Bartók en Nueva York

Sebastián Napolitano
Chicas
Published in
5 min readAug 9, 2019

La epifanía de Béla Bartók ocurrió en 1904, cuando tenía veintitrés años y había ido a un retiro de verano para terminar dos obras de juventud. Por las noches escuchaba en la habitación contigua, donde dormía el hijo de la familia, cantar a la niñera una extraña música modal. Lidi Dósa era una campesina nacida en una remota región de Transilvania y una mañana Bartók la llamó para que cantara una de las canciones que había escuchado. Anotó la melodía, improvisó una armonización en el piano y le pidió que siguiera cantando, sobre todo, las “viejas canciones que había aprendido de su abuela.” Aquella melodía que despertó su atención se llamaba Piros Alma (“la manzana cayó en el barro, quien la recoja obtendrá su recompensa”) y no se parecía en nada al folclore que solía escuchar en los cafés de las zonas urbanas, adaptado al gusto de la burguesía húngara.

“Mis planes cambiaron”, escribió después del encuentro y desde entonces se propuso registrar la música de los campesinos de su país. Los diez años siguientes los pasó viajando con su fonógrafo de cilindros a poblados remotos a los que solo se podía llegar en carro, durmiendo en casas de familia, sobre el piso, lidiando con la desconfianza de los campesinos y las dificultades técnicas. A veces tenía que interrumpir al cantante en medio de una canción para cambiar el disco antes de seguir grabando. Le gustaba contar anécdotas de esa época, como la del día en que un hombre en Darázs se sacó el sombrero delante de su fonógrafo y lo saludó con una reverencia. “No podía imaginar a una persona como él”, dijo alguna vez el compositor Sándor Veress, “que había pasado los días más felices de su vida entre campesinos húngaros, rodeado de calles ruidosas, encerrado en un edificio de Nueva York.”

A finales de 1940, como muchos otros compositores europeos durante la Segunda Guerra, decidió emigrar a Estados Unidos. Él y su segunda esposa, Ditta Pásztory, llegaron en octubre, después de abandonar su casa en la vieja Buda, una casa silenciosa de paredes adornadas con el arte de los campesinos húngaros. De camino a su nuevo trabajo memorizaba con dificultad el nombre de las calles y de las estaciones, alarmado por el crescendo permanente del ruido del tráfico. La Universidad de Columbia había tardado cinco meses en darle un puesto fijo y una oficina oscura y sin ventanas a la que llegaba temprano para transcribir una colección de miles de canciones folclóricas yugoslavas que copiaba nota por nota, reduciendo la velocidad del disco para escuchar hasta la última inflexión de la melodía. Cuando salía tarde de su oficina y cruzaba el pasto recién cortado de la universidad, sentía que estaba en una vieja ciudad europea. Al volver al departamento de dos habitaciones, donde él y su esposa daban clases de piano para llegar a fin de mes, erraba las combinaciones y se perdía durante horas en el subte.

Un año después de su llegada, los Bartók seguían sin adaptarse del todo a las nuevas costumbres y cansados de los ruidos de Forest Hills, decidieron mudarse al Bronx. En el nuevo departamento apenas entraban los dos pianos que habían alquilado para ensayar el repertorio del dúo con el que pensaban ganarse la vida. Al contrario de lo que creían, el puesto en la universidad resultó ser temporario y la gira que la compañía Boosey & Hawkes había programado para su primer año en Estados Unidos tampoco fue muy exitosa. Para los directivos Ditta tocaba mal, Bartók era demasiado parco y resultaba inaceptable que aparecieran sobre el escenario con las partituras y dos asistentes que pasaban las páginas cuando el público esperaba que tocaran de memoria.

Al menos, una vez cumplido el plazo de su colaboración con la Universidad de Columbia, Harvard le ofreció un puesto honorario. Pero de las ocho conferencias previstas en la universidad solo llegó a dar tres. En febrero de 1943 tuvo que ser hospitalizado y, después de una serie de estudios que se encargó de pagar el sindicato de compositores, le detectaron leucemia. Durante los tres largos meses de internación en los que le ocultaron el diagnóstico, recibió la visita de Serguéi Kousevitsky, el director de la Sinfónica de Boston, que le encargó una obra para orquesta. Desde su llegada, entre las dificultades económicas y el trabajo con la colección de música yugoslava, no había podido empezar una sola obra. Sin embargo cuando lo dieron el alta, con el encargo pendiente, su salud mejoró y en poco tiempo logró terminar los tres primeros movimientos de su Concierto para orquesta. Empezó a componer el cuarto, sentado en su escritorio, hacia el final del verano. Ya había escrito un primer tema de compás irregular y esbozado una segunda melodía, más lírica, la cita de una vieja opereta húngara, cuando algo lo interrumpió.

No tardó en reconocer que el sonido de la radio venía del departamento de al lado. Tampoco en reconocer la música. Era otra vez esa sinfonía de Shostakovich, la Séptima. En ese entonces, desde que Toscanini la había grabado, sonaba en todas partes. En la tapa de la revista Time se veía un dibujo del compositor ruso, basado en la foto real de un incendio en los techos del conservatorio, con un casco y un epígrafe que decía: “El bombero Shostakovich en medio del bombardeo de Leningrado escuchó los acordes de la victoria”. Shostakovich sabía que iban a comparar la marcha del primer movimiento, la percusión y la repetición temática obsesiva con el Bolero de Ravel (“que digan lo que quieran pero así es como escucho la guerra”) y fue precisamente esa repetición lo que a Bartók le resultó exasperante. Entonces, con su caligrafía apretada, copió con bronca las notas de la sinfonía en medio de su pasaje lírico como si una banda de música grotesca irrumpiera en una serenata.

“Mi vieja Europa ha muerto para siempre”, escribió en una carta de la época. “En la Rusia comunista te ofrecen seguridad a cambio de libertad y en el capitalismo te dan la libertad para morirte de hambre.” Al terminar la transmisión pudo seguir adonde había dejado. Hacia el final del movimiento, que llamó Intermezzo interrotto, reaparecen las melodías del comienzo. En los últimos compases un breve solo de flauta evoca el canto de un pájaro que puede escucharse como un regreso imaginario a Hungría, a los días en que iba de pueblo en pueblo, registrando el canto de los campesinos. Como había sido desde que escuchó por primera vez esa melodía tan extraña de inflexiones modales, Piros alma, esa canción que hablaba de una manzana que cae en el barro.

--

--