Memorias de extinción 3

Andrés
Castillo de Huesos
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6 min readApr 23, 2018

III

Devoraba furiosamente las frutas secas y sardinas enlatadas que le habíamos ofrecido. La luz por el hueco en la pared de barro que llamábamos ventana iluminaba le daba brillo a su hermoso rostro con delgadas facciones y pómulos rosados, típico de niña andina; los huesos se marcaban en su delicada piel cubierta de moretones, era notable que llevaba días sin comer algo de verdad, probablemente semanas. Era un milagro que estuviera viva.

Estábamos reunidas en la pequeña sala de estar las seis personas del grupo de sobrevivientes que permanecían en la cabaña. La veíamos fijamente, sorprendidos y dudosos de qué hacer. La señora Isabel, la más vieja del grupo, era la más maternal y de vez en cuando se acercaba a ella a sobar su cabello y hacerle saber que estaba bien y que no había nada que temer. Tenía 63 años y ya había sido madre tres veces y abuela ocho; su corto cabello blanco hacía ver más redondo su ya de por sí regordete rostro que parecía mantener una expresión permanentemente triste desde el momento en que la conocí hasta la aparición de la niña, quien borró esa expresión en un instante.

—Es un milagro divino que está niña haya llegado de la nada a nuestra vida —dijo con una sonrisa en el rostro. —Debemos tomarlo como una señal de esperanza, saldremos de esto.

—Un milagro, tenemos que ayudarla a que se recupere —dijo Francisco, o «Paco» como lo llamábamos, el esposo de Isabel, un hombre más gastado que su esposa, con arrugas más prominentes, pero su rostro no demostraba cansancio o tristeza alguna; siempre parecía decidido a continuar sin importar las dificultades. Unos redondos lentes culo de botella hacían ver gigantescos sus hermosos ojos azules. Alguna vez fue un galán, tal vez para alguna chica con gustos más particulares que los míos lo podría haber sido aún en ese momento. Los dos eran profesores universitarios jubilados que habían llegado de Caracas a Mérida para pasar sus años dorados. Vivían pacíficamente a la espera de las visitas de sus hijos y nietos que alegraban sus días… antes del incidente.

Yo simplemente asentía a todo lo que decían, ya a ese punto de mi vida no creía en milagro alguno. Me llamaba más la atención la postura de Leonardo, quien mantenía sus brazos cruzados, recostado a una pared con un rostro que demostraba frustración, su calva cabeza reflejaba el rayo de luz que entraba por la ventana. Él era un exmilitar de alto rango al servicio de la Guardia Nacional Bolivariana de los gobiernos chavistas y como tal durante años estuvo acostumbrado a la vida fácil y a la sensación de que el país giraba en torno a sus caprichos. Producto del enfoque militar de estos gobiernos.

A ninguno nos caía particularmente bien, pero habíamos aprendido a convivir con él.

—Una boca más que alimentar, esto no me gusta —dijo con profundo disgusto.

—No esperaba nada menos de usted, Leonardo —le respondió William, serio.

—El hecho es que ya la niña está aquí —intervino Sarah, con su falsa voz de niña inocente. —Tenemos que buscarle ropa y peinarla un poco para que no se vea tan desaliñada.

Notamos que la niña había terminado de comer lo poco que pudimos ofrecerle y permanecía sentada en la silla de madera, mirándonos fijamente. Isabel se acercó a ella y con una dulce voz volvió a asegurarle que todo estaba bien, luego preguntó su nombre.

—…Andrea —susurró nerviosa.

—¿Y cuántos años tienes, Andrea? —preguntó Isabel.

La niña no dijo nada, solo levantó los cinco pequeños dedos de su mano izquierda.

—¡Cinco! —exclamó Isabel, con falsa emoción típica de viejita que habla con un infante. —¡Qué grande estás ya!

La niña soltó una leve sonrisa.

—¿Dónde están tu mami y papi? —continuó preguntando Isabel.

La niña bajó la cabeza en un ademán de tristeza. Era obvio, no estaban vivos. Isabel volteó a vernos con ojos llenos de lástima y compasión y luego volvió su rostro hacia la niña intentando ocultar su desánimo con una sonrisa.

—Ya no hay nada que temer, estás con nosotros. Todo estará bien —le aseguró.

