Cuentos del Caribe

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23 min readApr 23, 2016

El insólito entierro de Sue

Claude Mc Kay

El siguiente texto lo encontré en cuernavaca, en un bazar organizado por gente que quiere a todo América (sur, centro y norte) por igual. Lo transcribí porque me pareció buenísimo para compartir con alguien y no lo encontré por internet.

—Ella es la puta más grande de la senda del plátano, por Dios que sí —dijo el joven Burskin mientras se zampaba su medida de tres y medio peniques de ron y depositaba el vaso sobre la barra para pedir otro. —Sue Turner es peor que una puta, digo y se lo digo al mundo.

Había siete negros y pardos en el bar, descalzos, con las perneras de los pantalones enrolladas y los anchos machetes brillando en sus manos. Toda la mañana habían estado cortando plátanos y envolviéndolos en las hojas secas, excelentes racimos largos para ser exportados. Y habiendo terminado, con dinero en el bolsillo, habían venido al bar por un trago antes de ir a comer.

El joven que insultaba a Sue era un mulato muy pecoso de cara tonta, ancho y sano. Dejaba escapar su río de injurias como si se lo contara a las lomas y barrancas, pues los hombres que estaban allí, por su hosco silencio, eran obviamente indiferentes con él.

Todos en el pueblito conocían que Sue gustaba del amor libre. Y nunca había existido un resentimiento con el vecindario contra ella. Era increíblemente cordial con todas las concubinas confirmadas y las pocas mujeres casadas, y era una feligresa pintoresca.

Los clientes entraban y salían del bar, hombres que pasaban por su trago mañanero e incluso niños de escuela que venían por una pinta de cerveza para sus padres o por galletitas. Y Burskin, como un enloquecido mulo rojo, proseguía rechinando sus dientes y contando todas las cosas íntimas que habían sucedido entre él y Sue.

Matronas campesinas se detenían a escuchar y seguían, avergonzadas y atemorizadas por ellas mismas. Solo los niños lo encontraban gracioso. Burskin se hallaba en realidad solo al comportarse de esa forma.

La casa de Sue no estaba muy lejos al bajar la colina, en una cuesta de grandes plátanos que descendía hacia un barranco. Finalmente las noticias llegaron a ella sobre lo que estaba sucediendo en el bar. Sue era conocida como una mujer parda fuerte. Había peleado con muchos de los hombres y frecuentemente había salido victoriosa. Solo Patton, el enano panadero, la había derrotado con sus técnicas de jujitsu que había traído de Colón.

Ascendió violentamente la colina hacia el bar. Rugiendo y saltando sobre Burskin como una bestia enfurecida, lo echó al piso y lo vapuleó. Burskin era un tipo fuerte, pero no estaba a la altura de Sue. Y durante el tiempo que ella lo estuvo vapuleando él no dijo nada. Cuando el barman y una pareja de bebedores la levantaron, el rostro de él estaba ensangrentado, pero su expresión era de satisfacción y se largó calladamente a casa.

El barman mostró su aprecio por Sue al servir una ronda de tragos para todos los que se hallaban en el lugar. Entre ellos estaba la señora Sam Ryan, quien felicitó a Sue por haberle dado a Burskin su merecido. La primera y única hija que tenía Sue, ahora una niña grande, era del esposo de la señora Sam. Sin embargo, eso no había molestado a la señora Ryan ni a los otros hijos que Sam tuvo fuera, además de los cuatro con su esposa. La señora Sam era famosa en el pueblito por haber dicho que no le preocupaba qué virtud su esposo hallaba en otras mujeres. Él siempre debía volver bajo su propio techo. Y ella y Sue eran las más amistosas de las vecinas. La niña de Sue vivía a veces con su madre, a veces con su padre, y se hallaba igualmente en casa con ambas familias.

De acuerdo con la idea de los campesinos sobre la bondad, Sue era una buena mujer. Lo que significaba que era amable. La madre de Sue era una vendedora del mercado. O sea, ella solía caminar hasta Gingertown dos veces a la semana, el miércoles y el sábado, los grandes días de mercado, para comprar provisiones para las campesinas de más recursos que estaban preñadas o tenían hijos pequeños o que estuviesen incapacitadas o no les interesara ir al mercado. A veces acarreaba los productos dentro de una gran cesta sobre la cabeza y, cuando eran muchos, los traía en un mulo con serones. Y de sus muchos clientes recibía lo suficiente para sus propios abastos.

