Memorias de extinción 11

Andrés
Castillo de Huesos
Published in
3 min readJul 31, 2018

Sentía los parpados como si pesaran cien kilos cada uno. La llama ya apaciguaba y estaba por apagarse. No tenía nada de motivación para pararme y echar más leña. El viento rugía afuera en plena tormenta, golpeando la puertita de madera que cerraba la ventana. Estaba de brazos cruzados, abrazándome a mí misma en un vano intento por darme calor y dejar de temblar de frío. Fue en ese momento cuando dos trozos de madera cayeron en la fogata.

Era Andrea, parada detrás de mí con otros dos trozos de madera en los brazos. De alguna manera se había zafado de los regordetes y arrugados brazos de Isabel, quien la abrazaba mientras dormía. Lanzó los otros dos pedazos y la llama se avivó un poco. Luego se sentó a mi lado y estiro sus brazos, acercando las manos al fuego para tomar calor.

Sus facciones eran hermosas y su rostro mantenía una seriedad poco común para una niña de su edad. Había pasado por mucho. Eso se notaba.

–¿No podías dormir? –Pregunté, intentando evitar un silencio incomodo, por lo menos para mí.

Asintió. No dijo más nada. La misión conversación parecía que iba a ser un fracaso.

–¿Cómo te sientes? –Intenté nuevamente. De verdad no sabía qué más preguntar.

Se encogió de hombros. Definitivamente no planeaba entablar conversación conmigo. “Está bien”, pensé, “lo dejaremos así”.

Los minutos pasaron y el sueño empezó a pesarle casi tanto o más que a mí. Su cabeza tambaleaba y caía, hacía vanos intentos por mantenerse despierta pero poco a poco iba reclinándose hacia mí cuerpo, hasta caer rendida en mi regazo.

La vi dormir, placida, pacifica, inocente. Y una sensación de paz y tranquilidad se apodero de mí. Una que no sentía desde mucho tiempo. Mis ojos empezaron a cerrarse y por primera vez en más de dos años sentía que dormiría sin pesadilla alguna que atormentara mi sueño. Entonces apareció ella.

–¿Puedo unirme? –Se escuchó la voz chillona desde atrás –Tengo mucho, mucho frío.

Sarah se abrió paso desde la puerta de la habitación donde dormía con Alejandro, Eduardo y William hasta la fogata donde estábamos sentadas. Tomó uno de los banquillos y lo colocó a mi lado. “Maldito sea todo”.

–Que soberana ladilla este frío –Quejó, mientras se sentaba –. No me deja dormir.

No podría saber con exactitud la fuerza de mi mirada, pero no la podría describir como nada menos que asesina. Sarah era un producto de la vida fácil. Una chica que nunca conoció la palabra trabajo antes de la aparición del virus. Que lo único que le enorgullecía en su vida era su larga cabellera negra y su cuerpo, que debo admitir era hermoso. Era hija de un prominente empresario dueño de cadenas de televisión y radio a nivel nacional e internacional que luego pasó a ser uno de los políticos más importantes de la oposición venezolana.

A veces sentía lastima por ella. Su padre, junto a la mayoría de los políticos importantes tanto de gobierno como de oposición escapó del país tan pronto se conoció la magnitud del virus. Dejándola a sobrevivir por su cuenta. Los capitanes habían abandonado el barco. Pero sobre todo sentía desagrado, especialmente cada vez que recordaba cómo durante una de las excursiones a la ciudad en busca de recursos llenó un gran espacio de su bolso con cremas faciales para mantener su rostro suave y libre de acné. Era la única del grupo que no había aprendido a manejar el fusil porque le parecía muy pesado.

La odiaba.

–El frío en los pies me tiene vuelta loca –Aún se quejaba–. Y el Alejandro se está lanzando sendos peos. No deja dormir.

La ignoré. Intenté cerrar los ojos y entregarme al sueño nuevamente. No tuve éxito.

--

--