compró un algodón de azúcar y subimos al carrusel. Algo tan sencillo aún significa mucho para mí.

Él murió dos días después.

Fue en el inodoro, de la nada un infarto rompió su corazón en dos pedazos. Aún de pequeña recuerdo haber pensado mucho en la trivialidad de su muerte, y de la muerte en general. Este pensamiento me deprimía (faltarían casi diez años para ser oficialmente diagnosticada de depresión clínica) y me causaba tremendo dolor; un dolor que hacía que sintiera que mi cuerpo se derritiera poco a poco; desde ese momento la vida no fue más que sufrimiento, un sufrimiento que no ha dejado de acosarme por más que busque aferrarme a cosas (y gente) que me haga olvidarme de él por tan solo unos momentos. Un sufrimiento que me ha hecho preguntarme más de una vez si vale la pena vivir, uno que me hace desear la muerte cuando la respuesta es un firme «no».

Y aun así, he sobrevivido. Tal vez por el azar, tal vez por suerte. Nada de eso me sorprende, lo que lo hace es darme cuenta que he luchado por ello.

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