Cuando Sue nació la gente la llamó «niña de mercado», porque decían que había sido concebida en el camino del mercado y que nadie, ni aun su madre, sabía quién era su padre. De pequeña, Sue iba al trote al mercado siguiendo los pasos de su madre. Y al crecer, ella hizo el mismo trabajo. Incluso fue más lejos que su madre, al ir al mercado de la ciudad en carreta, lo que implicaba dos o tres días de viaje.

Sue era de amplios pechos y corpulenta, y había una aguda rivalidad entre los carreteros por ver quien lograría llevarla en su carreta. Además de su labor de mercadeo, era buena en cuidados en tiempo de enfermedad y se convirtió en la más famosa enfermera de la región montañosa. Casi como todo el mundo que se enfermaba quería a Sue de enfermera y ella no hacía distinciones entre aquellos que tenían algo que darle y los que no tenían nada que dar. Fue mientras cuidaba a la señora Sam Ryan durante una maleza por parto que quedó embarazada de Sam. Sin embargo eso y sus conocidas prácticas de amor libre, especialmente con adolescentes, jamás habían disminuido su popularidad entre las campesinas ni la habían vuelto menos solicitada. No obstante, fue una sorpresa cuando Nat Turner se casó con Sue. Era un cuarentón de buen carácter y jamás había sido imprudente respecto al amor o la bebida o cualquier otra cosa, con excepción, tal vez, del trabajo duro y constante. Fue su madre la que enamoró a su primera mujer por él y los casó.

Cuando la epidemia de viruela irrumpió en el pueblito postró a la madre de Turner y a su esposa y a su pequeño hijo. Fue Sue la que nos cuidó mientras su propia madre yacía también enferma. Por esos días, los campesinos iban en masa al pueblo a conseguir la medicina en el centro dispensario, pero también envolvían a las víctimas en largas y anchas hojas frescas de plátano y esperaban nueve días por un cambio en los síntomas para bien o para mal.

Hubo muchos muertos en esos pueblitos de montaña muy cercanos. Cada día, durante tres angustiosas semanas, hubo un muerto y un día hubo hasta cinco. La madre de Sue murió, también la mujer de Turner y su madre, pero su pequeño hijo sobrevivió. Y hacia el final de su largo tiempo de cuidados, enfermó en casa de este, pero solo fue un leve ataque que no arruinó su alegre cara. Cuando estuvo bien, las marcas que la enfermedad dejó eran como simpáticas pecas.

Ella permaneció en casa de Turner mucho después que la epidemia había pasado. Al cabo de unos meses él se casó con ella, aunque hubiera vivido con él igualmente sin el honor de una ceremonia. No obstante, Turner era ciertamente un hombre estable, el más estable de los jóvenes mayores de las tierras montañosas, aparentemente inexpresivo e indiferente y, conociendo quién era Sue, debió querer desesperadamente mantenerla de forma segura con él de modo que no pudiera un día a la ligera dejarlo por otro.

Casi tan diferente como un ganso de un cordero era Sue respecto a la primera señora Turner. Por su primera esposa, Turner había parecido incapaz de mostrar alguna emoción, pero se volvió ciegamente apegado a Sue. Además no había dudas de que Sue se sentía apegada a su esposo también, por sus excelentes cualidades de buen esposo y la seguridad que obtenía, de ahí su sencilla fidelidad y la libertad con la que podía continuar como antes. Ella no cambió tampoco en sus formas con las mujeres del pueblito. Su generosidad ahora se había fortalecido con el poder material. Turner tenía un acarreta y un carretero contratado que iba a los mercados lejanos con los productos de los campesinos. Ahora, cuando Sue iba con él, podía permitirse traer los abastos de sus vecinos sin cobrar nada. Todavía ayudaba a cuidar enfermos cuando se le necesitaba y muchas fueron las muy pobres muchachas del pueblito que consiguieron de ella los trapos para envolver a sus pequeños bastardos.

Los jóvenes del pueblito intercambiaban cuentos libertinos acerca de Sue, no obstante sentían un aprecio real por ella. No había maldad en su chismorreo, como sí la había cuando el asunto era la gatica negra «disponible para todos» a quien apodaban «Hiede-dulce».

