Memorias de extinción 2

Andrés
Castillo de Huesos
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3 min readApr 11, 2018
Ilustración por: Gracie Maseda

II

Era una de esas mañanas frías y grises que usualmente trae consigo la montaña merideña. No nos sentíamos tristes o afligidos por ello, ya estábamos acostumbrados; en un páramo tan alto y remoto no era raro encontrarse con ellas.

Convivir con ocho extraños no era fácil pero la rutina nos mantenía en buenos ánimos y evitaba conflictos y confrontaciones. Todos éramos sobrevivientes. Todos habíamos perdido algo o a alguien. Nuestros hogares, familias, el chance de vivir una vida normal. Eso hacía que nos entendiéramos, que siempre hubiera alguien a tu lado para evitar sentir el vacío y el miedo que a veces se asomaba.

Habían pasado casi dos años desde el incidente, exactamente dos años, un mes y tres días desde la aparición de la infección y un año y dos meses desde que todos coincidimos en nuestra cabaña de barro y techo de lata, alejados de la civilización que ya no existía.

Las rotaciones en la vigilancia estaban establecidas de forma que nadie tuviera que hacerlas solo y por mucho tiempo. Esa mañana me tocaba hacerla junto a William. Estábamos a unos 20 metros más arriba de la cabaña, en la cima de una colina desde un punto de ventaja que nos permitía observar por varios kilómetros al norte, este y oeste. Al sur, a nuestras espaldas, se elevaba un bosque de pinos.

Yo estaba sentada en una gran piedra, abrazando mis rodillas y temblando por el intenso frío. William estaba unos metros más allá, apuntando, concentrado, controlando su respiración. Los dedos angular e índice de su mano derecha sostenían con firmeza la tensa cuerda de su arco compuesto, reliquia de sus días como miembro de la selección nacional de arquería. Miraba el árbol que estaba a quince metros de él con tensa calma. Sus dedos soltaron la cuerda y la flecha salió disparada con una rapidez espeluznante. Hubo menos de un segundo entre el sonido de la cuerda y el golpe seco de la punta perforando la madera del árbol.

Estaba practicando, siempre lo estaba haciendo, quería estar preparado, no deseaba que nada lo tomara por sorpresa. Era alto, delgado y bien formado, su piel morena era bien complementada por su sobretodo oscuro que lo cubría, su pelo enrulado estaba bien mantenido a pesar de los pocos instrumentos de higiene personal con los que contábamos. Si mi mente hubiera estado sexualmente o románticamente activa durante mi estadía en la cabaña, William hubiera sido el centro de su atención.

Pero era difícil hablar con él. Se mantenía perennemente serio y difícilmente se podía sacar una sonrisa de él. Puedo contar con los dedos de una sola mano cuantas veces lo vi sonreír en todo ese tiempo.

— ¿Algún día me enseñaras a disparar esa cosa? — le pregunté mientras sacaba la flecha del tronco, intentando establecer conversación.

— Ese día no será… —Repentinamente un movimiento entre los árboles de pino llamó su atención. —Algo se acerca.

Me levanté lo más rápido que pude y sin pensarlo mucho tomé una de las rocas que más cerca tenía, preparada para lanzarla con toda mi fuerza a cualquiera que fuese la cosa que llegaba.

Algunas ramas y árboles se movieron, sentí nuevamente la cuerda del arco tensarse a mi lado mientras William se preparaba a disparar. Los movimientos se intensificaron y el sonido se acercaba cada vez más, y entre los matorrales se vio finalmente una pequeña y delgada figura de tez blanca y abundante cabello rulo de color castaño.

Era una niña.

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