Ars literaria

Sebastián Robles
Chicas
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7 min readJun 12, 2024

1.

El dueño de una cueva se anotó en un taller de escritura. En la primera reunión, contó que empezó a escribir cuando abrió su cuenta de LinkedIn. Daba consejos financieros y narraba anécdotas sobre la compra y venta de divisas en distintas épocas del país.

Recibió muchos likes y comentarios. La gente pedía más, así que últimamente hablaba de sus viajes y evaluaba contar el nacimiento de su primer nieto.

-Ahora quiero escribir mi autobiografía -dijo.

Los demás escuchaban sin decir una palabra. Una vieja rompió el silencio:

-¿Es la cueva que está sobre Triunvirato?

El cuevero asintió, incómodo.

-Yo voy siempre -dijo otra-. Me queda cerca.

Todos rieron, menos el cuevero.

Un rato después, leyó un cuento en el que relataba la primera vez que vio un millón de dólares. Los otros elogiaron algunos diálogos y la voz del narrador. Quedó conforme, aunque se había preparado para más críticas. A la salida, las dos viejas y el tallerista le hicieron comentarios adicionales que resultaron interesantes. Él corrigió algunas cosas del cuento, lo publicó y recibió felicitaciones de colegas, parientes y hasta de un par de desconocidos.

El procedimiento se volvió habitual. El cuevero valoraba los aportes de todos, incluso los de José, el tanguero trotskista, que ejercitaba con él sus críticas más líricas y demoledoras.

Un día, después de dos o tres meses, le propuso al tallerista financiar una antología con los mejores textos del taller.

-Tienen que estar todos -enfatizó.

La idea fue aceptada con entusiasmo. Durante el año, el grupo escribió y seleccionó los cuentos. Casi al final, le preguntaron al cuevero si no quería incluir dos cuentos de su autoría en lugar de uno solo, como los demás. Él declinó la oferta con amabilidad:

-Somos todos iguales -dijo.

Mientras tanto, la autobiografía avanzaba. La lectura de algunos autores desconocidos por él hasta entonces, como Juan Rulfo y Raymond Carver, abrieron nuevos caminos a su prosa, que se había vuelto más enigmática y elusiva.

-Una maravilla -decían en el taller.

Hasta que un día, anunció que la publicación de su autobiografía era inminente. Para entonces, tanto el tallerista como sus compañeros, incluso José, recibían cotizaciones diferenciales. Todos lo felicitaron.

El libro fue presentado en una librería del centro por el tallerista y un poeta amigo del cuevero. Luego de la charla, tomaron vino y comieron sándwiches de miga. Las dos hijas se sacaban fotos con el libro de su padre, que miraba a cámara con una mezcla de orgullo e incredulidad.

-Increíble -opinó la que trabajaba con él.

-Deberías dedicarte a esto -dijo la otra, que había estudiado Sociología.

El cuevero vaciló, como si le hubieran leído la mente. Muchos años atrás, cuando recién salía al mundo, su primer jefe le había dicho las mismas palabras, luego de notar la facilidad con que realizaba transacciones financieras. Él, que era huérfano, lo había adoptado como un mandato. Se independizó rápido, puso su primer local en Lavalle y Esmeralda y desde entonces no paraba de crecer. Se lamentó de no haber contado la anécdota en el libro.

-Tengo que escribir otro -dijo.

2.

Arrancó motivado con el segundo libro, pero la escritura no le resultó tan fácil como antes. La crisis coincidió con dos corridas cambiarias, una de las cuales amenazó con llevarse puesto al gobierno. Sus palabras sonaban torpes, de principiante. Se propuso dejar el taller, pero ya había largado el cigarrillo y abandonar ambas cosas al mismo tiempo era demasiada pérdida, así que pensó en contratar a un escritor fantasma.

Se lo había recomendado Horacio Ponce de León, el director de la revista literaria que financiaba.

-Es mi sobrino -dijo-. Escribe para los conductores de televisión, pero además publicó dos novelas propias.

El cuevero las compró en la Feria del Libro. El autor, amable, firmó ambos ejemplares, pero él no reveló su identidad ni mencionó la conversación con Horacio. Quería leerlo antes de iniciar cualquier relación.

La primera novela le pareció correcta. Había sido escrita a los veinticinco años, según informaba la solapa. A esa edad, el cuevero aprendió a manejar una máquina de soldar eléctrica para ampliar la caja fuerte donde almacenaba los billetes sin recurrir a herreros indiscretos o de intenciones dudosas. La había instalado en un subsuelo construido con sus propias manos, debajo del tanque australiano de sus padres, en la casa de Bernal.

Quedó deslumbrado por la segunda novela, publicada cuando el escritor fantasma tenía treinta y dos años. Para entonces, él compraba la casa en la que habían crecido sus hijos y que todavía habitaba junto con su esposa, un chalet de dos plantas con quincho y pileta al fondo. En las vacaciones leía novelas de Sidney Sheldon y pensaba que eso era literatura. Era infeliz sin saberlo.

El escritor fantasma, en cambio, hablaba en su propio idioma. Su novela contaba la historia de dos hermanos que actuaban, cada uno de ellos, como el reverso del otro. La anécdota era la excusa para el despliegue de recursos narrativos que despertaron la envidia y admiración del cuevero: diálogos que pintaban a los personajes con una o dos palabras, una prosa sobria pero elocuente cuando hacía falta y una trama subordinada a los ritmos y a la melodía del lenguaje.