Un día, un familiar indiscreto trató de insinuar a Turner sobre lo que hacía Sue, y Turner comentó que se sentía orgulloso de tener una esposa que admiraban los otros hombres.Esta observación motivó una gran cantidad de pensamientos y comentarios entre los campesinos. La gente estaba dividida respecto a si Turner era sabio o tonto.

Burskin no era como los jóvenes del pueblito que se agrupaban y jugaban juntos e intercambiaban sus experiencias adolescentes. Él era un muchacho pecoso, de piel castaña y había sido criado por su arrugada abuela negra. Su parda madre había muerto antes que él pudiera recordarla.

Nunca fue un niño juguetón y era siempre cohibido y cómicamente serio. Cuando alcanzó la edad de abandonar la escuela primaria, había hecho justo la mitad de las asignaturas que un niño promedio normalmente hacía. Su padre tenía ambiciones con él y pagó un año de estudios adicionales. Sin embargo, la mente de Burskin no podía soportarlos. De manera que su padre lo llevó a Gingertown donde fue aprendiz en el negocio de un tonelero.

No obstante, tras dos años en esto, el maestro tonelero dijo que Burskin nunca aprendería el oficio y lo envió a casa. Burskin volvió a trabajar con su padre en el campo. Había nacido para eso. Robusto, paciente, perseverante, perfecto para cavar y sembrar en la tierra. Era experto en desbrozar el campo y podar los árboles.

Dos años en el pueblo no habían apartado ni un poco a Burskin de su forma de ser. Era todavía el mismo. Los muchachos solían burlarse de su falta de interés por las muchachas.

—¿Por qué no te busca’ una jeba? —le preguntaban. —Aunque sea Hiede-dulce. Si no sabe’ cómo, ella te va a enseña. —El cañaveral del padre de Burskin lindaba con el trapiche de Turner, por lo que era natural que Sue reparara en su joven vecino al regresar de Gingertown. Él estaba en esa curiosa edad.

Los Burskin no tenían trapiche y siempre fabricaban su azúcar en el de Turner. Y fue mientras Burskin estaba ocupado en su trabajo que Sue se interesó en él, tan retraído y robusto con su pesado fardo de adolescente.

Sue vino un día a revisar el trapiche y la casa de calderas mientras su esposo se hallaba ocupado en casa consiguiendo unos retoños de plátano para sembrar un campo. El padre de Burskin estaba atendiendo la cocción del jugo para convertirlo en azúcar, una mujer contratada suministraba caña al trapiche movido por mulos y el joven Burskin traía las cañas en un burro. Sue charló un rato con Burskin mientras él descargaba las cañas en el portador del trapiche. Burskin había acarreado un bulto sobre su cabeza y Sue lo ridiculizó con que era un bulto pequeño y ella podía cargar uno tres veces más pesado. Y se ofreció para cargar algunos bultos para él.

Por eso, cuando Burskin regresó a buscar otra carga, guiando al burro delante de él, Sue lo acompañó, siguiéndolo por la vereda que conduce al campo de Burskin, semioculta por las largas hojas de caña que crecen a ambos lados.

Llegaron al claro donde estaba la pila de cañas. Gruesos, jugosos trozos largos acortados por el trapiche. Cañas de todos colores: medialuna, ceniza, amoryoro, cristalina, caña palo. Era buena tierra cañera, tierra oscura, fértil.

Los cortadores, dos de ellos, habían amontonado una espléndida pila y ahora estaban cortando del otro lado del pequeño arroyo que se oía a través del campo. Sue y Burskin no podían verlos por encima de las altas cañas, pero la agitación de las largas hojas cuando los machetes golpeaban sus raíces indicaba dónde estaban. Cantaban en el dialecto de la isla:

Corta la caña, muchacho, ay corta la caña,
Túmbala, túmbala, túmbala y pon
pa’ la gente de un pueblo azúcar y ron,
pa’ Gingertown, Gingertown, Gingertown.

Aguardiente suave, muchacho, ay corta la caña,
bebe, bebe, bebe y pon
pa’ la gente de un pueblo azúcar y ron,
pa’ Gingertown, Gingertown, Gingergown.

Los cortadores reformaban nuevos versos a medida que cantaban y de los campos vecinos otra voces se oían juntándose a las suyas.

