Cómo conocí a Paul McCartney

Mavrakis ⚡
Chicas
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8 min readAug 14, 2018

Lo único que justifica la existencia del periodismo, al menos en la órbita sentimental de mi conciencia, es que me dio la oportunidad de conocer a Paul McCartney. Voy a contar las cosas como fueron y para que el amor se establezca a través del odio con el mismo mecanismo que detectó Kingsley Amis: disminuyendo lo que en sí mismo es contradictorio.
Noviembre de 2010, Buenos Aires. Paul McCartney va a tocar en el Monumental. Mi padre ya lo había visto con un amigo en 1993, y en 2016 íbamos a volver a verlo juntos pero en La Plata, uno de los lugares más horribles del mundo. En 2010, sin embargo, los hechos son estos: Paul McCartney va a tocar en el Monumental y, milagrosamente, las “entradas anticipadas” salen a la venta por el Banco Francés.
El Banco Francés ya era entonces una institución miserable, un banco tan repugnante que hoy está apenas por debajo del Santander Río entre las marcas comerciales con peor imagen. Pero en ese momento el Banco Francés era, también, el banco a través del cual una empresa periodística del microcentro me pagaba el sueldo.

El día en que las entradas anticipadas salieron a la venta llegué temprano a la redacción — es decir, en horario, cuando no había nadie — , me instalé en uno de los teléfonos y empecé a llamar a Ticketek (según Defensa del Consumidor, la empresa con más reclamos por estafas, a la par de las telefónicas). No hice muchos llamados hasta que alguien atendió — una mujer, a la que traté con absoluta dulzura — y entonces compré las tres entradas (para mi padre, para mi hermano y para mí), lo cual requirió una última pirueta financiera: como las compras solo podían hacerse con tarjeta de crédito, y como yo no creía en las tarjetas de crédito, tuve que usar la de mi padre, al que llamé en simultáneo con otro teléfono y al que, milagrosamente, lo acompañó algún rastro de señal suficiente para darme los datos finales. A los cinco minutos ya tenía mi entrada para ver a Paul McCartney, y esto, lo supe al instante, representaba un momento importante.
Detrás de la burocracia privada y del dólar barato bajo control estatal, incluso bajo las tinieblas siempre planificadas de los sistemas de atención al cliente, podía haber luz y también podían ocurrir grandes eventos. La felicidad estaba entre todo eso, y no al margen de todo eso.

¿Qué pasó después? Intenté ocuparme de Paul McCartney desde el periodismo, lo cual significaba enseñarle a la señora que asignaba las notas entre los periodistas quién era McCartney y por qué era importante su visita a Buenos Aires (cómo se pronunciaba “McCartney” fue inútil, pero sí funcionó lo que funcionaba siempre: las alusiones exageradas a las cifras astronómicas de recaudación, a las cifras astronómicas de las ganancias y a las cifras astronómicas del patrimonio; la poesía pura del capitalismo que se oye en las subastas, y de la que se aprende más de lo que parece).
La forma en que Paul McCartney suele pasar el tiempo en las ciudades donde llega para tocar es particular. A veces se queda en hoteles, pero muchas otras veces no. En su primera visita a Argentina, por ejemplo, se había quedado en “una casa en el campo”, de la que no tengo absolutamente ningún registro. En Lima, unos años después, sí estuvo en un hotel — cuyo bar visité para algunas inquisiciones — , aunque escondido con una gorra y unos lentes salió a andar en bicicleta por el Malecón de Miraflores, a plena luz del día (el video está en YouTube).
En 2010 y en Buenos Aires, mientras tanto, yo no tenía ninguna pista de dónde iba a estar, aunque sí daba vueltas el dato de la fecha de su llegada.
Alguien, en algún momento, dijo que “había que ir a Ezeiza”, aunque sin ningún horario ni contacto de referencia — información que habría podido resolverse con algún llamado discrecional a la Aduana — , por lo cual el plan básico era ir hasta un aeropuerto internacional y esperar que apareciera Paul McCartney.
A mí me sonaba bien; en el lenguaje pragmático del periodismo, eso significaba que iba a pasar al menos una tarde entera paseando en auto con un fotógrafo, y tal vez íbamos a poder pasar algunos viáticos, y todo eso mientras se acercaba la fecha del concierto. Por supuesto, existían ciertos profesionales del mercado fotográfico que siempre sabían dónde y cuándo tenían que estar, y en caso de que fuera necesario, alguien les compraría la foto. Pero en el mejor de los casos, ¿por qué el azar no podía funcionar y hacer que apareciera Paul McCartney?
Sin embargo, no apareció.
Me acuerdo que cuando llegamos al estacionamiento de Ezeiza el fotógrafo me dijo que fuera a ver, y le pregunté qué esperaba que viera, si algún mayordomo inglés sosteniendo un cartel con su nombre, y me dijo que sí, y yo le dije que me parecía bien, y al rato, cuando volví al auto, me preguntó qué tal, y entonces nos reímos cuando le dije que solo había mayordomos ingleses con carteles, sí, pero esperaban a Mick Jagger.
Apuesto algo a que después pasamos un par de horas en algún bar, mirando a las turistas y usando el wifi.