Dos horas después la niña ya estaba durmiendo y nosotros discutíamos la situación y el significado de su aparición más allá de las atribuciones milagrosas que le daba Isabel. Estábamos sentados en círculo, cada uno en uno de los pequeños y redondos banquillos que había fabricado Francisco con sus propias manos y escasas herramientas, con la madera de troncos de algunos pinos.

—El pueblo más cercano queda a cuatro horas de aquí, asumiendo que las condiciones climáticas sean buenas —dijo William con un tono serio. —La niña es de allí. Si los infectados alcanzaron esa zona, estamos en peligro.

—Siempre lo hemos estado —dijo Francisco, sereno. —Solo significa que tenemos que estar más preparados que antes.

—Tenemos planes de contingencia, ¿para eso fueron hechos, no? —Leonardo intentaba demostrar calma, pero su nerviosismo era notable. —No tenemos nada que temer, en cuanto notemos que algo extraño se acerca, nos trasladamos a otro lugar y ya. Todo listo.

—No hay otro lugar al que ir —lo corrigió William. —Si nos alcanzan significa que no existe un lugar seguro en lo que queda de este país. Si llegan… —se detuvo un momento, pensativo, luego soltó un suspiro derrotado. —Cuando lleguen, no tendremos más opción que luchar para sobrevivir, de lo contrario…

Se quedó en silencio, todos lo hicieron. Todos sabíamos lo que eso implicaba pero nadie tenía el valor para decirlo.

—Nos convertimos en ellos.

Tenía que decirlo, aunque todos los supieran, la única forma de aceptarlo y tomar acción era permitiendo que fuera expuesto y admitirlo en voz alta. La incandescente luz de mediodía que entraba por la pequeña ventana de la sala iluminaba la mitad de la habitación y se reflejaba en las ollas metálicas que estaban amontonadas en la esquina, la otra se mantenía en penumbra. El aire se había vuelto más pesado de repente y el viento afuera lanzaba un macabro silbido que hubiera sido el único sonido que se escuchaba de no ser por las moscas que empezaban a rodear el plato sucio que la niña había dejado.

Isabel se levantó, manteniendo completo silencio y caminó hasta el pequeño cuarto que se encontraba en el área oeste de la cabaña, donde la niña dormía plácidamente en una cama improvisada de ramas de caña de azúcar cubierta de varios suéteres que pertenecían a los diversos habitantes de ese improvisado y singular aposento.

Fue en ese momento que se escuchó a lo lejos el sonido de la campana.

Nos activamos inmediatamente; William tomó su arco y preparó una de las flechas de su carcaj. Corrimos hasta la puerta y, a excepción de Leonardo, salimos alarmados. La campana era el mecanismo que habíamos establecido para que aquellos que estuvieran cumpliendo el turno de vigilancia avisaran a los demás de peligro.

No vimos nada, tomó unos segundos antes de darme cuenta que quienes debían estar en vigilancia, William y yo, no lo estábamos haciendo. Se escuchó la voz de un joven y amargado muchacho.

—Por fin apareció el comité de bienvenida.

Alejandro y Eduardo aparecieron por el patio de la cabaña. Llevaban pesados bolsos, un par de barriles llenos de gasolina y cada uno estaba armado con un rifle Mossberg 500 que alguna vez pertenecieron a algún contingente de la policía militar venezolana.

Los dos hermanos gemelos de 25 años que completaban el grupo de habitantes de la cabaña estaban cubiertos hasta el cuello con suéteres de lana con patrones de colores que parecían no tener orden alguno. La mitad inferior del rostro de Eduardo estaba cubierta por una máscara quirúrgica que alguna vez fue blanca pero que ahora estaba amarillenta por el tiempo de uso. Su respiración estaba agitada, sudaban a gota gorda a pesar del frío y el intenso sol le había dado un tenue color rojizo a su morena piel.

—¡Qué pesados son! —protestó Sarah antes de entrar disparada nuevamente a la cabaña.

Alejandro soltó una risita burlona a la creída muchacha antes de tornar a nosotros.

—¿Por qué nadie estaba haciendo vigilancia? —parecía un poco molesto porque no estuviéramos cumpliendo nuestro deber.

—Larga historia —contesté. —Te pondremos al día.

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