Sue se sentó despatarrada sobre las tibias hojas dobladas por el sol y chachareaba con Burskin, mientras el burro se alimentaba de los retoños de caña. Ella era de esas mujeres que podían hacer que un joven les dijera todo acerca de él sin estar consciente de hacerlo. Burskin le dijo a Sue que no había conocido todavía una muchacha que quisiera para novia y que nunca había estado con una.

—¿Ni cuando ‘tabas en Gingertown?

Burskin dijo que no.

Su conversación se acalló torpemente. Entonces Burskin observó que habían permanecido juntos largo tiempo y comenzó a cargar el burro. Mientras cargaba, habló entusiasmado sobre un trozo de caña negra que había hallado, diciendo que era la que quería para su abuela, porque ella no tenía dientes y ese trozo era blando y muy jugoso y podía masticarlo fácilmente con sus encías.

—Dámelo —dijo Sue.

—No, es pa’ abuela. Tú tiene bueno diente pa’morder cualquier tipo ’e caña.

Sue se levantó de un salto, amenazando con arrebatarle la caña al fornido Burskin. Ella trató de agarrarla y los dos se abrazaron y lucharon, Burskin entrando en calor alegremente y produciendo un cacareo bajito. Entonces Sue lo empujó y rodaron y rodaron una y otra vez sobre las crujientes hojas. Y en un momento raramente silencioso sus bocas se encontraron y él sintió un extraño y dulce temblor que lo despertaba a esa nueva experiencia.

Esa semana de fabricación de azúcar fue la más deliciosa en la vida de Burskin. El aroma de guarapo bullendo para convertirse en caliente azúcar parda en las enormes calderas era más dulce a sus fosas nasales que en cualquier otro tiempo. Y trabajaba con un nuevo brío, sacando a palas el azúcar tibia de los anchos enfriadores de madera y envasándola a cucharones en latas para el mercado. Su abuela percibía un sonido diferente en su andar por la casa, destacaba la expresión cambiada de sus rasgos y sabía que algo le había ocurrido a él.

Pronto Burskin se convirtió en un visitante asiduo a la casa de los Turner. Y además de su intimidad con Sue, Turner le mostraba las más amistosas consideraciones. Turner aceptaba habitualmente a cualquier persona que a Sue le gustara. Y como Burskin era callado y trabajador en el modo que lo era Turner, los hombres tenían mucho en común.

Iban a pescar y cazar pájaros juntos. Y cada domingo Burskin participaba de la cena de la familia Turner. El domingo era el gran día de invitados del pueblito. Y una invitación a una buena cena se esperaba ansiosamente de aquellos que iban al lejano mercado de fines de semana y traían comestibles especiales como jamón, quesos y cosas enlatadas del pueblo.

Desde el inicio de su amistad con la familia, cada vez que Burskin tenía que ir al mercado distante con azúcar o ñames lo hacía en la carreta de Turner. Sue iba frecuentemente con la carreta en lugar de su esposo. Y Burskin iba con tanta frecuencia como lo hiciera ella y encontraba él cosas que vender. A veces era muy poco de lo que se podía disponer en el mercado local. Pero naturalmente Burskin prefería ir al mercado distante siempre que Sue fuera. Así que usualmente tenían el fin de semana libre para ellos, pues las carretas salían de la zona montañosa para el mercado los viernes y regresaban al amanecer del domingo. Se necesitaba un día de más cuando iban al mercado de la ciudad.

Más que a ningún otro de los admiradores de Sue quería Turner a Burskin, a quien trataba como a un hermano. Cada uno ayudaba en los trabajos del campo del otro. Los campesinos amistosos tenían la costumbre de prestarse días a unos a otros. Burskin le prestaba a Turner un día, cortando plátanos o sembrando ñames, lo cual devolvía Turner con su jornalero cuando Burskin estaba limpiando tierra para maíz o haciendo azúcar. Fue incluso Turner el que sugirió a Sue que alguna vez debía llevarle una comida hecha en casa a Burskin, como un cambio del rancho cocinado en el campo, pues su abuela estaba muy vieja para hacerlo.

Turner nunca se cansaba de Burskin y sus visitas constantes, pero estas comenzaron a irritar a Sue después de un tiempo. La amistad íntima duró desde el final de la temporada de lluvias en octubre hasta la Pascua, cuando Burskin halló un rival en el alto y brillante negro Johnny Cross, el cual había llegado desde Panamá con llamativos trajes de estilo americano y reloj y cadena y sortijas de oro español.

