Una farsa irlandesa

Tomás Richards
Chicas
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7 min readJan 6, 2023

Por Harvey Pekar

Una de las cosas buenas del trabajo freelance en oposición a estar contratado en la plantilla de una revista o un diario es que podés escribir sobre lo que te gusta. Cuando estaba en el plantel de reseñistas de la revista Down Beat en los sesentas, me mandaban toda clase de discos mediocres que no tenía ganas de criticar. A veces una publicidad negativa puede ser mejor que ninguna clase de publicidad, pero a mí no me gusta menospreciar a la gente o insultarla con elogios vagos. Así que prácticamente todos los libros y discos con los que me meto son aquellos que pienso que tienen algún mérito, muy a menudo de gente que no goza de notoriedad.

De vez en cuando, sin embargo, aparece un músico o escritor que me parece tan sobrevalorado, no solamente por el público masivo sino también por los “expertos”, que resulta obsceno –hombres y mujeres que ganan premios Nobel y Pulitzer, íconos cuyos ingresos y posición no se verían afectados por una mala reseña de ningún crítico. A esos los considero un juego justo. Así es que hace unos años lancé la campaña “salvemos al mundo de Thomas Pynchon”, una síntesis de lo que fue mi reseña de su Mason y Dixon, que se publicó en The Austin Chronicle y el Cleveland Downtown Tab. El asunto causó sensación, llevándome a participar en un programa de radio local y generando la reacción de alrededor de siete personas. Algunos conocidos, después de un obligado juramento de silencio, admitieron que ellos tampoco soportaban a Pynchon. Hubo cartas hostiles también, una de un escritor que se identificó como Anón I. Mo. Otro escritor, después de admitir que dos libros de Pynchon eran “inspirados pero ciertamente fallidos” y otros dos estaban “desprovistos de pasión, propósito y profundidad”, perdió la chaveta porque a mí tampoco me gustaba el libro restante, El arcoíris de gravedad, que acarrea las mismas fallas que los otros. Fue tan lejos como para llamar a “la mayor parte” del Ulises de Joyce, que yo elogié, “tediosa basura autoindulgente” y proclamó que yo envidiaba a Pynchon. Si tuviera envidia de alguien, sería de Joyce. ¿Por qué pensaría ese sujeto que yo estaba celoso de Pynchon? Quizá creyese que a mí no podía preocuparme Joyce, habiéndolo sobrepasado ya hace mucho tiempo en autoindulgencia, y en cambio envidiaba a Pynchon porque lidera la manada en ese importante terreno. En cualquier caso, deseo mantener mi posición como “el cascarrabias favorito de Estados Unidos”, y con el programa de Andy Rooney[1] ya por empezar no puedo darme el lujo de ahuyentar a nadie, así que ahora alabemos a los novelistas anónimos.

Empecemos con Roger Boylan, autor de Killoyle: una farsa irlandesa. Califica entre las más impresionantes novelas escritas por un norteamericano en los años recientes. Localizada en el balneario irlandés de Killoyle, su protagonista trabaja y deambula alrededor de un hotel local, Spudorgan Hall. “Como el Castillo Drácula o la mansión Bates en Psicosis, Spurdogan Hall se destacaba en marcado relieve sobre su imponente cuesta, iluminado en el resplandor del relámpago que alternaba con el gruñido de barril y el asmático carraspeo de distantes (pero cada vez más próximos) truenos.” Aunque Boylan nació en Estados Unidos y ahora reside en San Marcos, Texas, de chico se movió mucho con su familia y pasó una buena cantidad de tiempo en Irlanda. En consecuencia sus mayores influencias incluyen al Samuel Beckett temprano y a Flann O’Brien. Ahora tiene 46 años, así que le llevó un buen tiempo llegar hasta esta, su primera novela. A lo largo de ese camino nuestro hombre trabajó como traductor, maestro, técnico en computación y editor literario.

Boylan tiene mucho a su favor. Es un escritor fluido, especialmente en el área de la sintaxis. Por ejemplo usa largas y complejas frases, pero uno no nota su extensión ni su complejidad porque están puestas juntas con solidez. Por lo tanto, si bien Killoyle… representa un desafío en algunos aspectos, es de suave, fácil lectura, o al menos no implica dificultades innecesarias. Son también notables la frescura de la imaginería de Boylan, sus metáforas y comparaciones. No enfatiza una poesía en prosa, pero escribe vívidamente: “La tormenta escupió su última bilis en un triple asalto coreografiado, que comprendió un cegador destello de luz con Dios en los timbales y una ráfaga de viento con fuerza de vendaval en el mar. Los árboles bostezaron y temblaron, las líneas telefónicas flaquearon y se dispararon, la lluvia siseó y escupió, los borrachos orinados se acurrucaron en los portales, los periódicos atravesaron las calles como fantasmas malogrados…”

Junto con su suavidad, la prosa de Boylan se distingue por su rítmica musicalidad. Su oído fino y su memoria auditiva le permiten escribir excelsos diálogos fonéticos. Aquí, por ejemplo, está el sacerdote retirado P. J. McCarthy, un dublinés que pasó muchos años como misionero en China sosteniendo una avanzada en el río Yangtze Chang mientras bebía té verde: “Treinta y nueve veces el tamaño del Liffey, ¿sabías eso? No te miento. Ah, esos eran los días, ¿sabés?, oh sí, eran los días, oh sí. Ahora, por supuesto, en esos días nadie tenía un teléfono, para nada, seguro. Dios los bendiga, eran los notables, los que sobresalían, oh sí. Pero Dios los bendiga a todos ellos de cualquier modo y a ti mismo. Cristo, este té verde es algo horrible. ¿No quisieras tomar un poco de Early Grey decente?”[2]