El azar funcionó al día siguiente, precisamente cuando faltaban menos de veinte horas para el concierto para el que tenía mis entradas. En la redacción, de repente, un periodista me dijo que Paul McCartney estaba en la casa de Carlos De Narváez, en San Isidro. Me dijo el nombre de la calle y me dijo también cómo llegar. Había que ir derecho por Libertador y doblar hacia el río en la esquina donde había un McDonald´s. La casa, me dijo, era rosa. Nunca pregunté quién era Carlos De Narváez, pero cuando entendí que no era un chiste — porque mi sensibilidad con el asunto era conocida — , conseguí un auto y salimos con un fotógrafo.
Serían las tres de la tarde y había sol.
Fuimos por Libertador, llegamos hasta San Isidro, doblamos hacia el río en una calle donde había un McDonald´s — que yo recuerdo como un Burger King — , y a las cuatro o cinco cuadras pude ver una pared rosa.
El hecho de que la información coincidiera con la realidad hizo que dejara de tomármelo como otro paseo y prestara atención. ¿Y si Paul McCartney estaba cerca?
El fotógrafo, fiel a su famoso estilo paranoico, le pidió a la señora que manejaba que bajara la velocidad — un detalle que, como todos los que le había oído decir y le había visto hacer durante aquellos años, al final, resultaba fundamental — , y a medida que nos acercábamos quedó claro que algo había allá adelante.
Primero se veían otros autos en circunstancias idénticas a la nuestra, y después algunas caras de fotógrafos que había conocido en otras circunstancias, y después los paparazzis de primera línea, los que no están en la calle a menos que tengan un dato certero.
Bajamos todos, incluida la señora que manejaba.

No habían pasado diez minutos cuando el portón de la casa se abrió.
Yo seguía incrédulo, tal vez porque no había policías de uniforme a la vista. ¿Pero por qué tendría que haber policías? Además, ¿a qué distancia estaba yo del portón? ¿Tres metros? ¿Dos metros? ¿Paul McCartney iba a salir por el portón de una casa prestada a dos metros de mí?
Me puse a sacar fotos con el celular, y no sé si hasta llamé a mi padre para decirle dónde estaba. Me imaginé que, en todo caso, en la casa estaría parte de la banda, pero no Paul.
En ese momento, salió una camioneta negra, una BMW con vidrios polarizados, y supe que Paul McCartney tenía que estar ahí porque por ese mismo portón, caminando rápido, salió también John Hammel, uno de sus asistentes personales. Básicamente, el tipo que le pasó sus instrumentos durante 40 años (y que se retiró en 2015).
John Hammel iba con el estuche del Höfner 500/1 de Paul, algo que, en términos artísticos contemporáneos, sería equivalente a ver a dos metros de distancia al sodomita que asistía a Leonardo Da Vinci con sus pinceles en una bolsa.
Cuando apareció Paul McCartney, todo fue más confuso y milagroso.
Del mismo portón donde había salido la primera camioneta salió otra, también negra, y también BMW, y paró a un metro de donde yo estaba quieto, y el vidrio de atrás se bajó y ahí estaba Paul McCartney, mirándome con una sonrisa, insisto, a un metro de distancia. Yo solo pude levantar la mano y saludar con el pulgar, que es como saluda Paul McCartney, y creo que hasta dije “Paul”, y entonces todos los fotógrafos, que por algún motivo estaban distraídos, reaccionaron, y hubo algunas corridas, y una chica gritó, y el vidrio volvió a subir y la camioneta se fue con una escolta de motos.
Estuve idiotizado y en silencio un buen rato, un buen rato.
¿Ese era Paul McCartney? ¿Me había saludado Paul McCartney? Busqué al fotógrafo y le pregunté si había hecho alguna foto, pero había quedado del otro lado de la camioneta y no había podido hacer nada. La señora que manejaba el auto, en cambio, me dijo que sí. Ella sí había sacado una foto, con su teléfono. Y me dijo que me veía tan contento que quería darme la foto.
Yo seguía estupefacto, atónito, perplejo, anonadado — y ahora podría usar algunos sinónimos más — , pero le dije que eso que acababa de pasar, eso a lo que ella le había sacado una foto, era uno de los momentos más trascendentales de mi vida, y que necesitaba esa foto. La necesitaba para mí, solo para mí, y la señora me dijo que no había problema, que notaba que para mí era importante. En cuanto llegara a su casa, me dijo, me la iba a mandar por mail.
Le di mi mail y unas horas más tarde me la mandó.
Si alguna vez escribí tres líneas de agradecimiento y amor, fueron esas líneas para esa mujer. Sé que durante el viaje me hizo varias preguntas sobre los Beatles, bastante generales, que le contesté como lo haría cualquiera de los guías que trabajan en Liverpool.
Lo que sigue es burocrático, pero creo que ya se puede contar.
El nabito que dirigía la redacción preguntó si teníamos alguna foto, pero no, no había nada. Mal ángulo, mala posición, mala suerte, cosas que pasan cuando se trabaja improvisando (y a quién mierda le importaba, pensaba yo, si acababa de ver a Paul McCartney en persona, lo había saludado y al día siguiente iba a escucharlo). Lo extraño, sin embargo, fue que una mujer, que no quiso identificarse, se comunicó al rato con el Departamento de Fotografía para decir que tenía una foto de Paul McCartney saliendo de esa misma casa en San Isidro. Si la necesitaban, estaba dispuesta a venderla. Sé que se la pagaron y sé que la publicaron. Era muy parecida a la que me había pasado por mail, tan parecida que cualquiera podría decir que era la misma y que, como retribución, alguien le habría explicado cómo hacer rentable alguna buena acción.
El fin de semana, después del concierto, volví a San Isidro con mi padre.
Paul McCartney ya se había ido del país, por supuesto, pero la experiencia sirvió para comprobar que todo había sido real. Y así es como conocí a Paul McCartney.

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