Johnny Cross fue bien recibido por muchas de las familias del lugar con festines de violín y comidas. Fue en la noche de una de las fiestas de té (así llaman los bailes al aire libre en el pueblito) con entrada libre, y los ingresos vinieron de la venta de pasteles de original elaboración puestos en subasta y comprados principalmente por los jóvenes para sus enamoradas. En estas fiestas hubo dos tipos especiales de pasteles, uno hecho en forma de corona y el otro como una puerta, que representaba la corona y la puerta del pueblito. Los jóvenes principales de un pueblo frecuentemente se unían para evitar que alguien de fuera se llevara la puerta o la corona.

Sin embargo, Johnny Cross contaba con más dinero del que los jóvenes del pueblo podían reunir en un año. Compró el pastel de la corona y se lo regaló a la reina de la caseta de palma como un gesto de delicadeza, y compró la puerta se la dio a Sue. Y esa noche bailó con Sue casi todo el tiempo y casi la mayoría de la gigas montañesas. Ella era una bailarina resistente y giraban enérgicamente en torno al recio poste de bambú en el centro de la terraza que sostenía la barraca de palmas.

Sue estaba evidentemente preocupada por las impertinencias de amante primerizo de Burskin. Este aparecía en los momentos más embarazosos cuando ella estaba con Cross: bajo el puente, al anochecer, cuando ella regresaba de compras o a la sombra del gran algodonero a altas horas de la tarde cuando volvía a casa del campo. Abiertamente Burskin los estaba observando. Además, se portaba insolente cuando visitaba la casa de ella y veía a Johnny Cross allí.

Para el neutral Turner, Johnny Cross era igualmente bienvenido tal y como lo había sido Burskin y todos los anteriores amigos de la famlia.

Sue decidió sacarse a Burskin de encima y comenzó a hacer de las suyas. Anunciaba que iría al mercado distante y Burskin reunía lo mejor de su campo para ir también. Sin embargo, cuando la carreta estaba totalmente cargada para salir, ella simulaba que se sentía mal y su esposo tenía que ir en su lugar. Tres veces utilizó este truco. Y a la cuarta vez, Burskin asombró a todos en el sitio de carga al renunciar ir al mercado en el último momento y pedirle a Turner que le liquidara sus cosas.

Esa noche, tarde, delirando de celos, Burskin fue a casa de Sue y casi derribó la puerta del frente con el puño, esperando hallar a Johnny Cross allí. Sin embargo solo aparecieron los dos niños atemorizados, pues Sue se había ido a un baile en otro pueblito con Johnny Cross. Burskin no pudo dormir esa noche, sino que rondó como una bestia furiosa de un lado a otro del poblado.

En la mañana se había calmado y decidió ir y rogarle a Sue que fuera buena con él de nuevo, como en los viejos tiempos. No obstante, los niños le habían contado a Sue lo que había sucedido cuando ella llegó a casa poco antes del amanecer del sábado, y eso la encolerizó totalmente contra Burskin. Y cuando él fue a su casa esa mañana, Sue lo echó como a un perro. Burskin intentó defenderse ante ella, pero Sue agarró l a paleta de lavar ropas y amenazó con reventarle los sesos is no abandonaba el lugar.

Burskin salió de la casa de Sue hacia el bar, donde bebió hasta emborracharse y estalló.

Al volver a casa Turner el domingo en la mañana y escuchar lo que había sucedido, su ira fue terrible. Más terrible porque él no sabía expresarla como Sue. Había aceptado a Burskin como un buen tipo, como un amigo de Sue y la familia, y nunca había demostrado que supiera de alguna relación irregular entre él y su esposa, y parecía increíble que el muchacho quisiera sacar esa vil ventaja de su hospitalidad al revelar las intimidades de él y Sue en público. Las monedas de plata que había traído del mercado para Burskin parecían metal quemante en sus manos. Las llevó hasta el bar y las dejó al cuidado del barman. Los hombres del pueblito se dieron cuenta del silencioso cambio de Turner, su profunda ira, y no podían decirle ni una sola palabra decente al respecto. Estaban avergonzados de pensar en esto. Turner estaba decidido a «llevar a Burskin ante el juez». Fue todo lo que dijo.

Burskin reaccionó al presentar una contra-demanda a Sue por atacarlo y herirlo.

