Memorias de extinción 4

Andrés
Castillo de Huesos
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3 min readMay 8, 2018

IV

Colocaron los barriles de gasolina en una esquina y vaciaron el contenido de los bolsos en una tabla sostenida por piedras de gran tamaño que servía como nuestra mesa. Había varios tipos de productos enlatados –sardinas, guisantes, granos, tomates, maíz, y un par de latas de atún–, algunas bolsas de arroz picado, que en algún momento fuera como comida para gallinas y otros animales; una bolsa de café en polvo que milagrosamente aún no había caducado y cuatro latas de Pepsi-cola.

–Esta vez tuvimos que adentrarnos aún más al centro de la ciudad –Dijo Alejandro–. Es todo lo que pudimos sacar de unos tres abastos, algunos ya están vencidos, pero servirán. Tuvimos mucha suerte de conseguir la gasolina.

–¿Habían muchos infectados? –Preguntó Francisco.

–Demasiados –Respondió el joven–. Mientras más nos adentrábamos más infectados encontrábamos. A medida que dejamos de encontrar suministros en los lugares más seguros estás pequeñas excursiones son cada vez más peligrosas –Suspiró con alivio–. Honestamente, me alegra que no me toque volver por un tiempo.

–Fácil para ti decirlo –Gruñó Leonardo–. El próximo mes me toca a mí.

–Te irá bien. Y si no, pues, seguro te extrañaremos –El sarcasmo en el tono de Alejandro era notable. Ni a él ni a su hermano le agradaba mucho Leonardo. Ellos habían sido parte de la Resistencia, el movimiento de jóvenes que se alzó a través de todo el país contra el régimen de Nicolás Maduro en el verano de 2017. Y Leonardo, como militar al servicio del bolsillo del gobierno que reprimió las protestas con violencia desmedida, era el enemigo. Ellos probablemente habían lanzado una piedra que rebotó contra su escudo, y él probablemente había respondido disparando un perdigón –o algo mucho, mucho peor- en su contra.

Alejandro lucía con orgullo las muchas cicatrices y moretones que aún permanecían en sus brazos, muslos, espalda y pecho, producto de perdigones disparados a quemarropa por los miembros de la Guardia Nacional Bolivariana mientras protestaba. La marca que llevaba Eduardo era aún más permanente. Durante la violenta represión a una de estas protestas, un Guardia Nacional disparó un cartucho lacrimógeno directamente en su contra. La fuerza y velocidad endemoniada de este proyectil destruyó el escudo de madera del joven e impactó su mandíbula. Muchos murieron de esta forma, él tuvo la suerte de salir con vida, pero con la quijada completamente destruida.

La máscara que había tenido que utilizar perpetuamente desde ese momento probablemente fue lo que lo salvó de ser infectado.

Todos mirábamos con preocupación los suministros que los chicos habían proveído. Cada vez se encontraban menos. Una vez al mes, dos de nosotros debían trasladarse a la ciudad de Mérida para buscar insumos que permitieran nuestra supervivencia, y alguno que otro producto de higiene personal. No era tarea fácil, ya de por si era sumamente difícil conseguir comida antes de la propagación del virus, debido a la escasez que vivió el país, imaginen tener que buscarla en medio de una ciudad llena de seres que intentan matarte.

El traslado hasta la ciudad no era menos engorroso. Todos los meses nos turnábamos por parejas –exceptuando a Isabel y Franciso, debido a su edad– para realizar una caminata de seis horas por un camino rocoso, empinado, y peligroso que rodeaba los Nevados, el pueblo más cercano (esto era necesario para evitar encontrarse con algún infectado) para llegar hasta un viejo Jeep Toyota de color azul claro situado a las afueras del pueblo y hacer un viaje de cuatro horas por un camino no menos peligroso para llegar a la ciudad.

El viento empezaba a empujar y golpear los pedazos de lata que conformaban nuestro tejado. Truenos lejanos anunciaban la venida de una tormenta. Sería una noche muy fría.

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