-Es un distinto -le dijo a Ponce de León.

Para la primera entrevista lo citó en la Biela. El cuevero llegó temprano y eligió una mesa afuera, debajo del árbol.

-Yo puedo escribir -dijo, luego de darle un ejemplar de su primer (y hasta entonces, único) libro-, pero necesito que me des una mano. Por supuesto, pagaría tus honorarios.

-Después lo vemos -dijo el escritor fantasma, restándole importancia al tema económico-. ¿Por qué querés escribir otra autobiografía?

-Eso ya está -dijo el cuevero-. Ahora quiero hacer literatura.

Pidieron dos cafés y un tostado.

-¿Cómo te imaginás el libro?

El cuevero suspiró. Se había cruzado de brazos.

-Mirá -dijo sin convicción-, tengo algunas ideas. Te las puedo contar.

El escritor fantasma sonrió. Llegaron rápido a un acuerdo.

3.

El primer cuento escrito en colaboración se llamó “Iris”. Estaba inspirado en una amiga de la infancia del cuevero, que lo leyó en el taller. Obtuvo críticas favorables, como siempre.

-Ahora experimentás con el lenguaje -observó el tallerista.

El cuevero pensó que el cuento le había parecido malo. En realidad, a él tampoco le cerraba. Se lo dijo al escritor fantasma en la siguiente entrevista.

-Yo te hablé de esa chica porque fue un amor imposible -dijo-. El cuento está bien, pero es frío. No le gustó a nadie.

-A vos te había gustado.

El cuevero se puso nervioso.

-Contaste lo que yo dije -concedió-. No es una desgrabación, yo apruebo la técnica, la entiendo. El problema es que no pasa nada.

El escritor fantasma bajó la vista por primera vez desde que se conocieron. Luego recuperó el aplomo.

-Yo creo que la oralidad, tu manera de expresarte es en sí mismo literaria -dijo, solemne-. Sos una voz en busca de lectores.

-¿Cuántos trabajos tenés? -preguntó el cuevero.

Era la primera vez que hablaban sobre la economía del escritor fantasma. Con su esposa, alquilaba un dos ambientes en Congreso. Era profesor de lengua en dos escuelas secundarias. También daba clases de escritura, grupales e individuales. Escribía contenidos para redes sociales, y eventualmente colaboraba con notas de interés general en Infobae. Hacía correcciones y desgrabaciones y estaba por la mitad de las memorias de un periodista deportivo, que tenía que entregar a la editorial al mes siguiente. Sus dos libros se habían vendido bien, uno incluso había sido traducido al portugués, pero él sospechaba que su editor mentía en las liquidaciones.

-Yo te voy a pagar más -dijo el cuevero y triplicó sus honorarios.

Pagó por adelantado, con un fajo que extrajo de la máquina de contar billetes. Esto incomodó al escritor fantasma, que ensayó una protesta:

-Te agradezco -dijo-. Pero mis honorarios los fijo yo.

Dos semanas más tarde, entregó un segundo cuento.

-Es una apuesta arriesgada -escribió en el mail al que adjuntaba un archivo de Word-. Leelo y charlamos.

El cuento, ahora, estaba narrado desde la subjetividad del cuevero. Era el relato en primera persona del nacimiento de su primera hija, durante una corrida bancaria. Él se quedaba en la oficina hasta la medianoche, mientras la bebé lloraba en casa. Se llamaba “Lo efímero”.

-Dejame probarlo -dijo el cuevero.

Lo leyó en el siguiente encuentro de taller.

-Podrías contar un poco más sobre el contexto histórico -dijo el tallerista.

Una vieja recordó un poema de Baltasar Gracián sobre la levedad y el dinero. El resto no dijo demasiado.

En la siguiente reunión con el escritor, el cuevero dijo:

-Necesito algo auténtico.

Y duplicó los fajos.

Pasó un mes hasta que recibió otro cuento. “Es lo mejor que puedo escribir”, decía el mail.

Con la voz de un chico de ocho años, el narrador contaba la muerte de su abuela en un hospital público, y se detenía con morbosa inocencia en el regateo de su padre con un empleado de la funeraria. Al final, en el cementerio, la lluvia los mojaba a todos por igual.

-¿Cómo se te ocurrió? -preguntó.

El escritor fantasma se encogió de hombros con humildad.

-Usé tu voz para contar la muerte de mi abuela.

Se miraron. El cuevero dijo:

-Gracias.

Y se dieron la mano.

-Es una reflexión material sobre la vida y la muerte -aprobó el tallerista, unos días más tarde.

-Me puso la piel de gallina -afirmó una vieja.

-Conmovedor -dijo José, el trotskista.

Todos lo felicitaron.

Como los elogios sonaban sinceros, envió el cuento a un concurso organizado por un Ayuntamiento en Castilla. El premio eran dos mil euros y la publicación en una antología.

Seis meses más tarde, viajó a España para recibir su diploma de ganador. A la vuelta cambió el taller por un curso de cerámica y clases de yoga, y contrató al escritor fantasma para que redactara sus contenidos en redes sociales.

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