De este modo esperaba que Turner retirara su queja, porque en su corazón no albergaba ninguna ira verdadera contra Sue, aunque se hallaba bastante magullado. Sin embargo, la colérica mano de ella puesta sobre su cuerpo pareció haberlo refrescado y sanado de su problema y ahora anda por ahí como un perro apaleado.

Sue era una feligresa de la iglesia del pueblo. Tras el matrimonio con Turner, fue bautizada en el río Caña y recibida en la iglesia. No obstante, el pequeño pastor mulato nunca la había aceptado. Era implacable contra el pecado de fornicación. No predicaba un sermón en que los fornicadores no salieran a colación. Una vez había dicho un sermón mencionando a la pobre vieja Ma Jubba, quien vivía en una choza de barro de una sola pieza con sus dos hijos y sus concubinas. El pastor dijo que no había oído que Ma Jubba dormía en la misma cama que su hijo mayor y su mujer, y al parecer sentía un placer pecaminoso en el pecado de su hijo.

Ma Jubba era tan vieja y canosa y desdentada y doblada sobre su pulido bastón de bambú, que nunca se le había metido en el sentido común del pueblito que pudiera haber algo malo en que ella durmiera en la misma cama de hojas de plátano con su hijo y su concubina. Tuvo que el joven pardo graduado del colegio bautista pensar y declararlo públicamente.

Su abuelo había dormido de ese modo en la vieja plantación esclava. Y quizás era tan inflexible contra la fornicación, porque todos sabían que era producto de esta, como hijo de la sirvienta negra y el cuarentón capataz de la finca del Valle de las Cañas. Era casi un niño cuando su madre se volvió respetable al casarse con un tendero de Gingertown.

El joven pastor no era tan del agrado como el anterior hombre blanco. Los campesinos decían que era un entrometido pretencioso, y que era astuto y práctico y lleno de ardides sagrados. Había una anécdota de cómo, habiendo su caballo comido hierba mora, le dio estimulantes y apresuradamente lo montó hasta el mercado de caballos, a nueve millas de distancia, para cambiarlo por otro. Cambió el caballo por otro y, esa misma noche, murió en las manos del nuevo dueño.

El pastor consideraba que era su deber echar a Sue de la feligresía. Y lo hizo públicamente. Nunca dejó suficientemente claro si lo hizo porque Sue había golpeado a Burskin o porque Burskin había calumniado a Sue. Burskin no era una oveja del rebaño y no se podía ocupar de él. Turner se puso muy airado y dijo que jamás pondría un pie en la iglesia de nuevo.

Sue se sentía un poco preocupada por su esposo. Era un gran puntal para ella. Ciertamente nunca soñaría en compararlo y mucho menos cambiarlo por ninguno de los jóvenes con los cuales ella coqueteaba. ¿Qué otro en esa cima de montaña le podría dar la sólida seguridad y libertad que Turner le daba? Conocía la historia de su madre y de su propia niñez. Turner había acogido la hija de ella con Sam Bryan como propia. Él la iba a educar un poco y cuán orgullosa no estaría ella de ver a su hija convertirse en jefa de correos o en una maestra. Y como Turner nunca le reprochaba, ella pensaba en ocasiones, cuando una ola de sentimiento la embargaba, lo bueno que hubiera sido si su voluntad hubiese sido tan fuerte como su cuerpo para evitarle a él todo ese dolor y vergüenza. En tales momentos ella experimentaba un profundo y mortal odio hacia Burskin. En cuanto a este, cada vez que descubría a Sue o a su esposo en algún sitio, apresuradamente desaparecía para evitarlos. No era que tuviera tanto miedo a la violencia física como que ahora estaba completamente avergonzado de su alocada actuación. Intentó, a través de intermediarios, hacer que Turner transigiera, pero Turner respondía que Burskin había propasado el punto en que ningún hombre podría transigir con él. Así como Burskin aparentemente había creído que solo descubriendo a Sue públicamente podría aliviar su vanidad herida, de igual modo Turner debió haber tenido un ligero sentimiento de que su decisión de acudir a las leyes y emplear dinero en esto lavaría su desgracia. Había pagado ya cinco guineas por honorarios de juristas y había hablado de traer un abogado de la ciudad, pero Sue se había opuesto a eso.