Nótese que al reproducir el acento de Dublín Boylan escribe “este” y “aquel”, y multitud de “tús”[3] pueden encontrarse también a lo largo del libro. Los inmigrantes dublineses tuvieron una fuerte influencia sobre los dialectos de los estadounidenses pobres y de clase trabajadora y si más gente reprodujese el inglés de Dublín de la forma en que Boylan lo hace este hecho podría ser mucho mejor conocido. Cuando ya uno se metió en Killoyle, se vuelve obvio que Boylan es un tipo bien informado, con referencias a libros, música, sucesos políticos o lo que sea. Integra todo esto de forma muy amena al texto, al contrario del señor Pynchon, que mata su propia narrativa para dar un capítulo entero acerca de la historia de los copos de arroz con la intención de dejar ver sin lugar a dudas que es un intelectual peso pesado. La cosa es que, si uno está enfocando toda su inteligencia en una novela, realmente ayuda una narrativa fluida y no tan obvia. La técnica no es un fin en sí mismo; ha habido un montón de buena ficción, sobria, casi rudimentaria, pero si sos un escritor un tanto torpe y poco sutil como Pynchon podés terminar haciendo un trabajo pretensioso incluso aunque demuestres tu familiaridad con el rock and roll y las costumbres de las bandas de motociclistas. En Killoyle Boyland lidia con muchos personajes, alternando su foco entre ellos. Está Miles Rogers, un encargado de salón aspirante a poeta; el respetable Emmet Powers, gerente del hotel; Wolfetone Grey, cabeza de la cocina, bromista telefónico y predicador de un credo religioso que sostiene que nuestra atmósfera es una cortina de humo detrás de la cual está el “Mundo Cercano” poblado por los “Elegidos de Dios”, que le brindan iluminación a una élite de 104.000 humanos cuyos apellidos empiezan con G; el Padre Phil Doyle, que desaprueba el rumbo del mundo moderno pero conserva la fe porque sin ella se derrumbaría; el rapaz hombre de los bienes raíces Thomas “el Griego” Maher; y Kathy Hickman, periodista y objeto de codicia y afecto de muchos hombres.

Con frecuencia Boylan introduce notas al pie en su texto, en las cuales un obstinado octogenario comenta los procedimientos de la novela. De hecho, las notas concluyen el libro con: “Ya he tenido suficiente, Cheerio”.

Mucho de Killoyle es farsesco y bastante humorístico, pero en medio de eso Boyland hace perspicaces observaciones acerca de la condición humana. A veces las miradas de sus personajes están asentadas de modo directo: “Por mucho que amase los aspectos más soportables de la vida, el padre Doyle detestaba su degradación general, y la televisión era el elemento más degradante después del ateísmo manifiesto, la politiquería, el robo y cuestiones similares; era el alma misma de la cultura popular (¿o debería decir “su suelo”, como en la noche?)[4] y pocas cosas despertaban en él un sentimiento tan agudo de repugnancia y traición. ¡Ah, la cultura popular! Cuando leía los diarios o… miraba la caha boba o escuchaba la radio… se sentía desnudo y solitario en una arena iluminada de clamor y aspereza y –lo peor de todo, la moda, todos ellos enemigos de la espiritualidad y el arte y lo eterno…”

Aunque no son importantes, acá hay algunas fallas. Algunas de las notas al pie que se supone que deberían ser divertidas son meramente odiosas, y la novela se queda sin fuerza en la parte final cuando los destinos de los personajes se clausuran de manera apresurada.

¿A dónde irá Boylan desde acá? Tiene una mayor y más variada experiencia de vida que la que tenía la mayoría de los escritores cuando publicaron su primera novela. Ahora Boylan está trabajando en un segundo libro. Con algo de suerte será por lo menos tan bueno como Killoyle y en él Boylan revelará todavía más su habilidad literaria y el conocimiento que lleva acumulado.

Harvey Pekar

Austin Chronicle

2/10/1997

[1] Andrew Aitken “Andy” Rooney (14 de enero, 1919–4 de noviembre, 2011) fue un escritor de radio y de televisión estadounidense. Fue famoso por su emisión semanal denominada “Unos pocos minutos con Andy Rooney”, un segmento del programa “60 Minutes” de la CBS News desde 1978 a 2011.

[2] Fragmento fonético intraducible, al menos para mí: “Turty-noine toimes da soize a da Liffey, didcha know dat? No foolin’, game ball. Ah, dose were de days, don’t you know, ah yiss dey were dat, so dey were, ah yiss. Now, a course in dem days, nobody owned a tellyphone achall, achall, ah shure, God bless ya dey’re quare wans, de yeller men, ah yiss, but God bless da lotta dem anyhow and yerself, ay-men. Chroist, dis green tay’s afful stuff. Woncha have some daycent Arl Grey?”

[3] Intraducible también: “dis” por “this”, “dat” por “that” y “youses” como plural de “you”.

[4] Juego de palabras entre soul/alma y soil/suelo.

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