Durante el intervalo antes de la fecha fijada para la vista del caso, Sue estuvo raramente inquieta. Desarrolló la manía de acarrear pesadas cargas en la cabeza, aunque estuvieran los mulos y caballos de Turner para hacerlo y una muchacha que vivía y trabajaba con ellos por su sustento. Traía gruesos troncos para leña desde el bosque e insistía en cortarlos y rajarlos ella misma. Llevaba en su cabeza cestas de ñames y racimos de plátanos como si pesaran lo mismo que una almohada de plumas. Montaba el feroz mulo coceador subiendo y bajando las montañas del mercado local hasta que la bestia sudaba blanco. Trabajaba en los campos como nunca antes, cavando y sembrando como un hombre enamorado de su tierra. Sue solía echar apuestas a veces para demostrar que podía igualar e incluso superar el trabajo de un hombre, pero la forma en que seguía haciéndolo ahora parecía algo loca. Como si quisiera agotar toda su espléndida energía.

Un mediodía, subía la loma de regreso del río con una batea rompe-espaldas llena de ropas húmedas y un dolor tremendo la acometió en el ascenso. A duras penas logró llegar al cobertizo y entonces no pudo alzar la batea para bajarla. La lanzó desde la cabeza rompiéndola. Cuando Turner y su jornalero negro llegaron a casa desde el platanal y los dos niños de la escuela para almorzar, no hallaron comida, sino cenizas apagadas en el fogón y a Sue quejándose en la cama como un dolor aniquilador en el centro de su vientre.

Consiguieron algún medicamento con el farmacéutico local y mandaron a buscar el médico de Gingertown. Gingertown se hallaba a trece millas de distancia. El mensajero volvió para decir que el doctor había sido llamado desde un sitio distante y posiblemente no podría venir a ver a Sue hasta la siguiente mañana. Toda esa tarde, las señoras y concubinas y señoritas del pueblo desfilaron hasta la casa de Sue para ofrecer consejo y ayuda. Y a medida que la noticia corrió llegaron más desde los poblados vecinos. Las autoridades de la iglesia también vinieron a observar y rezar. El dolor nunca remitió ni los quejidos de Sue y, a veces, este se clavaba punzante en lo más hondo de ella y gritaba espantosamente.

Llegó la noche y en medio de su sufrimiento, la gente empezó a rumorar que Burskin debió haber empleado la brujería con Sue. Sin embargo, Sue lo oyó y susurró que era una enfermedad natural. La mujer que la sostenía en sus brazos dijo que había dicho algo sobre un aborto. Y las mujeres comenzaron a especular en voz baja si Sue no habría estado embarazada de Burskin y se habría deshecho de la criatura por su odio hacia él.

Cerca de la medianoche, Sue le hizo señas a Turner que se acercara a la cama y trató de abrazarlo. Las mujeres se rieron y le gritaron a Sue: «¡Qué vergüenza!», y Sue rió sardónicamente y falleció en medio de la risa.

El doctor vino en su calesa por la mañana solo para dar permiso para el entierro. El agente de policía rural había insinuado hacer una autopsia, pero Turner dijo que no quería que su esposa muerta fuese acuchillada y descuartizada, así que el doctor consideradamente dio su permiso para el sepelio. Sin embargo, la mayor parte de la gente murmuró contra esto, inclinados a favor de una autopsia, de manera que pudieran saber exactamente qué le había sucedido a Sue. Fue siempre tan vital y enérgica y sin embargo había muerto de esa forma. Había algo de misterio en su muerte y esto era inquietante.

La enfermedad y la muerte de Sue había brindado la oportunidad para un gran homenaje a su popularidad. Toda la cordillera quedó vacía para acudir al entierro. A pie, a lomos de mulo, a caballo. Había suficientes carpinteros y enterradores como para fabricar y cavar media docena de ataúdes y tumbas. Prósperos campesinos trajeron serones de comida sobre mulos. Se mataron cerdos y cabras. La señora Bryan, como muchas mujeres, enormes calderos de comida y cerdo asado y pescado salado. Y la multitud era servida en una barraca sobre la terraza.

Se tuvo como una señal por los campesinos que el entierro de Sue hubiera tenido lugar el mismo día que debió celebrarse el juicio. Algunos habían sugerido realizar un oficio religioso. La muchedumbre era tan cuantiosa que habría desbordado la iglesia y hecho una espléndida procesión.

Sin embargo, el pequeño ministro pardo estaba terriblemente solemne y tranquilamente descartó un oficio religioso, y Turner recordando que Sue recientemente había sido expulsada de la feligresía, no insistió. Todo lo que quería era un sepelio decente.

El oficio se realizaría sobre la tumba y esta se cavó justo al lado del jardín de Sue. No obstante, en lugar de los consoladores himnos fúnebres como «Cruzando el Jordán», «En las puertas del Paraíso» y «Los ángeles esperan para recibirte», el párroco escogió unos infernales como «Muy tarde, muy tarde», «Pecadores, arrepiéntanse» y «La última alma».

La multitud se sintió rara cantando los himnos y un sentimiento de congoja inminente circuló comunicándose por toda ella. Para su lectura, el pastor escogió «La higuera estéril». Mas, antes de iniciar el sermón, empezó a balancearse y a dar palmadas y comenzó a cantar de nuevo: «Reconcíliate con Dios antes que mueras y vayas al infierno».

Reconcíliate con Dios antes que mueras,
antes que vayas al infierno.
Reconcíliate con Dios.

Y cuando el himno terminó, el pastor elevó sus manos y lo acometió un ataque de saltos, gritando: «Oh Dios, ella ha ido al infierno. Murió en pecado y fue al infierno. Sue Turner se ha ido al infierno».

El miedo y la confusión estremecieron a la muchedumbre. Nunca antes en la historia de las colinas la gente negra se había reunido en torno a una sepultura y oído al predicador condenar un alma al infierno. Ni incluso cuando era un suicidio.

En medio de sus payasadas sagradas, Turner fue hasta donde el pastor, sacudió el puño ante su cara y dijo:

—Sue no fue a ningún infierno.

El pastor gritó más alto:

—Se ha ido al infierno.

Pero Turner lo agarró y lo empujó y dijo:

—Aléjate de la tumba de mi mujer. No te metas donde no te llaman.

Un enorme murmullo de simpatía recorrió la multitud.

El pastor gritó:

—Pecadores, arrepiéntanse.

Pero Turner gritó:

—No voy a dejar que tenga’ ninguna reunión de evangelistas sobre la tumba de mi e’posa. Vete. Enterraré yo mi’mo a mi e’posa.

El pastor se retiró y, en medio de la conmoción, alguien gritó: «Si Sue fue al infierno yo voy pa’allá también», y tuvieron que sujetarlo de lanzarse dentro de la tumba abierta. Era Burskin.

Turner ocupó el puesto del pastor junto a la tumba de su mujer. El único antecedente de esto fue en los días iniciales de la religión entre los esclavos liberados de las montañas, cuando un diácono negro insistió en sepultar su propia madre porque dijo que quería hacer la última cosa buena por ella.

El reservado Turner extrañamente se volvió locuaz. Escogió como su texto «Soy la resurrección y la vida». Sin embargo no pronunció un sermón normal. En su lugar, invitó a aquellos que tenían alguna queja contra Sue a decirla en ese instante. Y como nadie dijo nada, invitó a aquellos que tenían algo que decir a favor de Sue a decirlo.

Mamá Buckram salió a contar, en su cascada voz adelgazada por los años, el modo en que Sue le había cuidado durante su último ataque de reumatismo. Y Hiede-suave, que había tenido un niño y no sabía quien era su padre, tuvo un ataque de llanto al decir que había sido Sue la que los había estado ayudando regularmente. Y entonces todas las mujeres, llorando y gimiendo, querían rendir tributo a la generosidad de Sue; mejor que como lo hubieran podido hacer ellas mismas.

Y el pánico del fuego infernal aflojó su garra sobre la muchedumbre. Y hubo cantos e himnos consoladores, himnos esperanzadores, y congregación de lágrimas de despedida.

El ataúd fue colocado en el hoyo y Turner arrojó el primer puñado de tierra diciendo: «Cenizas a la ceniza, polvo al polvo». Y estaba consciente de que Burskin estaba a su lado, lloriqueando como un niñito. Y sintió compasión por él.

La tierra fue paleada y Turner sintió la primera palada de tierra que cayó sobre la caja como un sonido pesado en su corazón. Pero permaneció todo el tiempo sin lágrimas hasta que la tumba estuvo rellena y hecha un promontorio, y orlada de flores y dos llameantes siemprevivas sembradas en la cabecera y a los pies. Entonces extendió sus manos y dijo: «Señor, deja a tu sierva ir en paz».

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yo gritéeeéeeeéeeé: ¡ay! la culeeeeeebra…